viernes, 31 de octubre de 2014

LA CALMA MÁGICA

Sala: Teatro Valle-Inclán Autor y director: Alfredo Sanzol Intérpretes: Sandra Ferrús, Mireia Gabilondo, Aitziber Garmendia, Aitor Mazo e Iñaki Rikarte Duración: 1.40'
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)


Aitor Mazo e Iñaki Rikarte.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Sanzol ha alcanzado un altísimo logro: nos ha impuesto un universo propio, una forma de entender el mundo. Aun con personalidad diferenciada, esta pieza es perfectamente reconocible como planeta de ese universo, para el que yo uso –en mi fuero interno- la etiqueta de surrealismo vernáculo. 

Ahí se instala también La calma mágica. Un surrealismo con pretexto narrativo: la ingesta de unos hongos alucinógenos. Benditos hongos, que nos abren la puerta a este mundo de disparates tiernos –véase el inefable conejo- y salidas por la tangente que, gracias a la maestría narrativa de texto y dirección, no alteran el discurrir de la narración. Ése es, quizá, el mayor mérito: que la historia no descarrila por más dosis alucinatoria que incorpore.

    Iñaki Rikarte es un actor, y más cosas, extraordinario. Tras una carrera discreta pero muy sólida, éste podría ser el papel que lo consagrara como imprescindible. Nadie olvidará a este neurótico adorable e insoportable a la vez. La cara de mármol de Gabilondo contribuye lo suyo a hacerlo todo creíble. Mazo y Ferrús, muy bien, y se queda uno con ganas de ver más rato a Garmendia. El elefante debería ir a un museo de la utilería con la rata de El policía de las ratas y el ciervo de Como gustéis.

    El Centro Dramático Nacional programa funciones en euskera con sobretítulos. Aplaudo hasta con las orejas la continuidad de esta iniciativa normalizadora.

Y lo que no cabía allí:

1.- Surrealismo vernáculo. Lo de surrealismo me parece suficientemente evidente como para ponerme a explicarlo. Si han visto la función claro, pero por si alguien llega a este blog en 2087 y ésta es la única traza que ha quedado de La calma mágica, dejaré constancia de que hay conejo parlante y elefante rosa, entre otras cosas. El elefante se llama Óscar. Quizá vernáculo sí exija algún desarrollo.  Pero antes, una imprescindible nota terminológica, que no política,

* * *
En un rincón de los Pirineos, a caballo entre ambas vertientes, habita un grupo humano con determinados rasgos culturales, el más evidente de los cuales es una lengua preindoeuropea que contrasta con las lenguas indoeuropeas con las que se solapa: el castellano y el francés. Los hablantes de esta lengua -a la que en castellano podemos llamar vasco, vascuence o euskera, palabra admitida por la RAE- habitan territorios que forman parte de España o Francia. En España, se reparten entre dos comunidades autónomas: el País Vasco -o Euskadi- y Navarra. 

¿Qué nos está contando?, se preguntarán. Paciencia, que ya he llegado. Ya puedo formular mi problema: no hay término apolítico que englobe a los individuos que pertenecen a esa comunidad lingüística y cultural. No se les puede llamar "vascos", porque si incluyo en el término a quienes hablan "vasco" en el norte de Navarra (paradójicamente, lo más parecido a Baskolandia que queda en la tierra, vayan y vean si no me creen) soy inmediatamente calificado de anexionista. "¿Cómo? ¿Está llamando vascos a los navarros? ¡Anatema!". Dicho de otro modo: "País Vasco" ya no es el país que habla vasco, sino una parte de él (tanto en España, como en Francia, donde se llama Pays Basque) que no incluye la zona de Navarra donde también se habla. 

El mapa de lo que llamaremos vascofonía en 1869, según Louis Lucien Bonaparte.
Sabino Arana tenía cuatro años, así que no me sean paranoicos y no hagan
lecturas políticas.
¿Probamos con Euskalherria o Euskal-Herria? Deben saber primero que, cuando los vascos llaman "vasco" a alguien en su propia lengua, lo llaman "euskalduna", que quiere decir "que-habla-vasco". Tienen, por tanto, un concepto de la nacionalidad más unido a la lengua que al territorio. Pero dejemos eso. "Euskaldun" y "Euskalherria" -"el pueblo que habla vascuence"- era un buena opción hasta hace poco para referirse al conjunto de individuos que hablan vascuence, con independencia de cuestiones políticas. Algo muy útil. Si digo "francés" ustedes no tienen por qué saber a quién voto. Sigamos, sigamos, ahora me entenderán.

Digo "hasta hace poco", porque la cosa se complicó. La Comunidad Autónoma del País Vasco se llama también Euskadi. "Euskadi" es el término que Sabino Arana acuñó para referirse al ideal de una nación vasca compuesta por los siete territorios (incluyan Navarra y los tres franceses). Los nacionalistas radicales consideraron una traición llamar Euskadi a una entidad que agrupa sólo a tres, y decidieron emplear Euskalherria para los siete. Con lo que ya tenemos el término Euskalherria, antes sobre todo cultural, convertido en término político. ¿Van haciéndose idea del pastel? Atentos. Si quieren decir "las personas de cultura vasca del norte de Navarra" y, para ahorrarse ese berenjenal, dicen "los vascos de Navarra", todo el mundo les pondrá la etiqueta de anexionistas. Si dicen "Euskadi" para referirse a la Comunidad Autónoma Vasca, todo el mundo sabrá que son cualquier cosa menos nacionalistas radicales, y que no es probable que sean del PP (tienden a decir País Vasco). Si usan "Euskadi" para el conjunto de los siete territorios, les tomarán por nacionalistas moderados. Si emplean Euskalherria, todo el mundo pensará que son nacionalistas radicales.

¿Y qué rayos debe hacer uno para hablar de factores culturales sin que nadie le atribuya oscuras intenciones políticas? La única opción es dar unos rodeos perifrásticos insoportables. Pero se me ha ocurrido otra. Me acabo de inventar un término en castellano, calcado de la francofonía, que los franceses usan mucho. La VASCOFONÍA. Toma. La vascofonía es la comunidad cultural de los individuos que hablan vascuence o, por extensión, cuyos ascendientes lo hablaron hasta tiempos históricamente cercanos. Vivan en Lekeitio o en las Bermudas. Donde dice Bermudas, lean Pamplona. Nota final, por si acaso: la pertenencia a la vascofonía no excluye la pertenencia -de mayor, menor o igual intensidad que la primera- a otra u otras comunidades. Ni implica que vote uno a Vox o a Bildu. Aunque Vox, la verdad, debe de tener pocos votos vascófonos.

* * *
Si pillo un rato, mañana añado algo sobre la escenografía de Andújar.

Tras este interludio terminológico, puedo explicar por fin lo de surrealismo vernáculo sin que mis palabras se presten a equívocos de carácter politico (creo). A pesar de que en otros textos de Sanzol esta característica es, quizá, más estrepitosa, La calma mágica tiene un trasfondo cultural evidentemente instalado en la vascofonía, lamentablemente difícil de pillar para quien no esté más o menos familiarizado con aquella cultura. Para quien lo está, la sensación constante es la de que los personajes van a romper a hablar en euskera o se van a referir de un momento a otro al tío Patxi o al primo Iñaki. Esto sucede, por ejemplo, con el personaje de Aitor Mazo (Martín), un tipo humano que por allá suele llamarse txotxolo, que es la forma autóctona de ir un poco de sobrao (más o menos, estas cosas son muy elásticas). Pero, más allá de ejemplos, ese trasfondo impregna completamente los caracteres y las situaciones. A ver si puedo verla otra vez en euskera, porque debe de ser la bomba. 


2.- Iñaki Rikarte es un actor, y más cosas, extraordinario. Más cosas: escribió Gris mate, una pieza muy interesante; ha dirigido André y Dorine, un exitazo inesperado (ya conté esto en Vanity Fair, voy a empezar a colgarles en el blog las páginas que escribo allí). Me gustó cuando lo vi en el Galileo en Gris Mate en 2009, lo he visto después varias veces con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, en el Drácula de García May, más recientemente en El hijo del acordeonista o en Montenegro... Papeles más largos o más breves, siempre bien. Aquí está sencillamente perfecto, no se podía sacar adelante el papel con mayor acierto. Se siente humillado porque le hacen un vídeo sin su consentimiento, y su carácter neurótico no le va a permitir cejar en el empeño de que el vídeo desaparezca, aunque tenga que ir para ello de torpeza en torpeza. Supongo que todos nos vemos reflejados más o menos en este patán neurótico (yo más, soy bastante patán y muy-bastante neurótico), porque en el fondo tiene razón, y -sobre todo- porque Rikarte lo hace entrañable. Dos monólogos extraordinarios (perdonen que repita "extraordinario", pero no me queda más remedio): el primero al teléfono, perdiendo gradualmente los nervios con el txotxolo, y el segundo con Olivia (Sandra Ferrús), de tropezón en tropezón, una declaración de amor vascófona, si me permiten la expresion. El remate de la pieza -otra conversación teléfonica, esta vez con el padre difunto- sólo se tiene en pie dicho como se dice. Supongo que Sanzol tendría en mente la puesta en escena cuando lo escribió, porque no le veo otra salida. En fin, Rikarte se mete de tal forma en el personaje, que ni se le nota que es guapo.

3.- La cara de mármol de Gabilondo contribuye lo suyo a hacerlo todo creíble. Porque uno no tiene ni idea de lo que va a soltar por la boquita, hasta que lo suelta. Y como tiene que soltar de todo, por las rutas del disparate alucinógeno, esa cualidad resulta crucial. Por cierto: otra cualidad vascófona. Ya habrán oído ustedes hablar de la sorna de los vascos (perdón, de los vascófonos, a ver si va a resultar que son navarros, y me meto en un lío), de eso de que nunca se sabe si están hablando en serio o en broma... Esas características culturales están aquí exprimidas al máximo en el enfoque que se ha dado a Olga, el personaje de Mireia Gabilondo.

4.- Aplaudo con las orejas. Además del castellano, en este país hay otras tres lenguas con importantes tradiciones literarias detrás. Madrid es la capital del país. Es simplemente normal de toda normalidad que, al menos de vez en cuando, podamos ver teatro hecho en las otras lenguas de nuestros compatriotas, igual que lo vemos en inglés, en alemán o en ruso cuando se tercia. Diré más: lo verdaderamente sorprendente es que las piezas en gallego o en catalán tengan que ser remontadas en castellano. Es una particularidad de un país que tampoco soporta la versión original en el cine, qué le vamos a hacer. Pues bien, bienvenidas sean, al menos, las funciones extraordinarias sobretituladas que el Centro Dramático Nacional programa con cierta regularidad.

Ah, se me olvidaba: muy bien puesta la música de Iñaki Salvador.
 P.J.L. Domínguez
           

martes, 28 de octubre de 2014

LAS NEUROSIS SEXUALES DE NUESTROS PADRES

Sala: Cuarta Pared Autor: Lukas Bärfuss (versión de Paula Sánchez de Muniain y Luis García-Araus) Directora: Aitana Galán Intérpretes: Carolina Lapausa, Lidia Palazuelos, Alfonso Mendiguchia, Antonio Gómez, Flavia Pérez de Castro, Fernando Romo y Vicente Colomar Duración: 1.40'
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)

Las lineas del suelo y la mesa que se entrevé al fondo son toda la escenografía.
Un objeto poliédrico de aristas cortantes. No sé ni cómo cogerlo para no cortarme. A propósito de Luciérnagas les decía el otro día que no era una historia de discapacitado sino con discapacitado. Ahora se me ha desvanecido esa tranquilizadora capacidad clasificatoria. No sé muy bien si esto es una cosa, la otra o todo lo contrario. Hay funciones sobre las que puedo escribir en cuanto llego a casa de vuelta. Para otras, tengo que esperar al día siguiente. Ésta la vi hace dos días, y las cosas no se terminan de ordenar en mi recuerdo.

Hay un parentesco superficial con Málaga, del mismo autor, y que también dirigió Aitana Galán: en ambos casos hay dos personas que tienen que lidiar con su deber moral, con sus ganas de salir corriendo y sus complejos de culpa. Y una divergencia profunda: en Málaga nadie decía lo que pensaba, los deseos y las reflexiones iban por dentro. Aquí todo se dice, nadie se corta un pelo, las cuestiones más crudas se plantean crudamente. Por eso ha dado Galán en el clavo las dos veces: entonces con el realismo, ahora con el…  bueno, con lo que sea esto, que no realismo, desde luego. Los personajes deambulan por el escenario desnudo con una mesa por toda escenografía; se entrecruzan con otros personajes que no pertenecen a la escena que están representando y que anuncian el lugar en que se desarrolla la acción; actúan –sobre todo el médico, el señor fino y el jefe- en registros estilizados, impostados. El realismo de Málaga permitía entender todo lo que no se decía. El antirrealismo de Las neurosis permite soportar los parlamentos vitriólicos, las escenas que llenan de desazón, engarzándolos en una función que a veces parece que va a iniciar un movimiento centrífugo hacia el teatro danza, que se instala a ratos en la farsa y que roza en algún momento ligerísimamente, para salir corriendo de inmediato en sentido opuesto, el drama convencional. Género que el texto quizá permitiría –estoy pensando, y no sé muy bien por qué, en Münchhausen- pero que se evita concienzudamente desde el primer hasta el último minuto. ¿Demasiado vitriolo, demasiada desazón para un drama convencional? Sería interesante verla otra vez hecha de ese modo.

Después de escribir el párrafo precedente me he ido a husmear en internet, con éxito: hay una producción peruana evidentemente instalada en el drama. Los comentarios de director y actores -y la música que los acompaña- así lo corroboran. ¿Saben cuál parece el resultado? Un estrechamiento de miras de la función. Ahí mi trabajo de glosador sería mucho más fácil: la pieza reflexiona sobre la sexualidad de los discapacitados síquicos. La versión de Galán es tan enormemente más ancha y profunda, que no sé exactamente de qué va. Me he puesto después a buscarla en alemán: he encontrado una versión en Aquisgrán. Yo diría que drama. También una chipriota, en griego: lo poco que se ve parece más amodernado, pero realista. La de Galán va a resultar la visión más amplia de todas, ¿la verá Bärfuss? Sería interesante conocer la opinión del autor.

El de la derecha es Vicente
Colomar
Hay un mérito considerable en haber orquestado los registros interpretativos de los actores sin que el resultado sea una caja de grillos. Los impostados de manera más rebuscada son el señor fino y el médico. El primero (Vicente Colomar) se instala en un estereotipo para el que no encuentro mejor ilustración que el zorro de Pinocho. Quizá les parezca una referencia peculiar, pero la pareja de "il gatto e la volpe" es un lugar común de la cultura italiana, presente hasta en las conversaciones cotidianas, y ahora mismo no se me ocurre equivalente entre nosotros. Escríbanla en italiano en Google, y verán. El zorro es el paradigma del individuo meloso que oculta sus peores intenciones tras una pantalla de fingido refinamiento. Me hizo pensar también en El maestro y Margarita, aunque esto no lo tengo tan claro, porque la leí en la noche de los tiempos. Tengo que leerla otra vez, ahora que caigo. No se sabe muy bien hacia dónde va Colomar al principio, pero a medida que transcurre la historia se van viendo sus intenciones. Es un personaje endiabladamente difícil, imposible de despachar sólo con una condena moral. (He dicho "sólo", por si acaso) A pesar de la estilización brutal al que lo somete Colomar - y quizá sea "gracias a" en vez de "a pesar de"- entendemos al tipo. Sobre todo, por el contraste con los escasos instantes en los que se baja de ese pedestal de hipocresía y gestualidad coreografiada, que resultan -por contraste- rayos de luz sobre lo que yace en su fondo.

Fernando Romo es el médico. Otro tipo, y perdonen la expresión, pero me parece ilustrativa, flipante. Con un discurso en el que se mezclan la visión abierta -y bienintencionada- sobre el sexo, la voluntad de protección sobre Dora, sus propias filias y neurosis... y sobre todo una brutal contradicción entre lo que piensa, lo que vive y las condiciones sociales en las que se encuentra. Casi un ejemplo construido para ilustrar las reflexiones de Foucault y sus continuadores sobre el sexo. También Romo lo amanera hasta la exasperación, pariendo un señor de comunicación... contrahecha, diría yo: no hay nada que vaya en línea recta. Ni el recorrido mental ni el discurso verbal ni el gesto. Tiene un monólogo larguisisísimo en el que parecen milimetrados hasta los movimientos de los ojos. Fantástica idea la de la perillita inmunda que lo caracteriza.

A Lidia Palazuelos, la madre, se le ha permitido un tono más convencional -es la que más se acerca al drama- y sabe aprovecharlo. También va creciendo a lo largo de la función, con un par de explosiones antológicas. Carolina Lapausa está transfigurada, no se parece a sí misma. Su composición de Dora, la discapacitada síquica, roza la perfección, no sé decirlo con más claridad. Está en el mismo centro del conflicto: siendo evidentemente adorable e inocente no establece ninguna barrera moral en su comprensión del sexo como actividad placentera y desatada. De ahí nace toda la fuerza turbadora de la función. No es un obseso sexual, no es un viejo rijoso, no es un abusador. Resulta ahora que los ángeles tenían sexo.

En manos de Galán, ésta no es la historia de una chica a la que retiraron la medicación y fue seducida por un sinvergüenza. Es bastante más. 

Algo añadiré si tengo tiempo.
 P.J.L. Domínguez
           

sábado, 25 de octubre de 2014

EL PRINCIPIO DE ARQUÍMEDES

Sala: Teatro de la Abadía Autor y director: Josep Maria Miró Intérpretes: Rubén de Eguía, Roser Batalla, Albert Auselle, Santi Ricart Duración: 1.20'
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)


Iba a ser muy complicado explicarles la escenografía sin esta ilustrativa foto de la
página del Teatro de la Abadía.
Una niña ha dicho que el monitor de la piscina le ha dado un beso a un niño. En los labios. El padre del niño la lía parda. 

* * *
Primero: hay asuntos en esta sociedad que da miedo hasta mencionar. Sobre todo, dos: el terrorismo y la pederastia. Eso es lo que la pieza investiga. El parentesco con Doubt: a parable (La duda) y Oleanna es sólo aparente. En estas dos piezas, el quid de la cuestión es si el abuso o el acoso ha existido en realidad, o es sólo una figuración de alguien (de la superiora en el primer caso, de la eventual víctima en el segundo). El problema que plantean al espectador es, por tanto, cómo y con qué criterios puede uno tomar partido ante una situación de este tipo, en la que no es humanamente posible dilucidar lo ocurrido. Por cierto, no esperen que yo se lo revele, me quedo tan perplejo como cualquiera. Los dioses me libren de tener que tomar decisiones alguna vez ante hechos de esta naturaleza.

Shirley MacLaine y Audrey Hepburn en The children's hour.
En El principio de Arquímedes la cosa está clara. En este sentido, se parece más a La calumnia (The children's hour -el traductor se lució-, pieza de ¡1934!, llevada al cine en 1961). También es una niña la que da comienzo al drama. Aunque luego las cosas vayan por caminos muy distintos.

SPOILER - SPOILER - SPOILER

¿Lo ha entendido? Si no quiere que le revele la trama, no siga leyendo. Allá voy.

Aquí no ha ocurrido nada. Nada más que la paranoia de un padre que -el texto lo deja claro- nunca se ha hecho cargo de su niño, más que cuando en un arrebato irreflexivo ha decidido montar un brutal escándalo público por el comentario de una niña de muy corta edad. Con una justificación odiosa por bandera, que cada vez se oye más por ahí en todas sus variantes: Si no es madre no puede entenderlo. Va a resultar que para saber de quesos habrá que ser oveja o, para opinar de fútbol, delantero centro. Tendremos que establecer que cuando haya que legislar sobre educación, salgan de los parlamentos los diputados que no tengan hijos. Si es sobre sanidad, los que no tengan parientes enfermos. Cuando hablen de hipotecas, que se vayan los que vivan de alquiler. Etcétera. 

¿Recuerdan lo que grita, cada vez que hay un tumulto, la mujer del pastor de los Simpson? ¿Pero es que nadie va a pensar en los niños? Ocurra lo que ocurra, sea cual sea el problema, la mención de los niños dramatiza de inmediato cualquier cuestión. E intente usted poner cordura. ¿Ha visto alguna vez la mirada de gorila agresivo que se le pone a uno de estos padres cuando sospecha... yo qué sé, que alguien ha llamado tontín a su hijo? 

¿No les sorprende que esta mujer tenga que enseñar a los padres cosas que
nuestros padres y abuelos sabían hacer con el pie izquierdo? ¿Dónde se
interrumpió la transmisión del saber educativo, que los bosquimanos dominan
perfectamente en sus aldeas?
Esta sociedad vive una relación paranoica con sus hijos. No es ningún secreto. Nos la explican en la tele día sí, día no. Como no tenemos tiempo para prestarles atención, intentamos compensar la culpa que ese pecado nos produce por todas las vías (erradas) posibles: la sobreprotección, la satisfacción de los caprichos, la renuncia a imponer disciplina, la preocupación -neuróticamente desviada- hacia cualquiera que haga daño al niño, el fantasma de la pederastia. El problema es dónde consideramos que empieza el daño, claro está. Cuando yo era niño, cualquier adulto podía reprender a cualquier niño que se comportara mal en cualquier sitio. Los padres agradecían ese comportamiento, porque -como dice mi amiga A.- para criar a un niño hace falta toda la tribu. Atrévase ahora.

Decíamos, pues, que no ha ocurrido nada. Pregunté, por si acaso, a varios espectadores a la salida. Unanimidad. El texto tiene la valentía de no presentar un maravilloso héroe inocente y mártir, sino un chico frivolón, casi tontorrón, con la prepotencia del que se sabe joven y hermoso, al que en algún momento dan ganas de propinar un sopapo a ver si espabila. Da igual. No por ello tiene menos derecho a que se presuma su inocencia. Más: no sabemos si tiene pareja, si le gustan los chicos o las chicas. Estupendo, estos simples detalles -y recordemos que la moral cívica y la ley le permiten no revelar tales datos si no le da la real gana- van sumando motivos de sospecha. Es el viejo truco de los fascismos: si eres inocente, ¿qué más te da que revisemos tu casa, tu vida, tu correo, tu conciencia? Cuéntanos si tienes novia, si tienes novio, ábrenos tu alma. En fin, en sólo un día, la vida se convierte en un infierno, sólo porque un botarate no es capaz de prescribirse un poco de calma a sí mismo antes de publicarlo todo en Facebook. Por cierto: no es que tenga tiempo para derrochar, y no voy a desparrarme por ahí, pero recuerden que la acusación gratuita de hacer monstruosidades a los niños ha caído sobre todas las minorías perseguidas de cierto fuste a lo largo de los siglos: brujas, gitanos, judíos... hasta masones y comunistas.

* * *

La función explora las reacciones del padre (poco que explorar, es un cabestro), el acusado -que va dándose cuenta poco a poco del abismo que se le ha abierto a los pies- la jefa y el compañero. De manera hiperrealista, aunque matizada por el orden de las escenas: no están en orden cronológico, y Ordóñez explicó tan bien la sucesión, y sus motivos, que mejor que se lo lean a él. La escenografía de Enric Planas, muy ingeniosa, guarda estrecha relación con esa estructura de escenas. Miren la foto de arriba del todo. El público está sentado en dos graderíos a ambos lados. Usted está viendo ahora una ventana iluminada a su derecha y unas duchas y unas taquillas a su izquierda. El público que está sentado enfrente de usted lo ve todo, lógicamente, invertido. En la transición a la escena siguiente se hace la oscuridad, y cuando vuelve la luz... ¡zas! Verá la ventana a la izquierda y las duchas a la derecha. Como, además, las escenas se solapan, verá parte de la acción repetida, pero como si usted mismo se hubiera desplazado al graderío de enfrente: la directora ya no entrará por la derecha, sino por la izquierda, ya no verá al protagonista por detras, sino por delante (esto tiene su gracia cuando el guapísimo muchacho se desnuda, claro, y eviten las risitas que ya son adultos), etcétera. ¿Cómo se produce el efecto mágico? Solución: hay un bloque de duchas y taquillas en cada extremo (idéntico pero invertido), que se desliza. En cada escena, se esconde el de un lado (dejando a la vista una ventana, una puerta y un lavabo), y se saca el del otro, escondiendo los elementos citados. Un procedimiento elemental con un efecto espectacular.
* * *
Me ha costado lo mío, pero ya tienen definidas las coordenadas en las que se mueve la función: la historia, el planteamiento realista, la estructura temporal, el truco escenográfico. Insisto en ello, porque todo esto hace que estuviera ya definida antes incluso de empezar los ensayos en una proporción mayor que la mayoría de espectáculos de teatro. Prácticamente, lo unico que faltaba era elegir los intérpretes y dirigirlos. 

Bien, todos. Tuve mis dudas sobre el protagonista durante la función, pero me he dado cuenta después de que mi prevención no se debía al actor, sino al personaje. En otras palabras: que Eguía lo clava. No se rían de mí, esto le ocurre al más pintado. Ya les he dicho más arriba que una de las virtudes del texto radica en que la injusticia que se está perpetrando contra este muchacho subleva al espectador a pesar de que el chico resulta repelentillo en algún momento: tan evidentemente consciente de ser guapo, tan evidentemente consciente de ser simpático, tan evidentemente consciente de estar por encima de su compañero. Eguía consigue hacer patente todo eso sin ahogar los aspectos de ingenuidad inherentes a su juventud, logrando incluso una cierta mirada tierna sobre sus salidas de tono; sobre todo, sin impedir la empatía del espectador. Me va a gustar verlo en lo próximo que haga.

Eguía es también un acierto por su aspecto físico. ¿Saben cómo me he dado cuenta? Viendo al protagonista de la versión mexicana. Lo tienen en esta foto de la izquierda, y lo pueden comparar con la de arriba. Nada que ver. El asunto gana con menos rotundidad, con un físico más leve y con una cara más ingenua.

Roser Batalla: estupenda, sin paliativos. Una mujer seria, adusta, pero que tiene aprecio por el chico. Atrapada en una situación imposible. Una de esas cosas -intérpretes, directores, autores- que hacen lamentar que no haya más comunicación teatral entre Madrid y Barcelona (y eso que, últimamente, vamos bastante bien). Auselle, estupendo también. No es fácil hacer este papel del chico en segundo plano, no muy esto, no muy lo otro, no muy nada.

El desnudo de marras. ¿Harían ustedes
esto para desafiar a su jefa?
Hay dos trampas. La jefa pregunta al monitor: "Pero, ¿a ti te gustan los niños?", o algo parecido. Y él, no recuerdo si responde "no sé" o "creo que no". En cualquier caso, responde algo ambiguo. Esa ambigüedad se desvanece de inmediato en las frases posteriores, está claro que no le gustan. El suspense apenas dura unos segundos, y está forzado. Todos pensamos: "Desde luego, yo no respondería eso". Suena falso. Segunda trampa: el desnudo. El chico se quita de golpe el traje de baño en un gesto de desafío hacia su jefa, están muy cerca. También queda falso, nadie haría eso, y estamos en un contexto marcadamente realista. El desnudo sobra. Mis lectores habituales estarán pensando "este tío nunca está conforme, cuando no se desnudan los quiere en bolas, y si se desnudan, protesta". No siempre. Por citar el último que he visto, hay uno en La calma mágica que está muy bien puesto, ya les contaré. Es cierto que esto es un vestuario, que el protagonista principal está en traje de baño casi toda la obra, que sería muy natural que se desnudara y que alrededor de un 50% de los espectadores está deseando que lo haga, por motivos obvios (motivos que no hay que desdeñar). Yo también lo hubiera desnudado, pero con el pretexto banal de un cambio de ropa, y como creo recordar que hizo Pandur con Peris-Mencheta en Inferno: muy al prinicipio. Así ya se ha visto todo, y nos quitamos de encima esa fuente de turbación.
* * *
En resumen, una función interesante en muchos aspectos. Además, puede usarla como prueba del algodón de su ubicación ideológica, según opte por la seguridad o por la libertad. ¿Cree lícito que el padre del niño destroce la vida del monitor para hacer desaparecer cualquier amenaza sobre la integridad de los niños de la piscina, por remota que sea su probabilidad? Prefiere la seguridad, es usted de derechas. ¿Cree, por el contrario, que habría que dejar perfectamente en paz al monitor ante la completa ausencia de prueba fiable, olvidando esa remota amenaza? Ha votado por la libertad, es usted de izquierdas.
 P.J.L. Domínguez

           

jueves, 23 de octubre de 2014

LUCIÉRNAGAS

Sala: Teatro del Arte Autora y directora: Carolina Román Intérpretes: Aixa Villagrán, Jaime Reynolds y Fede Rey Duración: 1.35' 
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)



Carolina Román escribió con Nelson Dante uno de los fenómenos de 2013, que aún gira por ahí: En construcción. Si llega a su ciudad, no se la pierdan. Permítanme una pequeña vanidad: fui de los primeros en destacarla. Aquel prodigio de escritura era una historia con inmigrantes, pero no una historia de inmigrantes. Ha estrenado ahora una historia con discapacitado, pero no una historia de discapacitados. No sé si me entienden.



Ni se les ocurra evitar Luciérnagas porque haya discapacitado. Tampoco se avergüencen de confesar que pueden sentir esa tentación. No es por el discapacitado -estaría bueno-, sino porque la gran mayoría de las ficciones que los integran suelen ser estereotipadas como una película de Antena 3 de domingo por la tarde. La normalización no ha llegado a ese ámbito. ¿Recuerdan aquellos tiempos en que los gays en el cine eran monstruos de perversión o desgraciados abocados al suicidio? Pues algo parecido. O, si no, el personaje discapacitado es el eje de la trama, como si estuviéramos en el primer paso de esa normalización y hubiera que centrar el foco. Como Sidney Poitier en Adivina quien viene esta noche. Éste no era gay, era negro.



Pero Luciérnagas no es nada de eso. Sí, la discapacidad de uno de los personajes es un elemento importante en la construcción de la historia, pero es un elemento más. Ni acapara la atención (por eso es una historia con y no de), ni hay asomo de sensiblería. Integración normalizada.


Jasmin y Brenda en Bagdad Cafe. También Lucía llega a la nada proveniente
de ninguna parte.

La historia va de otra cosa. La historia va, como les decía a propósito de Priscilla, de sentimientos humanos básicos tan presentes en una drag-queen como en un obispo anabaptista (me encanta citarme a mí mismo, es el no va más del egocentrismo). O en unos muchachos de pueblo, habría que añadir ahora. Unos muchachos que van a recibir un día una visita sorpresa. ¿Se acuerdan de Bagdad Café? Julio se ahoga, como Brenda. Lucía traerá el oxígeno del exterior, como Jasmin. Pero la similitud va más allá. El tipo de oxígeno que aporta Lucía -alias Gigi- es muy parecido al de Brenda: un apego, que no sé si llamar espontaneidad o sentido común, a los afectos. Vivimos con la nariz tan pegada a nuestra mismidad, a esos dramas que arrastramos como una condena y que son en su mayoría naderías, tan apegados a una sofisticación inexistente, que perdemos de vista lo fundamental. Lo fundamental son siempre los demás.


(Ésta de abajo es Carolina Román, pero no puedo ponerle pie de foto. Maquetar con blogspot es morir)



No quiero desvelar la trama. Sí les diré que hay un rato largo -bastante largo- en el que uno teme que se le vaya a propinar una historia convencional. De cualquier modo, bien escrita, con una virtuosa dosificación de la información (qué tiene Lucía detrás, qué tiene Julio detrás). Pero llega el giro narrativo, y el relato sube de golpe muchos enteros. Sentimientos básicos, les decía: deber, amor, renuncia, ahogo, amistad, otra renuncia, liberación, aceptación de sí mismo... Hay de todo aquí dentro. Incluso el final, en el que uno de los personajes condensa el qué-pasó-despues-de-todo-esto, está bien traído (es un eco del comienzo), aunque quizá cabría darle alguna vuelta -no sé si al texto o a algún aspecto de la puesta en escena- para alejar del todo el fantasma de esos epílogos escritos de algunas películas. Ya saben: El doctor Harrys trasladó su consulta a Alabama y terminó de construir la maqueta. Hilary consiguió su Mustang.

A la función le falta un milímetro para ser un melodrama de tomo y lomo. Yo hubiera franqueado ese milímetro tranquilamente, pero -claro- no la he dirigido yo. Sin embargo, me gusta si me la imagino con más música. No olviden que MELOdrama es, etimológicamente, un drama con música. Y se le podría añadir de dos maneras: música extradiegética (o sea, la que oye el espectador pero no el personaje) o diegética (o sea, la que está integrada en el relato y los personajes oyen). En esta última, Román ha sido un poco cicatera: el texto daba pie a todo un alarde de música de casete, si me permiten la expresión. Me dio un vuelco el corazón con Cara de gitana, que no oía desde que alguien la incluyó -qué sarcasmo- en una lista semanal de las diez mejores canciones que me alegraba las mañanas de agosto allá por mis quince. Se agradece que bailen Gloria, y se agradecería que bailaran más cosas, pero es también comprensible el esfuerzo de contención: Román quería colocar su función en otro sitio.



El personaje de Lucía es un bombón. No voy a conseguir describirla: alocada y sensata, tierna y mandona, en las nubes y con los pies bien plantados en tierra. Vayan a verla. Aixa Villagrán está tan transfigurada, que saldrán pensando que no hay personaje, que la actriz es así. Se la comería uno allí mismo, qué cantidad de carisma amontonado, Dios mío. 

Los chicos están bien. Fede Rey supera con garbo el riesgo siempre presente al interpretar a un discapacitado síquico: la sobreactuación. Sale airoso de la prueba, pero es la primera vez que lo veo y no soy capaz de dar un juicio global por un papel tan marcado. Reynolds me pareció un poco más rígido, aunque va ganando en mi memoria: es posible que el rígido sea el personaje. También a él tendré que verlo en alguna otra cosa para hacerme una idea más cabal.




Fede Rey y Jaime Reynolds.


Aún no les he dicho lo más relevante. El encanto de Luciérnagas se asienta, y se parece en esto a En construcción, en su humildad, en su falta de pretensiones, en la sinceridad y la modestia del texto, del planteamiento escenográfico y de la dirección. Este menos-es-más sólo ganaría (quizá) con un más: algo de espacio que dejara respirar a la eficaz escenografía de Alexandra Alonso. Pero es lo de menos (lo siento, no sé resistirme a un juego de palabras). La función le va ganando a uno poco a poco, como sin querer, imponiéndose con suavidad. Vayan a pasar un estupendo rato de teatro-teatro.


Ah, se me olvidaba: hay un peliculón aquí escondido. No es que lo diga yo. A mi lado se sentaba un Goya al mejor guión, y opina lo mismo.

P.J.L. Domínguez
           

domingo, 19 de octubre de 2014

LOS JUSTOS

Sala: Matadero (Naves del Español) Autor: Albert Camus (versión de José A. Pérez y Javier Hernández-Simón) Director: Javier Hernández Simón Intérpretes: Lola Baldrich, Álex Gadea, Ramón Ibarra, Rafael Ortiz, José Luis Patiño y Pablo Rivero Madriñán Duración: 1.35' 
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)


Ojito a las cuerdas.
Sobre ETA y contra ETA.


Dice el programa de mano que Los justos es una obra sobre ETA y contra ETA. Ni lo uno ni lo otro. No es sobre ETA, porque no podía serlo. El texto de Camus no es sobre los revolucionarios rusos -protagonistas originales de la pieza- sino sobre la violencia política ejercida con la intención de liberar a los oprimidos. Una versión que se limita prácticamente, aparte de otras mutilaciones, a cambiar justo lo necesario para que los personajes sean etarras, difícilmente puede convertirse por arte de magia en algo sobre ETA. Vamos, que no lo es. 

Tampoco es una obra contra ETA. Quizá esa frase del programa de mano sea un simple grito de ordenanza, porque están las cosas como están, y si no se profieren a tiempo se corre el riesgo de ser linchado por el menor malentendido. Pero si era una intención real, alguien se equivocó de medio a medio con la elección del texto. Los justos es una reflexión crítica sobre la violencia, pero en modo alguno es el rechazo de la misma su eje central, ni se deduce de modo inmediato e inequívoco. Lo que, a fin de cuentas, más resalta es la contraposición entre quien la ejerce sin la menor consideración ética, manteniendo que los fines lo justifican todo, y el sufrimiento moral de quien, aborreciéndola, se obliga a sí mismo a practicarla por considerarlo su deber hacia los oprimidos. El espectador termina por empatizar con este último, llamémoslo el terrorista bueno que es precisamente quien ha activado la bomba. Es conocida la postura antiviolenta de Camus, es conocido el debate que lo enfrentó a Sartre por este motivo (y que, ahora mismo, hubiera terminado probablemente con Sartre en los tribunales), pero no son menos conocidas sus contradicciones"La violencia es a la vez necesaria e injustificable", escribió alguna vez.

Si yo fuera un dirigente etarra, estaría mucho más preocupado por Burundanga
que por Los justos.

No es de extrañar. La legitimidad de la violencia es un asunto que lleva preocupando a nuestra civilización desde sus primeros balbuceos, y no es cuestión que se deje encerrar en fórmulas sencillas o en soluciones de prontuario. Desde luego, Los justos no era reductible a una pieza contra ETA. En ese sentido, es mucho más eficaz Burundanga, y lo digo completamente en serio.

La versión

La versión es un desastre. Si ya ha visto la función y quiere comparar, AQUÍ tiene el original y AQUÍ una traducción. A lo que se oye en el Matadero le han podado casi toda la poesía, para dejar la peripecia en los huesos. No hay manera de reconocer a Camus en lo que queda. Hay otro problema, no menor: en la pieza original los terroristas justifican la violencia por su deseo de liberar al género humano de las cadenas que lo oprimen. Creo que cualquiera, incluso un independentista, reconocerá que cambiar esa justificación (o pretexto, llámenlo como quieran, no me voy a enredar yo ahora en el debate de fondo) por la de crear un estado vasco independiente es una diferencia de rango suficiente como para alterar los equilibrios dialécticos. En otras palabras: todo lo que los terroristas alegan en la pieza a favor del uso de la violencia pierde una parte considerable de su capacidad de hacernos dar vueltas al cacumen. Que es el objetivo de una pieza de teatro intelectual de este tipo, claro está.

[P.S. del 26 de octubre: a veces el cosmos, compasivo, me demuestra que, al menos, parte de las elucubraciones que mi mente atolondrada produce en la soledad de mi cavern... perdón, de mi hogar, tiene algún asidero en la realidad. Aurelio Arteta en El País“ETA y los abertzales gozaban de cierto prestigio. Creíamos que la izquierda abertzale luchaba por la justicia social, más allá del pensamiento ideológico nacionalista, y no solo por la independencia. Esta confusión la pagamos muy cara, después de darnos cuenta de que no era así. Tardé mucho tiempo de darme cuenta de su maldad". Traducción: la violencia se perdona con mayor facilidad cuanto más alto es su propósito. Ojo: que no lo digo yo, que lo que estoy diciendo -y hablando de teatro, no de otra cosa- es que los equilibrios de la función se sostienen si las bombas son para terminar con la opresión zarista y, de paso, mundial, pero no si están destinadas a poner una frontera en Valmaseda / Balmaseda.]

El montaje

No está bien dirigida. La ocurrencia de mantener a los actores atados a unas cuerdas que arrancan del centro de la escena ha debido de exigir tal inversión de esfuerzo que no ha debido de quedar energía para nada más. Vean la foto de arriba del todo: estos pobres tienen que evolucionar sin hacerse un lío mayúsculo con las cuerdas y, sobre todo, procurando no tropezar. Parece mentira que, en estos casos, no se mida el efecto de alejamiento que estas felices ideas producen en el espectador. En cuanto uno se dice "ay, que se va a tropezar" ya nos hemos cargado la suspensión de la incredulidad y todo el monario. A ver quién levanta eso. Tampoco está bien interpretada. Enormes altibajos de calidad en el elenco. Muy por encima de la media, Ramón Ibarra (el de la foto). Lo vi, hace casi diez años, muy solvente en Yo, Satán. Se salva de la quema Rafael Ortiz, y están bien Lola Baldrich y Álex Gadea. Mejor hubiera sido concentrar esfuerzos en la dirección de actores y olvidar las cuerdas de marras.

¿Se salva algo?

Sí. Se salva la iluminación de Cornejo, elegante y de efecto. También funciona la escenografía, con un cuadrado central en el que se desarrolla casi toda la acción y el uso de la puerta del foro. La foto les da una pequeña idea (el prisma metálico que ven a la derecha está bonito, pero la insistencia en ponerlos a todos a lavarse con el agua que contiene tampoco va a ninguna parte). Se salvan también alguna escena de Baldrich y Gadea y, con diferencia, las de la cárcel: los mejores actores SIN CUERDAS, gracias sean dadas a los dioses. Además, yo diría que el texto se ha respetado más en esa sección, aunque no puedo jurarlo.

La hora y media se me hizo eterna. A mi acompañante, que sabe más que yo de teatro, también.
P.J.L. Domínguez 
           

lunes, 13 de octubre de 2014

LLUVIA CONSTANTE

Sala: Teatros del Canal Autor: Keith Huff (versión de David Serrano) Director: David Serrano Intérpretes: Roberto Álamo y Sergio Peris-Mencheta. Duración: 1.35' 
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)




Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


Tras la exquisita Venus de las pieles David Serrano importa ahora, otra vez del teatro americano, esta cruda historia de polis y fango. Keith Huff es guionista y productor de House of cards, y no hace falta más presentación.

    La obra es buena, pero yo diría que la puesta en escena es mejor. Serrano ha  trabajado con la escenógrafa Elisa Sanz (Emilia, Como gustéis) y el iluminador Gómez Cornejo (El cojo de Inishmaan, Los justos), y es difícil imaginar un lugar más adaptado al texto que éste que han parido.

    Si hiciera falta reivindicar, ahora que también dirige, al Peris-Mencheta actor, bastaría comparar su Antonio en el Julio César de Azorín con este papel. El contraste certifica su talla como intérprete. Y Roberto Álamo tendrá que comprar estanterías para los premios que van a caerle por esto. Empiezan ambos a ras de tierra y, minuto a minuto, van saliendo de este mundo para llevarnos a otro, horrible pero hipnótico.

Y lo que no cabía allí:

[Las frases en negrita conectan ambos textos, para enterarse bien, mejor leer primero aquel y luego éste]


1.- Keith Huff es guionista y productor de House of cards. Ha tenido poca repercusión mediática en España, así que no está de más que les recomiende que la busquen (está en Yomvi y en Wuaki, al menos). Se van a enterar de cómo son las mentes que nos gobiernan.

2.- La obra es buena. Buena la trama, pero no excepcional. Una historia más de policías y alcantarillas. Lo que da al texto su altura es, sobre todo, la habilidad con la que se pasea -yendo y viniendo una otra y vez- entre dos registros: lo que los polis cuentan dirigiéndose al público y los flash-backs dramatizados. Pero yo diría que la puesta en escena es mejor. Era muy difícil hacer fluir esos saltos sin que rechinara el artificio, pero Serrano lo ha conseguido con brillantez. El lugar (escenografía / iluminación) al que hago referencia en la crítica en papel es un pasillo en el proscenio (desde el que hablan los actores en el primero de los registros: cuando narran) y un espacio desolado atrás, que sirve de cualquier cosa: comisaría, vestuario, calle, vivienda... Voy a mencionar sólo una minúscula pega. Hay un momento en que la ducha funciona, cae agua. El efecto se prolonga un poco demasiado, porque obliga a Peris-Mencheta a forzar el volumen de voz en un monólogo.

Éste era el riesgo.
3.- Peris-Mencheta actor. Dijo Ordóñez que Peris-Mencheta es más conocido como director, pero que su perfil actoral crece a cada nuevo trabajo. Esto último es tan cierto que no creo que su faceta de director haya hecho sombra a la de -excelente- actor, yo diría que la conoce todo el mundo. A Roberto Álamo le ha caído tal diluvio de elogios durante estas semanas que me da hasta vergüenza seguir acumulando sinónimos. Diré sólo que me apunto al coro. Y también diré algo sobre ese Urtáin que todos recuerdan ahora y que han pasado en la tele hace unos días. Urtáin era Álamo. Pongan a otro actor ahí, y ya me dirán lo que queda. Lo que hacen ambos -con Serrano detrás- en Lluvia constante es más que notable. Estamos tan acostumbrados a ver en el cine esas parejas de policías americanos de personalidad contrastante (ésa es la gracia del subgénero, que uno sea un tipo familiar y el otro un golfo, por ejemplo) que si nos hubieran largado una dirección-interpretación estereotipada con arreglo a esos clichés nos hubiéramos quedado tan contentos. Pero lo que nos han dado es una lectura profunda de las razones de cada uno, mucho más allá del texto. Habla Ordóñez, con razón, de que Peris-Mencheta tiene que contener su "poderío corporal" para levantar el personaje. Yo añadiría que lo dice casi todo con los hombros y la nuca, que es una maravilla ver cómo este hombre fornido se achica instintivamente cuando el otro le levanta la mano. El de Álamo sería sólo un tipo despreciable si leyéramos en el periódico la crónica de sus andanzas, pero ahí en el escenario está a la vista el mecanismo que lo impulsa: desbarata todo lo que roza y, sin embargo, lo que él quiere es ver a todo el mundo en su lugar, al mundo en orden, a todos felices.


Ahí entienden algo de la escenografía, con el pasillo de proscenio y el espacio de atrás. Veo la borrosa imagen de Peris-Mencheta al fondo y comprendo otra vez al
personaje en su integridad.
4.- Para terminar, un cierto paralelismo que no he visto señalado en ningún sitio. ¿No les parece que Serrano ha dirigido, una tras otra, dos historias de dominación y sumisión? Con una diferencia notable en el desenlace, resultado de la diversa reacción del sometido. ¿Serán figuraciones mías?

Creo que, desde el inicio de este blog, nunca había tenido tal cantidad de funciones vistas y sin reseñar. Y esta noche veré Las neurosis sexuales de nuestros padres. No les prometo nada, haré lo que pueda.
 P.J.L. Domínguez