martes, 30 de junio de 2015

HARD CANDY

Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: Brian Nelson (versión de Lola Blasco) Director: Julián Fuentes Reta Intérpretes: Olivia Delcán y Agus Ruiz Duración: 1.15'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)



Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


Quien conozca la película debería ver esta versión escénica, aunque sólo fuera para dar satisfacción a la pregunta que sin duda le asalta: “Pero… ¿cómo se puede hacer esto en vivo?” Quien no la conozca no gozará de este morbo previo, pero sí de la violenta experiencia de someterse con su inocencia intacta al choque emocional de la habílisima trama. Fuentes Reta ya había tratado la pederastia en la estupenda Cuando deje de llover (a la que aún me arrepiento de haber escatimado estrellas, cosas de las prisas). Es un asunto donde el maniqueísmo más banal es una trampa fácil, pero Nelson fue capaz de urdir un cuento –una Caperucita roja invertida- en el que nada es previsible, y que interpela al espectador sin tregua.


    La traslación al teatro es impecable, tanto por la versión de Blasco como por la puesta en escena: excelentes escenografía e iluminación -de Iván Arroyo y Jesús Almendro- y fundamental espacio sonoro de Villa y Valmorisco. El talento del director brilla en el encaje de todo eso, en la sabia dosificación entre realismo, estilización y pequeños trucos teatrales, y en la dirección de actores. Agus Ruiz está impecable en un papel muy puñetero, en el que tan malo era pasarse como no llegar. Y Olivia Delcán es un hallazgo. Da lástima, da miedo, da lo que se le antoja dar en cada momento. No hay que perderla de vista.

El calor de la noche me embotaba ya el cerebro el 30 de junio, no les cuento después. Como que no fui capaz de escribir ni una línea más hasta septiembre.
P.J.L. Domínguez
          

lunes, 29 de junio de 2015

EL TRIUNFO DE LA LIBERTAD

Sala: Teatro Valle-Inclán Autores: La Ribot, Juan Domínguez y Juan Loriente Intérpretes: Cuatro pantallas de leds Duración: 55'
(la función, es un decir, ya no está en cartel)

Primero, quiero aclararles que el título -El triunfo de la libertad- parece hacer referencia a la libertad del creador, no a la del público. En efecto, el creador tiene la total libertad de crear la tontería más grande jamás escenificada. Perdón, los creadores: han hecho falta tres cerebros para concebir esto, en una versión actualizada del famoso parto de los montes. El espectador tiene su libertad de irse un tanto cercenada por las normas de la buena educación: no molestar a los demás, no hacer este feo al anfitrión... Más abajo entenderán por qué empiezo por aquí.

No es el Valle-Inclán, pero se parece
mucho al aspecto de lo visto en Madrid
(exceptuadas las sillas).
A escenario rigurosamente vacío, con el muro de chácena a la vista, cuatro pantallas de leds cuelgan de unos trusses. Les pongo al lado una foto que da alguna idea. Un texto va corriendo por esas pantallas, como los anuncios de los establecimientos que compran oro o los precios de las consumiciones en los bares. En castellano en dos de ellas, en inglés en las otras dos. El texto se toma sus buenos cincuenta minutos para contarnos el chiste de Nelson, el escandinavo que rompe nueces con el pene. El chiste adquiere proporciones gigantescas en el recuerdo, porque es lo único que se narra con hilo argumental. Así que el archivo de nuestra memoria es -las leyes de la percepción humana y yo somos así, señora- el de un chiste constantemente interrumpido por otras cosas. Cosas tales como "delirio poético número dos: hoy me he comido tres hipopótamos", o la repetición de "nada pasa por casualidad" (o similar, no me pareció muy importante memorizar nada), o la repetición con fecha cambiante de "hoy es 28 de junio de 2215 temperatura exterior 80 grados". También nos hablan de una amiga que sostiene que no es lo mismo follar en Islandia que en las Canarias. Etcétera. Los textos podrían estar elegidos al azar, y nada cambiaría. 

En el minuto treinta de esta tediosa procesión de textos banales entra música. Se queda un ratillo. En el minuto 45 entra otra vez (ahora es el Claro de luna de la Suite Bergamasca). El aire acondicionado y la música le hacen pensar a uno que quizá no va a morir de tedio si se esfuerza en conseguir un estado de ánimo de ligero atontamiento. Durante toda la... ¿función?, va cambiando la iluminación que proporcionan los tres enormes focos en escena y los colocados en la pared derecha de la sala. Creo que también el pasillo que se abre tras la puerta abierta a la izquierda de la chácena pasa de iluminado a oscuro, pero no podría asegurarlo. Cuando digo "va cambiando" quiero decir que este foco se extingue y el otro sube, y así alternativa y sucesivamente. Los cambios podrían estar programados al azar y nada cambiaría, pero para mi pasmo la iluminación está firmada en el programa de mano: Eric Wurtz. Me sorprende un poco que los tres autores tengan el arrojo de plantear un bodrio de estas dimensiones, pero que a la hora de apagar y encender los focos (me resisto a usar el verbo "iluminar") les asalte la modestia y busquen asesoramiento.

El público estaba compuesto en mi funcion casi exclusivamente por modernos convencidos, por la militancia más entregada a la vanguardia. Aun así, y junto a algunos tímidos aplausos y un bravo (!) que se quedó  desoladoramente aislado, el final fue saludado por el pateo más sonoro que he oído en años.

Esto no es una función de teatro, es una instalación. Alguno de ustedes estará pensando, "hala, otro de esos críticos que cuando oían música atonal decían esto no es música o esto no es pintura cuando veían cuadros abstractos". Pues no. Ésas eran afirmaciones metafóricas, y la mía es literal. Esto no es música referido a Schoenberg quería decir Esta música es horrible. Lo que yo pretendo decir, por el contrario, es que lo que estos tres han puesto en el escenario tiene nombre en nuestra cultura: se llama instalación. Han hecho una instalación. Una mala instalación, por cierto. Pésima. Hacer esto sopocientos años después de -por ejemplo- Jenny Holzer es, simplemente, ridículo. Hacerlo en un escenario, casi una falta de consideración. Una pregunta sobre la consideración al público, que no se me ocurrió a mí, pero que oí a varias personas a la salida: ¿Por qué no salieron a saludar?

Volvamos a la libertad del espectador. Desde ese punto de vista, la diferencia entre una instalación y una función de teatro estriba en que en que, en el primer caso, uno llega y se marcha cuando le apetece, mientras que, en el segundo, lo encierran. Claro que puede irse -lo contrario sería secuestro- pero tiene que lidiar con numerosos sentimientos contrarios que su delicadeza opone a esa operación de huida. Tengo una propuesta: colóquense estas pantallas con textos en el vestíbulo de un teatro y cronométrese el tiempo medio de atención que le dedica el público libérrimo. ¿Creen que se acercaría a los 55 minutos de encierro? Apuesto a que no llegaría a los cinco. Eso sí sería dejar que la libertad de elección triunfara.

Como no hay mal que por bien no venga, El triunfo de la libertad ha servido para algo. Ha producido uno de los textos humorísticos más hilarantes de los últimos tiempos: el comentario a la pieza en la página de La Ribot. Les aconsejo que lo lean, arranca con el "fruto de una experimentación intensiva y un cuestionamiento riguroso". No se lo van a creer hasta que lo vean con sus ojos, pero cita como coartada a Eco y su concepto de obra abierta, que a estas alturas viene a ser como invocar el Pentateuco o declararse demócrata. Algo tan trillado, sobado y manido que hasta los niños del jardín de infancia deben de usarlo como justificación cuando a la seño no le gusta un dibujo. Sonrojante. Termina el comentario asegurando que la pieza lleva al público a "explorar y poner a prueba la libertad de su imaginación". Como en tantas tomaduras de pelo, el creador pretende invertir la carga de la prueba y endilgarnos el mochuelo de la responsabilidad si la propuesta nos parece un pestiño. Traducción: cuidadín, porque si no le gusta la culpa no será nuestra, es que es usted un viejo peluca y que su imaginación no es libre. Es usted un tipo casposo y polvoriento, capaz sólo de entender las formas caducas del teatro.

Pues no. Gracias por el buen rato que provoca la lectura del texto, pero el truco no cuela. El triunfo de la libertad aburre a las butacas, y eso es lo único que no puede ocurrir en un teatro. ¿Provoca reflexiones? ¿Incita a pensar? La respuesta a esas preguntas es irrelevante. A la reflexión se incita con un ensayo. El teatro ha divertido desde Esquilo hasta Rodrigo García (por citar un ejemplo reciente en el blog) y también ha propiciado la reflexión. Pasen por la sala pequeña del mismo teatro a ver Hard candy y díganme si no es compatible la diversión con la más inquietante y arriesgada de las reflexiones. Todo el resto no son más que palabras, palabras, palabras. 
P.J.L. Domínguez

Me he puesto a buscar críticas por ahí y, miren ustedes por dónde, la más demoledora es una que se pretende positiva y que termina definiendo la pieza como "una pequeña curiosidad". Si la apreciación positiva es ésa, saquen cuentas. En esta otra, me encuentro un párrafo final que no me resisto a traducirles, porque me parece antológico: "Lo extraño de estos desarrollos, el carácter inédito de su modo de activación, hacen de El triunfo de la libertad un excitante momento de despertar del espíritu estrictamente contrario a la menor noción de aburrimiento. El cual parece, sin embargo, afectar severamente a una cantidad no despreciable de espectadores que prefieren irse, decepcionados en sus expectativas, o protestar alto y fuerte". Es "estrictamente contrario a la menor noción de aburrimiento" (vaya perla), pero el público toma las de Villadiego. Maravilloso.
          

sábado, 27 de junio de 2015

SI LA COSA FUNCIONA

Sala: Teatro Alcázar Autor: Woody Allen (no consta el autor de la versión en el programa de mano) Director: Alberto Castrillo-Ferrer Intérpretes: José Luis Gil, Ana Ruiz, Rocio Calvo, Ricardo Joven y Beatriz Santana Duración: 2.10'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Gil, Santana, Ruiz, Joven y Calvo.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


Alberto Castrillo-Ferrer cosechó hace un par de años un gran éxito con Felgood, un drama político suavizado con fogonazos de humor. Si la cosa funciona es prácticamente lo contrario: la conocida visión del mundo neurótico-fatalista de Woody Allen yace muy al fondo de las frases ingeniosas a ritmo de ametralladora. Ahí reside el éxito de este humor: en el contraste entre fondo y forma, entre el negro pesimismo del protagonista y la comedia disparatada.


    Estupenda elección de actores. El carácter de Boris está tan emparentado con el del célebre señor Cuesta, que a uno le parece que lleva años viéndolo con la cara de José Luis Gil. Melody tiene que ser una chica encantadora, registro que Ana Ruiz borda. La versión estira quizá en exceso la primera parte del relato, centrada en la peculiar historia de amor, y retrasa la irrupción del recurso narrativo que pone patas arriba la pieza y le otorga toda su capacidad hilarante: los padres de ella van a descubrir en la gran ciudad posibilidades que ni ellos ni el espectador sospechaban. Esta pareja secundaria está encarnada por Ricardo Joven y Rocío Calvo, dos tipos que se cuentan entre mis debilidades confesas y que pisan siempre fuerte. Su viaje mental desde la América profunda a la liberación de impulsos igual de profundamente enterrados es lo mejor de la función. Bien también el doblete de Beatriz Santana.

P.J.L. Domínguez
          

VANITY FAIR DE JUNIO

Aquí les dejo la página de agenda con la que colaboro en 



Corresponde al número de JUNIO. Si la quieren ver (y, de paso, juzgar a toro pasado si acierto en el interés de las previsiones) den al botón derecho y elijan "abrir en una pestaña nueva": así, las dimensiones serán aptas para el ojo humano. En los móviles no sé yo...

        


ATCHÚUSSS!!!

Sala: Teatro La Latina Autor: Antón Chéjov (versión de C. Alfaro y E. Benavent) Director: Carles Alfaro Intérpretes: Enric Benavent, Ernesto Alterio, Adriana Ozores, Malena Alterio y Fernando Tejero Duración: 2.10'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Ernesto Alterio, Fernando Tejero y Adriana Ozores. Hacía tiempo que
no me reía tanto.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


Cinco piezas humorísticas hilvanadas mediante cortas escenas que protagonizan Benavent y Ernesto Alterio (éste, en un registro histriónico que casi siempre estorba, pero que le ha quedado de perlas). Piezas en las que Chéjov demuestra conocernos tanto como en sus grandes dramas. Nadie dejará de verse en este tan humano costumbrismo, hecho de manías, ansias y anhelos. Nos reímos de nosotros mismos.


    Alfaro, que es mucho Alfaro –hay que recordar que viene del bombazo de Éramos tres hermanas de Sanchis- ha hecho lo que se podía esperar cuando se anunció la función: un virtuoso ejercicio de dirección de cinco actores que hacen piruetas y saltos mortales interpretativos para brincar de uno a otro papel. La seducción a distancia de la esposa del amigo, la timidez crónica de la institutriz, la petición de mano reventada por conflictos sobre lindes y perros… estupendos pretextos para la exhibición de sabiduría teatral. Me gustaron todos, y me gustaron mucho. Pero creo que no olvidaré las caras –y el cuerpo todo- de Adriana Ozores oyendo los exabruptos del gañán que asalta su casa ni el zapatiesto que ella misma y una Malena Alterio trasmutada en lerda vociferante montan al director de banco.

P.J.L. Domínguez
          

DAISY / ARROJAD MIS CENIZAS SOBRE MICKEY

Salas: Teatros del Canal / Teatro Valle-Inclán Autor y director: Rodrigo García Intérpretes: Gonzalo Cunill y Juan Loriente (en ambas piezas) y Núria Lloransi (en Arrojad mis cenizasDuración: 1.45' / 1.15'
(las funciones ya no están en cartel)


Intento siempre ponerles fotos que den idea de la escenografía en su globalidad, pero esta vez no las encuentro. Esto es Daisy. La imagen no proviene de las funciones en el Canal, pero el aspecto era idéntico.


Desde que empecé a pensar en esta crítica (y hace dos semanas de eso, llevo un retraso enorme) tuve claro el arranque: He envejecido yo, ha envejecido Rodrigo García o hemos envejecido los dos. Pero algo había en el patio trasero de mi cerebro que no me dejaba proceder. Habrán deducido que, tras esa frase inicial, el comentario iba a discurrir por los derroteros de la melancolía y del esto-ya-no-es-lo-que-era. Con una duda, no retórica, sino bien sincera: la pérdida de impacto de García sobre mi sensibilidad, ¿se debe a los objetos percibidos o a mi forma de percibirlos? ¿El problema eres tú o soy yo?

De pronto, el ruido neuronal adquirió perfiles nítidos y parió un recuerdo claro: estaba yo sacando conclusiones como si las dos piezas, programada una en el Canal y la otra en el ciclo El lugar sin límites, fueran recientes, pero Arrojad mis cenizas sobre Mickey es bastante anterior. De 2006, titulada entonces Esparcid (o arrojad, parece que la cosa oscilaba) mis cenizas sobre Eurodisney. Por eso está tan pegada al mundo de los conceptos y de los recursos formales/narrativos de los clásicos Ikea (excelente resumen en el enlace) y Ronald: crítica feroz de los comportamientos sociales (con especial hincapié sobre el consumismo, aunque volveremos sobre ello); uso y abuso de los alimentos; procesos de embadurnamiento exhaustivo de cuerpos desnudos con distintas sustancias, algunas alimenticias y otras no; monólogos acompañados de acciones que revelan en segunda instancia que son glosas del texto; etcétera. 


Es Arrojad mis cenizas sobre Mickey. Es miel.

Por tanto, la posibilidad Rodrigo García ha envejecido sería aplicable a Daisy, pero no a Mickey. Con Mickey montada hace casi diez años (y teniendo en cuenta que hablo de mis impresiones, habrá quien haya salido encantado) se abren dos hipótesis. Una: que sean las obras de García, y no su capacidad creativa, las que han envejecido mal. Dos: que Mickey sea una pieza menor, al lado de las dos mencionadas. Uno nunca puede fiarse en exceso de su memoria (yo, desde luego, no), pero por suerte tengo un registro escrito justo después de ver La historia de Ronald en 2003. Se lo copio:
Estamos sin duda ante una labor de creación teatral que será juzgada fundamental en la dramaturgia española de nuestra época. Después de Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba Rodrigo García se consolida como un destacadísimo autor y director, maestro en la construcción de textos plenos de contenido y en el manejo del tempo teatral. Con los elementos habituales en su obra -derroche de comida en el escenario, estética agresiva, textos que se desarrollan desde una aparente inocencia inicial hasta revelar su potencial crítico- ha construido un espectáculo de dos horas que se aguanta sin pestañear. La interpretación es simplemente perfecta. 
No cabe duda de que la intensidad de mi recuerdo se corresponde con la intensidad con la que me maravilló aquello. Supongo que esto que voy a decir le parecería al autor una memez digna de quien organiza la exposición de productos en el Media Market, pero sería estupendo que los dos clásicos (Ikea y Ronald) se remontaran y se reprogramaran. ¿Por qué no? ¿Es que no va a haber repertorio en el XXI? Esperaré a esa ocasión para afirmar con rotundidad que no han envejecido, pero entretanto les diré que creo que no habrán perdido nada de su potencia explosiva. Una potencia explosiva que no encontré en Mickey. ¿Por qué?

Desde luego -busquen más abajo la mención a Monedero- no por cuestiones relacionadas con su crítica más o menos certera de nuestra sociedad, que (junto con la historia de los animales) es lo que más eco mediático suscita. El teatro no es explosivo por esas cosas. Lo es también por ellas, pero uno puede escribir la crítica más certera y que luego el resultado sobre el escenario (esto es, el resultado teatral) sea un desastre. El teatro es un arte del tiempo, y lo fundamental en Mickey es que no se da ese mágico fluir, punteado por chispazos de subidón (recuerden la explosión del pollo, el hijoputa dirigido a Lorca o Gandhi, la irrupción de la banda de música popular) que caracteriza sus mejores obras/montajes. Digo obras/montajes, porque la calidad del texto y de la puesta en escena era pareja. ¿Quiero decir con esto que Mickey es mal teatro? No. Se aguantan perfectamente los setenta y cinco minutos. Pero García ha hecho cosas mejores en el mismo estilo. Mi conclusión -provisional y me parece que cogida con alfileres- es que se trata de una obra menor.

Nota sobre la crítica al consumismo. Encontrarán con dificultad comentarios sobre la obra de García que no hagan hincapié en este punto. Creo que se sobredimensiona su relevencia y que se menciona a menudo perdiendo de vista que el consumismo es sólo uno de los aspectos (quizá el más vistoso, de ahí el espejismo) de una crítica feroz, despiadada y generalizada a la época, a la estructura social, y -lo que es más- a la condición humana tout court (toma locución en francés, recuérdenme que me corte un poco). No hay más remedio que hablar de nihilismo (como Pérez Rasilla) ante muchas de las cosas que este tipo escribe: no por ninguna parte una sola puerta entreabierta que pudiera sugerir una salida -personal o colectiva- mínimamente airosa. Ya que estamos, preguntémonos:  al nihilismo, ¿se le puede pedir rentabilidad político-social? La pregunta se me ocurre tras ver un comentario de 25 minutos (!) de Monedero (sí, Monedero) sobre Mickey que hay colgado por ahí, en el que tanto él como su entrevistador buscan los famosos tres pies del gato sin que haya la menor posibilidad de que den con ellos, claro está. Pedir a García una crítica constructiva o aprovechable (uso la caricatura por resumir los veinticinco minutos) desde un punto de vista militante es como pretender comprar una broca del quince en la pescadería. Por más vueltas que le demos al enfoque con que el pescadero ha montado a su negocio, ni va a aparecer la broca ni vamos a poder echarle la culpa.

* * *

¿Y Daisy? Daisy es otra cosa. En un espectro imaginario que se extendiera desde el puro texto (un recital poético) a la pura representación (el gesto sin palabra), está mucho más cerca que Mickey del primero. O sea, que ocurren muchas menos cosas y el peso del texto es mayor. Me gustaría conocer la opinión de Marcos Ordóñez, que hace poco aseguraba que García cada vez escribe mejor.


Seguramente, uno de mis defectos más evidentes como crítico (tengo más, echen un vistazo a los que enumera la amable comentadora de mi crítica del Don Juan de la Portillo) es que suelo ser de opinión demasiado tajante. Esta vez no va a ser así. Repetiré primero que todo lo que este hombre produce es de gran altura, pero mi primera impresión fue la de haberle oído o leído textos mejores. Con la capacidad de arrastre de Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta, una narración lineal que hizo "dar saltos" a Ordóñez (no se me ocurre mejor imagen para describir mi propio entusiasmo) y que si no ha leído debería leer ahora mismo en este enlace. Con la sorprendente coherencia que otras de sus piezas en forma de suite -sucesiones de textos sin conexión aparente- alcanzan. Con momentos estelares de revelación (estoy pensando en el final de Muerte y reencarnación en un cowboy). Aparecen aquí y allá las flechas envenenadas, observaciones de mortal acidez, especialmente especiadas (toma aliteración) cuando pintan la fosilización de las relaciones de pareja. Pero me pareció significativo que el momento de mayor lirismo, el que más emoción parece despertar en el público (o, al menos, despertó en mí) recurra a un esquema convencional que recuerda a Prévert: Cunill suelta un largo monólogo que repite la fórmula "tal cosa es para tal otra", usando la obviedad, la inversión lógica y el encadenamiento puramente poético de objetos o conceptos. El resultado, obtenido por acumulación, es desde luego impactante (Cunill es la bomba, dicho sea de paso).


Foto de Christian Berthelot

Ésa fue mi primera impresión. Ahora que ya ha pasado casi un mes, y tras ese proceso que va buscando a lo que hemos visto una ubicación definitiva en el almacén cerebral, no estoy tan seguro. Tanto el texto como la puesta en escena han ganado en mi recuerdo. Tengo ahora la sensación de que Daisy avanza en el proceso de depuración del primer estilo de García, que es un paso más después de Gólgota picnic, con Beethoven integrado en vez de Haydn como epílogo. Quizá soy yo el que va teniendo los sentidos embotados (demasiado consumo exige aumentar la dosis), o es que la ordinariez de mis gustos me inclina al estruendo y la exageración, más que a un artefacto de aspecto más sosegado, como es Daisy. Quizá. Desde ese punto de vista -el de un proceso de refinamiento del estilo en el que texto aumenta su peso relativo mientras desciende el dramatismo, o el estruendo, de lo gestual- lo que más desentonaría, lo menos justificado, sería la escena final, en la que Cunill dirige los gases de escape de una moto hasta la butaca pop en la que ha encerrado a Loriente: ¿se ahogará? Es un eco del conejo en el microondas, el gatazo a centímetros de los pollitos, el fuego que baja por los cables y se acerca a los actores. Desde luego, puedo decirles que la capacidad primordial de García, la de construir objetos que se tienen milagrosamente en pie a pesar de su aparente dispersión, se mantiene intacta. El espectáculo dura una hora y cuarenta y cinco minutos sin que la corriente dramatúrgica pierda fuerza ni cuando debe pasar a través del cuarteto de Beethoven o del vídeo de los fantasmas perdidos en horrendas urbanizaciones. Esta última, una imagen que se agarra como una lapa a la memoria.
P.J.L. Domínguez
          

viernes, 12 de junio de 2015

EL AÑO DEL PENSAMIENTO MÁGICO

Sala: Teatro Español Autora: Joan Didion (versión de J. Pastor) Director: Juan Pastor Intérprete: Jeannine Mestre Duración: 1.15'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Foto de Alicia González.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Desdicha fuerte, la llamó el clásico, y la potencia de la rima lo llevó a quedarse corto. Hay que tener un cierto valor para montar una función cuyo centro de gravitación –presente desde el primer al último segundo- es la muerte, la gran enemiga. ¿A quién le gusta que se la recuerden? Pero me apresuro a añadir, como creo que hará cualquiera que se la cuente a un amigo, que su elegante escritura permite verla con sosiego.

    Didion escribió un libro titulado El año del pensamiento mágico tras la muerte de su marido, y con sus reacciones a la misma como tema central. Su hija murió poco después, y esa nueva experiencia se añadió a la versión escénica. En fin, una juerga, si se me permite frivolizar.


    Elegancia es, como decíamos, la palabra clave de la pieza, pero también del montaje. Juan Pastor dirige así habitualmente: pausado, con estilo, poniendo más detalle que grandes gestos. Y Jeannine Mestre parece nacida con esa indefinible gracia que llamamos distinción. “Espléndida”, la calificó mi colega Verdú en el Delirio a dúo de Salva Bolta y, en el papel de Birdie, se llevó de calle La loba que dirigió Gerardo Vera. Vestida con gran acierto por Teresa Valentín, ha encontrado un personaje de gran dama hecho a su medida.

P.J.L. Domínguez
          

EL DISCURSO DEL REY

Sala: Teatro Español Autor: David Seidler (versión de Emilio Hernández) Directora: Magüi Mira Intérpretes: Adrián Lastra, Roberto Álvarez, Ana Villa, Gabriel Garbisu, Lola Marceli, Ángel Savín Duración: 2.00'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Lastra, Álvarez, Savín y Villa.

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


Las monarquías, aun ajadas, fascinan. El contraste entre la supuesta majestad y la inevitable condición humana de sus protagonistas da mucho juego. Una de las virtudes de El discurso del rey está en las dosis en que se mezclan la pequeña historia del rey y la gran historia de su país. Quizá no la principal: fueran miembros de la realeza o pescateros, los retratos están conseguidos.

    Magüi Mira ha exprimido hasta la última gota las posibilidades de la pieza. Con muy poco. Ella misma firma una escenografía casi inexistente, pero más que suficiente. Las discretas proyecciones, media docena de sillas que se mueven de acá para allá y –sobre todo- las irrupciones coreográficas (bailadas, mimadas, habladas) construyen un espectáculo en el que las dos horas pasan livianas. Sin olvidar la aportación del espacio sonoro de Marco Rasa que (a pesar de un Schubert que pinta poco), llega siempre cuando y donde debe.


    Fui convencido de que Roberto Álvarez, que puede con todo, se iba a comer al protagonista. Y de eso nada. ¿Dónde estaba Adrián Lastra hasta ahora? En la tele, el cine y los musicales. Soltura, madurez y aplomo para soportar el peso de la función. Villa, una encantadora reina madre jovencita. Savín compone un Churchill casi de caricatura que, sin embargo, se integra bien en el conjunto. Todos cumplen.
Y lo que no cabía allí:

1.- Las monarquias, aun ajadas, fascinan. El mismo día en el que se publica la crítica, todos los periódicos llevan en portada que la infanta ya no es duquesa. Fíjense si seguimos fascinados, que la noticia más importante del día roza lo esotérico. Un ducado es, como Mickey Mouse, un ente de ficción. ¿Qué quiere decir ser -o no ser- duquesa? Nada. Quería decir mucho cuando una recibía rentas, gabelas, pontazgos, portazgos y otras propinas de docenas de aldeas, villas, concejos, anteiglesias y universidades, y se sentaba en el Consejo de Castilla y en las Cortes. Aparte de otras (muchas) zarandajas, basadas todas en el inmundo principio jurídico de las diferencias por nacimiento. Ahora, para lo único que le servía el título era para ostentarlo, como una medalla o una pamela. Fíjense en lo que dice el Real Decreto: "...he resuelto revocar la atribución a Su Alteza Real la Infanta Doña Cristina de la facultad de usar el título de..." Le quitan la facultad de usar el título, porque no pueden quitarle nada más. Y todos hablando de esto que parece arte conceptual. ¿Por qué? ¿Porque el rey es más rey que hermano, y tal y cual, y blablabla? No. Porque nos fascinan esos entes de ficción llamados ducados, como nos fascinan las monarquías. Si el rey le hubiera quitado cualquier otra cosa que no tuviera entidad (yo qué sé, por ejemplo, el derecho a soñar con elefantes azules) no saldría más que en la Revista de la Asociación Española de Psiquiatría y en su publicación hermana, el Hola. En pocas palabras: esto son juegos florales, toreo de salón, la tos de una cabra a medianoche. Lo único con alguna entidad que está por dirimir en este asunto son los derechos sucesorios, pero de eso, ni pío. ¿Ven cómo nos fascinan, que hablamos de ellos hasta cuando sus actos se producen en la esfera de lo puramente poético?

2.- Quiere esto decir que si sus protagonistas son reyes, tiene usted gran parte del camino recorrido. Que se lo pregunten a Shakespeare (o a Fernando Sansegundo). Esto es ampliable a cualquier clase de fama. No es lo mismo atraer al público con una desconocida llamada Shirley Valentine que con Sigmund Freud. Parte uno ya con una cierta dosis de glamour que viene de fábrica con el personaje. Claro que, luego, está en manos del autor sacarle provecho o malgastarlo. Aquí el asunto está aprovechado: se pongan como se pongan, nos angustia más un rey tartamudo -enfrentado a millones de personas que oyen sus discursos por la radio- que un pescadero con problemas para explicar a sus parroquianos lo fresca que tiene la merluza. España y los humanos somos así, señora. Si, además, vemos confirmado en escena que Churchill era un sinvergüenza simpático, Wallis Simpson una lagarta, el Duque de Windsor un indeseable y la Reina (pre)Madre un adorable dechado de sentido común, miel sobre hojuelas. Pero insisto: esto se puede hacer bien o mal, ahí tienen el engendro de Freud hecho con los pies. Aquí está estupendo. Por muy republicanos que sean ustedes, que los tengo calados.

3.- Ítem más, la ambientación histórica. Otra vez, como Shakespeare. Ya saben: sale Antonio, "...y César era un hombre honrado...", y entonces ruge la muchedumbre en off. La historia irrumpe en el escenario, otorgando a lo que sucede una especie de espesor trascendente. Exactamente como aquí, cuando vemos que el futuro del rey y de la monarquía están íntimamente ligados a su peripecia íntima. Eso es, precisamente, hacerlo bien: poner de relieve que la irrupción exterior no es una simple ambientación casi musical, sino que tiene que ver de manera relevante con el nudo de lo narrado. Como dice Jorge V en la función: antes de la radio, para ser un buen rey bastaba con saber lucir el uniforme y no caerse del caballo. Pero, tras el invento, los reyes que no gobiernan tienen, como única prerrogativa pero también como obligación, la de la palabra. A Jorge VI le toca usarla para elevar los ánimos de una población sobre la que se cierne la más negra de las guerras. ¿Cómo no considerar el vendaval de la historia un elemento crucial en el drama interior, no ya del rey, sino del tartamudo Bertie Windsor, escondido bajo la corona? Es un poco fastidioso esto de usarla todo el tiempo de contraejemplo, pero es que viene muy a mano: en La sesión final de Freud no parece que la procesión que va por dentro de cada uno de los dos personajes esté muy relacionada con la que se está montando fuera. (Por cierto: se está montando exactamente la misma. ¿Cuál era la probabilidad de que el discurso de Jorge VI apareciera a la vez en dos escenarios de Madrid? Siempre me pregunto estas cosas...) La historia como ambientación frente a la historia como activo dramatúrgico.

4.- Mal rollo los contraejemplos, pero hay que ver qué diferencia de rendimiento estas sillas y las de Hedda Gabler. Las dos piezas tienen un remoto parecido escenográfico, en eso y en la verticalidad. En la foto de arriba alcanzan a ver una de las tres idénticas proyecciones, que figuran una especie de tapizado de las paredes. No ha hecho falta más. Ven también que los objetos (copas, teléfono, diadema) se han dispuesto a lo largo de la corbata. Hay quien se queja de que esto obliga a los actores a extrañas piruetas, pero me pareció que pasan desapercibidas. No cité en papel a la coreógrafa, Fuensanta Morales, que junto con Marco Rasa es quien más ha ayudado a Mira a hacer del montaje lo que es, al menos si "coreografía" se refiere en el programa de mano no sólo a los bailes, sino a todos los movimientos coordinados de actores, que son muchos. Hay un pequeño problema de iluminación, creo fácil de resolver: la función comienza con un desnudo integral de espaldas. Se produce un efecto rarísimo, por el que los cuartos inferiores del actor se ven amarillentos y parecen de cera o de plástico.

5.- Decididamente, el Schubert elegido está excesivamente trillado como para que ayude aquí en nada. Mi abuela lo cantaba con una letra en castellano que Dios sabe de dónde salía: "De las estrellas que hay en el cielo, la más hermosa eres tú...". Con Schubert -y especialmente con el Schubert más explotado- pasa como con la porcelana de Sajonia. Todo depende de dónde decida uno ponerse para echar el vistazo. Entiendo por igual la veneración y el horror. Era muy sencillo encontrar algo igualmente emotivo pero que encajara mejor. Hace mucho mejor papel The way you look tonight y es un verdadero hallazgo algo que no identifiqué (soy obediente, apago el móvil y me quedo sin Shazam): una especie de Nina Hagen tarareando sobre un fondo que parece una de esas introducciones lentas a los allegros de Vivaldi. Cómo me gustaría saber qué es. Al margen de todo esto, el espacio sonoro de la función es un ejemplo muy notable de cómo la música, y el sonido en general, pueden contribuir al resultado final del montaje.

6.- Me preguntaba en la crítica en papel dónde se había metido Lastra hasta ahora. Verán, esto del teatro me exige una dedicación que se come prácticamente todo mi tiempo de ocio, así que estoy alejadísimo del cine, y no sigo mucha televisión autóctona. En resumen: una agradabilísima sorpresa, él es el auténtico pilar de la función. Era complicadísimo, entre otras cosas, dosificar la cantidad justa de tartamudeo para dejar claro el problema sin adormecer a las butacas. Entre actor y directora, han dado con la dosis. Muy bien resueltas las escenas con Álvarez, las que tiene con Villa, y las de los tres, que son lo mejorcito de la función. 
P.J.L. Domínguez
          

POR UN INFIERNO CON FRONTERAS

Sala: Teatro Lara Autora y directora: Denise Despeyroux Intérpretes: Carmela Lloret y Sara Torres Duración: 0.55'
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Carmela Lloret y Sara Torres. La foto corresponde al montaje en
La Casa de la Portera.
Despeyroux no defrauda. Vaya capacidad de armar diálogos verosímiles, por inverosímil que sea la situación. Si quieren etiqueta (ya saben que a los críticos, mentes estériles, parásitos de la creación, etcétera, nos pirran), es una forma más de realismo mágico. Claro que las etiquetas tienen sus limitaciones, y en ésta caben Rulfo e Isabel Allende, tócate las narices. Perdonen que me ponga coloquial: he encontrado a esta colega mexicana y me ha puesto en crisis la formalidad estilística (no intenten traducirla con Google, no hay opción mexicano/castellano).

Estábamos con Rulfo y la Allende, que son como Dios y un... aquí antes se decía "y un gitano", pero vamos a corregirlo políticamente: como Dios y un servidor. Y, ahora que caigo, esa extraña pareja me sirve para una analogía. Porque si la Allende es realismo mágico yéndose por el camino de lo comercial en el peor sentido del término, Por un infierno sin fronteras es el realismo mágico de la Despeyroux acercándose a lo comercial en el mejor sentido del término. Alguien estará pensando, ella misma si me lee, que me he debido de volver loco. Pues no. Imaginen esto con dos actrices televisivas. Televisivas a lo bestia, quiero decir. Imaginen por un momento que alguien asesora bien a Miriam Díaz Aroca y a Belinda Washington (sé que es difícil de imaginar, pero inténtenlo) y que Despeyroux, tras ingerir una croqueta en mal estado que le provoca un viaje psicotrópico, las dirige en el Maravillas o el Marquina. ¿Entienden hacia dónde voy? En la escala comercial / no comercial, en la escala de lo masticable si prefieren la expresión, este Infierno está bastante más cerca de El crédito de lo que estaban La realidad Carne viva, sin que esto quiera decir nada sobre la calidad intrínseca de cada una. Quizá sólo quiere decir que Despeyroux podría, si quisiera, ser Galcerán. O que, con un productor avispado, Por un infierno sin fronteras podría rendir en on y no sólo en off. 

Por seguir amontonando consideraciones sobre el carácter de la pieza, también habría que señalar que lo humorístico tiene un peso considerable. O eso me pareció a mí, ya se sabe que el humor es una cosa muy personal (vamos, que el de las carcajadas era yo). Éste es un humor en equilibrio entre el absurdo y el roce con un costumbrismo que no se va por las tangentes (arnicheanas, almodovarianas); o sea, encajado perfectamente en un estilo que lo sobrevuela y lo asimila. Vayan sumando: realismo, magia, humor, costumbrismo. Ahí está la virtud, en que a esta mujer todo le queda coherente.

Y otra virtud más, antes de irme a la cama: la profunda humanidad de los personajes que, oscilantes entre la desesperación y la agresión, nos hacen reír. No porque nos riamos de sus desgracias, sino por lo mucho que se nos parecen. Ahora que lo pienso, en esto del costumbrismo contenido y la humanidad, tienen un aire a los personajes del Chejov cómico que Alfaro tiene en La Latina (ya les contaré; en cuanto pueda). Las dos se nos hacen decididamente simpáticas. De manera menos descacharrada que los personajes de Carne viva y menos dramática que las de La realidad, pero con la misma simpatía.

Vi a las dos intérpretes en Carne viva. Me gustó Carmela Lloret, pero me fijé menos en Sara Torres, vaya usted a saber por qué. Están las dos muy, pero que muy bien, pero Torres ha encontrado un papel que le sienta como un guante hasta tal punto que, de no haberla visto antes, estaría pensando que actúa as herself. Siempre les digo que cuando una interpretación recuerda a una persona real el fenómeno se constituye en la prueba del algodón. ¿Qué hace un actor? Simular una personalidad inexistente. Las existentes son todas coherentes (vaya perogrullada) siguiendo el principio de lógica berroqueña de que la realidad es coherente por definición (si no, se abrirían grietas lógicas en la sopa de energía y materia, y el cosmos se tragaría a sí mismo). Si la simulación se parece a la realidad, es que la coherencia -madre de la verosimilitud- se ha logrado. Pues bien, esta terapeuta se parece bastante a alguien que conozco. Gol de Torres. Lloret no es manca, está estupenda con su camisoncito ridículo y sus mañas de pasiva superagresiva. Despeyroux le ha escrito algunas líneas gloriosas, sobre todo cuando define su aversión por el lenguaje figurado en sus diversas formas. (Curioso eco de un texto sin estrenar por estos pagos que incluye, literalmente, lo siguiente: "Tenemos demasiada simbología en esta casa"). Por ahí es por donde me sacó más carcajadas, quizá porque comparto en cierta medida la manía: no soporto que los demás usen figuras trilladas. Los demás, he dicho, a mí me encanta usarlas. Qué les voy a decir que no me hayan soportado.

No les he contado nada de lo que ocurre en escena, porque la función se sostiene, entre otras cosas, en pequeñas sorpresas sucesivas que no quiero les arruinar. Por si no ha quedado claro en medio de tanta verborrea, la piececita es deliciosa.  Además, este horario del vermú de los domingos en el Lara es un hallazgo -un redescubrimiento, mejor dicho- para funciones breves. Es perfecto para sorprender a esos amigos poco asiduos al teatro (sí, créanme, hay gente que no va). Dentro de nada, les hablaré de El discurso del rey y de Atchúusss!
P.J.L. Domínguez
          

domingo, 7 de junio de 2015

MEDEA

Sala: Teatro de la Abadía Autor: Séneca (versión libre de A. Lima con añadidos de otros autores) Director: Andrés Lima Intérpretes: Aitana Sánchez-Gijón, Andrés Lima, Laura Galán y Joana Gomila Duración: 1.15'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Gomila, Lima, Galán y Sánchez-Gijón en primer término.
Ésta fue mi círítica en la Guía del Ocio:

La calificación que la acompaña suele dar más quebraderos de cabeza que la propia crítica. En ésta hay margen de maniobra: puede uno escribir “pero”, “quizá” o “aunque”. Las estrellitas, sin embargo, son lapidarias: tienen que concentrar el juicio y hacerlo comprensible de un vistazo. Suelen responder a la sensación de conjunto que un objeto tan heterogéneo como una función de teatro deja en la memoria. Hoy no es ése el caso. Las tres estrellas que acompañan a este texto son la media entre cinco y una. Cinco, cuando –librada a sí misma- actúa Aitana Sánchez-Gijón. Una, si es Lima el que focaliza la atención.


    Que Lima puede ser un gran director lo testimonian esos parlamentos de Aitana cubierta de barro o peleando con los muñecos que figuran ser sus hijos. Para mi pasmo, me pareció vislumbrar la primera Liddell, aquélla de El matrimonio Palavrakis o, en cualquier caso, la visión certera de un director capaz de lidiar con las imágenes y las actitudes del exceso. Pero todo se viene abajo cuando es él quien asume tres papeles, supongo que un intento de des-teatralización, porque, si no es así, simplemente la interpretación se queda muy corta. No funciona. No obstante, la habilidad con la que se han hilvanado textos de muy diverso origen y la espectacular entrega de Aitana justifican sobradamente el espectáculo.

Y lo que no cabía allí:

Intento de des-teatralización. O sea, las intervenciones de Lima como irrupciones de lo real en la función, un recordatorio de que aquello es un montaje de teatro y de que Medea es una actriz y no Medea. Distanciamiento brechtiano y todo eso. Especialmente evidente cuando, como si fuera un intento de reventar el escalofriante monólogo de Aitana Sánchez-Gijón, Lima se coloca detrás de ella, desliza su brazo entre el brazo y el torso de la actriz, y le plantifica el micrófono en la boca. He estado pensando. Pensar es siempre peligroso. Un acto aislado de este tipo (un señor con un traje negro destrozando el clímax trágico-espeluznante) podría ser atribuido a esa intención. Pero sumen a la cantante-contrabajista. Ha recibido elogios, y no seré yo quien se los niegue, pero me parece que, dramatúrgicamente,  es equivalente a la omnipresencia de Lima: revienta. La repetición de "maldito el deseo, maldito el conocimiento"... en fin, roza lo pedante, lo cargadísimo de significado. Quizá sea una deformación debida a mi pasado musical, pero me cuesta soportar contenidos literarios pretenciosos en envoltorios musicales banales, ese desequilibrio me desazona. Insisto: esto no es una crítica a Gomila, sino a qué -y para qué- le hacen cantar.

Pero sigamos. Recordemos ahora Desde Berlín, del mismo Lima, de la que les dije lo siguiente:
Desde Berlín es un constante "mira esto que hace ahora", un sin vivir de amontonamiento de recursos, un dale que te pego de "antes muerto que dejarles actuar tranquilos". El amontonamiento pasa por ponerla a ella a cantar y tocar el piano fuera de escena, proyectando su silueta sobre los bastidores que acotan el lugar de representación; por mandarlos a dar vueltas por ahí detrás de los bastidores; por agotar los efectos de iluminación; por tenerlos yo no sé cuánto tiempo en bolas simulando un coito que ya me dirá usted lo que aporta... En pocas palabras: Lima tiene dos excelentes actores en escena, pero se esfuerza constantemente por ensuciar su trabajo interpretativo.
Vaya, cómo se parece esto a lo del micrófono deslizado bajo la axila. No, no son intentos de distanciamiento, es un rasgo de estilo del director. No les ocultaré que recibe elogios entusiastas (de Ordóñez, a quien pueden leer aquí o, más ponderados, de García Garzón). Pero yo, en mi modestia, creo que Lima sólo demuestra que puede ser grande cuando se olvida de estas cosas: como en De Madrid a París, en Ay, Carmela o, aquí, cuando sale de escena y deja que Aitana haga su trabajo.
P.J.L. Domínguez