martes, 12 de febrero de 2013

MÁLAGA

Sala: Teatro del Arte Autor: Lukas Bärfuss (traducción de L. García-Araus y P. Sánchez de Muniáin) Directora: Aitana Galán Intérpretes: Críspulo Cabezas, Roberto Enríquez y Ana Wagener Duración: 1.15'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)




Primera visita al Teatro del Arte. Si algún lector no entiende lo que ha pasado con el Teatro de Cámara Chejov de Ángel Gutiérrez, que ocupaba antes este local, encontrará información en El País y en el blog de Máxima Estrella. Algo más se comenta en los mentideros de la Corte, pero no seré yo quien lo publique sin pruebas. Me limitaré a decir que los nuevos gestores de la sala han colocado unas butacas corridas muy cómodas y que, en algo que no sé si es un problema o un signo de los tiempos, la sala tiene Facebook y Twitter, pero no página web (que yo encuentre).

He leído en algún sitio que éste es el primer montaje de una obra de Bärfuss en España. Esto es siempre problemático de asegurar. El otro día me volví loco buscando el estreno en España de la Antígona de Anouilh, y resulta que la representó.en 1952.. ¡el cuadro de actores de La Unión y el Fénix! En fin, esto son manías de viejo crítico, pero si no lo cuento, reviento. En cualquier caso, Málaga es una obra inteligente y potente. Inteligente, porque confía a la perspicacia del espectador lo que los personajes llevan por dentro, sin perderse en explicaciones que casi siempre sobran. Y potente, porque toca una de los temas centrales de nuestro tiempo (de nuestro tiempo desde hace algunos siglos): la colisión entre nuestros deberes para con los demás y nuestra propia autonomía. O, dicho de forma más esencial, entre la generosidad y el egoísmo. Si no le interesan mis elucubraciones al respecto, sáltese los dos párrafos siguientes. 


Petrarca. Pasa por ser el inventor del
moderno concepto de individuo. Se
escuchaba mucho a sí mismo.
Me voy a permitir un excurso familiar. Los miles de veces que he oído en compañía de mi madre la famosa frase "mi vida es mía", y sus variaciones, en todo tipo de formatos televisivos, ella ha respondido al aparato "eso es lo que tú te crees", o algo parecido. Como les sucederá a ustedes si están en sus cabales, cuanto mayor me hago, más me apunto a las tesis básicas de mis progenitores. En este caso, mi adhesión es completa. Es como si todo el que tiene alguna relación con nosotros fuera propietario de una participación de nuestra vida. Ponga que su pareja tiene un 20%, sus hijos un 25%, sus padres un 15%, sus compañeros de trabajo un 4%... y así hasta el 0'1 que detenta el camarero que le sirve el cafe por las mañanas. Siento tener que recordárselo, pero tiene usted obligaciones con respecto a todas esas personas, en relación directa con la parte alícuota de las acciones que cada una posee. Esto es la base de la vida social y de todos los sistemas morales que el mundo ha alumbrado, pero en nuestra civilización el asunto entró en crisis, por lo menos desde la emergencia de la concepción moderna del individuo, cuando los paseos aquellos de Petrarca por las afueras de Aviñón y todo eso. Vivimos ahora tironeados de una parte por miles de años de solidaridad con la horda, la tribu, la familia, la patria, etc., y de otra por la exhuberante floración de los cantos a lo "mi vida es mía": 

Angélica Liddell con la cruz de
sus culpas. Éxtasis y tormento
(asumido) del petrarquismo.
Resultado: complejos de culpa y, su corolario, consumo siempre creciente de psicofármacos. (Y de terapia. Llevo años preguntándome cómo reacciona un psiquiatra ante un paciente que sufre como un perro porque, evidentemente, es un malnacido que se merece toda la culpa que arrastra. ¿Alguno dice alguna vez, "es usted un hijoputa y sólo se sentirá bien consigo mismo si atiende de una vez como es debido a su anciana madre y a sus hijos medio abandonados"? Ni idea). En esto del complejo de culpa yo pienso lo mismo que Angélica Liddell (que, por cierto, estrena este de fin de semana en el Canal): es lo que nos hace humanos. Si no se han fijado nunca, empiecen a prestar atención a la cantidad de variaciones más o menos sutiles sobre este tema que oímos cotidianamente: "tengo derecho a ser feliz", "tiene derecho a rehacer su vida", "piensa en ti mismo", "si dejas pasar esta oportunidad por menganita nunca te lo perdonarás y, lo que es peor, nunca se lo perdonarás a ella" (esta última, ay, la usé yo mismo, no pienso contar cómo). Desengáñese: las sociedades repiten sólo aquellos conceptos que encuentran resistencia. Si no, ¿para qué? En este caso, la resistencia de la conciencia y la culpa. Pero se lleva poco. ¿Han oído últimamente la frase "pero, ¿cómo vas a aceptar esa fantástica oferta de trabajo y dejar que tu madre viva sus últimos años a tres mil kilómetros de su hijo?" Decididamente, no se lleva.


Pippi. ¿No les da
escalofríos?
Ahí están los personajes de Málaga. Tienen alguien de quien cuidar, y potentísimas razones personales para mandar al carajo esa obligación durante un fin de semana. Sólo les queda un recurso: un vecino de diecinueve años al que pagar para que se haga cargo del marrón. ¿Quién puede saber si tras el modo de comportarse de un muchacho de esa edad hay una sensible alma de artista o un tipo medio zumbado? Eso se preguntan ellos, y el espectador, durante toda la función. Y, durante toda la función, su egoísmo y su sentido de la responsabilidad tiran en direcciones opuestas. Prácticamente les oímos pensar: ¿No será una imprudencia fiarse de este chaval? Bueno, tampoco es tan raro, y yo no puedo quedarme el fin de semana, tengo derecho a largarme. Ojo: no lo dicen, lo piensan. Me cuesta lo mío, pero no les voy a revelar cómo termina la cosa. Sólo les diré que, para colmo de inquietud (al menos de mi inquietud; ya me parecía inquietante y monstruosa cuando la veía a los once años), aparece por ahí... Pippi Calzaslargas. Sí, Pippi, incrustada en el bulbo raquídeo de mi generación como paradigma del desparrame. Esto de dejarnos instalada para siempre jamás la asociación de ideas entre Pippi y la cuestión de la responsabilidad respecto a los demás tiene lo suyo. Establecer  con éxito este tipo de conexión improbable es un logro que se alcanza pocas veces: mérito de Bärfuss. 

Aitana Galán se ha tirado al realismo, y ha hecho bien. Excepto en en las transiciones, atractivas, y en alguna escena extrema en la que las cosas se estilizan. Esto último no era fácil (hay alguna cosilla fuerte, que no quiero destripar), y no desentona con el tono realista del resto. Wagener (muy bien hace poco en La anarquista) y Roberto Enríquez (al que nunca he visto fallar una línea, ni siquiera en ese bodrio de Hispania), contenidos cuando deben y desatados cuando deben. Todo muy medido, muy... déjenme decir "muy ensayado", porque es la sensación; que está muy bien trabajado. Críspulo Cabezas pasa a ser una de mis debilidades. Lo he visto en montajes grandes, y no me saltó a la vista. Pero me pareció impresionante en Los persas de Francisco Suárez: tan imbuido del personaje que parecía más grande y más guapo de lo que realmente es. Mientras que aquí hace lo opuesto: es como si se contrajera, anímicamente hablando, hasta figurar un chico más joven que él mismo, con la típica arrogancia de la edad y las tìpicas inseguridades de la edad, incluido el tic de tocarse las gafas y el pelo, del que no abusa. Enfrentado a dos adultos más o menos razonables, su personaje representa lo imprevisible y es, por tanto, el motor de la acción. La escenografía de Raymond (esto es una escenografía, y no lo de Doña Perfecta) se ubica en un extraño, y acertado, lugar entre el realismo y la sugerencia. La iluminación de Perdiguero contribuye, sobre todo, a que las transiciones y estilizaciones mencionadas funcionen (ya resolvió con solvencia un formato parecido en Dani y Roberta). Una buena función
P.J.L. Domínguez
           

El viernes colgaré la crítica de Deseo. Pero, por si está pensando en sacarse entradas: hágalo.


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