miércoles, 5 de febrero de 2014

EL POLICÍA DE LAS RATAS

Sala: Teatro de la Abadía Autor: Roberto Bolaño (versión de A. Rigola) Director: Àlex Rigola Intérpretes: Andreu Benito y Joan Carreras. Duración: 55'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Ésta fue  fue mi crítica en la Guía del Ocio:

El protagonista de esta historia es sobrino de un personaje de Kafka, Josefina la cantora, una rata excepcionalmente dotada para la música. Esto no quiere decir que el relato sea kafkiano, ni mucho menos. Aunque su ambientación en una sociedad de roedores de alcantarilla le otorga rasgos inquietantes, no es eso lo más característico. Tampoco creo que lo fundamental sea la reivindicación del distinto, como mucha gente, incluido el director de escena, parece opinar.

 Yo veo más bien un tour de force puramente literario, una vuelta de tuerca a un género muy conocido –el del policía íntegro que no cede ante el cinismo del sistema- no exenta de extravagancia. Tampoco estaba exenta de extravagancia la monumental, por extensión y por calidad, 2666 que Rigola llevó a escena con estrepitoso éxito. Pasa ahora de lo más grande a lo más pequeño del mismo Bolaño.


   No se puede hacer más con menos. Dos actores: eso sí, dos actores como las copas de sendos pinos; una esencial, por reducida a la esencia y por fundamental para el montaje, escenografía de Glaenzel y Bonillo; casi invisibles, por discretos, vestuario e iluminación. Y el total suma una función antológica. Sugerencia: la rata de utilería merecería un indulto, como los ninots, y terminar sus días retirada en Almagro, en el Museo del Teatro.


Y lo que no cabía allí:
(si sólo le interesa la función, vaya directamente al II, donde la foto de Ratatouille)

I

Primero, una advertencia que quizá no esté de más. Mis dos formaciones de base son la música y la arquitectura. Las dos artes de la pura forma por excelencia. Aunque todos sepamos el alcance de un adjetivo como pura. Los Nocturnos de Chopin rezuman significados como un paquete de churros rezuma aceite. Y la pura forma de las apolíneas viviendas de Le Corbusier incluye bajantes para las aguas fecales. Por no decir que también transmite significados: vean si no alguna imagen que anda por ahí, con gente vestida como entonces vestía la mayoría (y no como la chica modernísima que él ponía en sus fotos) delante de una fachada recién estrenada. Trajes y edificio -objetos significantes, como todos los objetos- parecen salidos de planetas distintos. No encuentro la maldita foto.

En cualquier caso, y para entendernos, la música y la arquitectura no son artes semánticas como lo son las artes de la palabra, incluido todo el teatro con texto (si le gusta este pasatiempo de clasificar las artes, eche un vistazo a las páginas 78-79 de este documento). ¿A qué viene aquí que les hable de mi formación? A justificar que mi percepción de los artefactos artísticos es marcadamente formalista. Y a formular la hipótesis de que también la suya, amable lector, lo es también, quizá más de lo que sospecha. ¿Ha vivido en primera persona esa obsesión de los niños por ver docenas de veces la misma película? ¿O su exigencia de que los cuentos les sean narrados exactamente igual la infinidad de veces que los quieren oír? Es evidente que después de veinte pases de Blancanieves o Lluvia de albóndigas la historia ha perdido buena parte, si no toda, de su capacidad de atracción de la atención. ¿Qué sigue mirando el niño?


Bruno Bettelheim recomienda en el fantástico Psicoanálisis de los cuentos de hadas
usar siempre las versiones consagradas por la tradición, porque siglos de ensayos
garantizan la efectividad de su impacto psicológico (más o menos). O lo que es lo
mismo: porque han alcanzado mediante ensayo y error una forma perfecta.
¿Acaso los adultos no nos comportamos igual? ¿Cuántas veces vemos Hamlet en el curso de una vida? O, como diría Borges, ¿cuántos Hamlet nos quedan antes de morir? ¿Qué nos lleva a ver la película después de haber leído el libro? (recuérdenme que les cuente un día el chiste de las cabras). Un ejemplo, ahora en escena: en tiempos de Lope parece haber sido muy popular una cancioncilla: Que de noche le mataron / al caballero / la gala de Medina / la flor de Olmedo. Cuando Lope estrena El caballero de Olmedo todo el mundo sabe que al chico lo matan. O sea, que hay un spoiler universal, pero la gente paga entrada por ver la historia que ya conoce.
¿Cuántas veces la han visto?
Demos un paso más con las preguntas retóricas. Y permitan que me centre en el cine, porque el teatro siempre da una posibilidad de escapatoria en la respuesta: cambia la puesta en escena. Pero, ¿por qué estamos dispuestos a ver otra vez Lo que el viento se llevó o Atrapados en el tiempo (o sea, El día de la marmota) -por citar dos títulos fetiche- y no cualquiera de los infinitos pestiños que nos hemos metido entre pecho y espalda? Por ejemplo, Semen, la peor película de todos los tiempos. Creo poder establecer, a la luz de tantísima pregunta, que no es por la historia que nos narran. Matizo. También por la historia. Pero no sólo por eso, ni siquiera principalmente por eso. Reduzcan cualquiera de las citadas hasta ahora (desde Hamlet hasta Semen) a las cuatro líneas que caben en el resumen de la programación de televisión en un periódico. No se salva ninguna. Vamos a intentarlo:

El rey es asesinado por su hermano, que se casa con su cuñada viuda. El fantasma (!) del muerto confirma las sospechas del príncipe. Tras sus vacilaciones, todo se precipita, y príncipe, madre, padrastro y secundarios mueren.

A ver si aciertan esta otra, que es muy fácil:

Merced a los turbios manejos de terceros, él sospecha, infundadamente, que ella le es infiel. Acosado por los celos, la mata. Sí, es Otelo. Que nos plantea otra cuestión que subraya esta... llámemosla "subsidiariedad" de la historia respecto a otros parámetros más relevantes. ¿Qué pasa con los argumentos infames, como éste de "la maté porque era mía"? Hoy mismo leo en la prensa una descalificación del Curro Vargas de Chapí y Dicenta por ese mismo motivo. Pues estamos buenos, habría que tirar el 90% del canon a la papelera. Mi ejemplo favorito: Los tres mosqueteros. Una historia de un machismo y una apología de la prepotencia y la violencia vomitivos, en la que el único personaje que se salva desde una óptica actual es la mala. Muere arbitrariamente decapitada por los buenos (¡decapitada!, ¡por los buenos!), mientras clama por un juicio justo. A pesar de todo eso, una magnífica novela de aventuras.


¿Cuál es la diferencia entre Otelo
y un culebrón?
Agradezcan que hayamos resumido Hamlet y Otelo. Si resumimos óperas o, como parodió Woody Allen, argumentos de ballet ("Una música insufriblemente exquisita suena al levantarse el telón, y vemos los bosques en un atardecer de verano. Un cervatillo entra danzando y mordisquea lentamente unas hojas. Va con indolencia a la ventura por el suave follaje. Pronto rompe a toser y cae muerto."), resulta increíble que de semejantes bodrios hayan salido obras maestras.


¿No hay buenas historias? Sí, de vez en cuando salta una que, zas, tiene chispa por sí misma. Como ésa del profesor que en los años sesenta se fue a buscar a John Lennon. La chispa llama la atención, puede ser curiosa, enternecedora, trágica... pero se cuenta en dos minutos. Por eso la frase "tengo una idea estupenda para una película" es necesariamente falsa, siempre. ¿Cómo se pasa de ahí a la larga duración de una película o de una obra de teatro? ¿Por qué, en resumidas cuentas, viene a dar más o menos igual que la historia en sí sea o no impactante? Ea, vamos con la respuesta de una vez: porque lo importante no es QUÉ nos cuentan, sino CÓMO nos lo cuentan. Esto es válido también -es más válido si cabe- en esas narraciones que nos parecen un alarde de guión o de escritura teatral, porque ocultan hasta el final el quid de la cuestión y nos mantienen en vilo. Todos decimos "qué historia". Cuando deberíamos decir "qué escritor". El mérito no estriba en inventarse que doce personas se vengan apuñalando a un canalla en un tren, sino en contarlo de forma que nadie lo pueda sospechar hasta el momento de la revelación. O que la madre es la que está envenenando al niño, porque sufre un síndrome de Münchhausen (y, encima, alardear de ello en el título sin que nadie se entere). En una cosa tan complicada como el teatro, esto es verdad por partida doble: por el texto y por la puesta en escena. La archisabida historia del Caballero de Olmedo nos interesa otra vez en el montaje de Pasqual, pero no en otro.


Lúcido de Spregelburd. Cuéntela en orden lógico, como si se tratara de la vida de su vecina, y tendrá una triste historia como hay millones. Su autor la trocea, la pasa por la túrmix, la sirve revuelta, y deja a los espectadores con los pelos de punta.
Recapitulemos: ¿qué queda, si dejamos a un lado la historia? La forma. El cómo. Lo llamaría "la estructura", si la palabreja no nos llevara a un florido berenjenal. Eso es lo que mantiene al niño esperando a que llegue la frase aprendida de memoria, el desenlace mil veces oído. Eso es lo que nos hace ver otro sábado por la tarde más Lo que el viento se llevó, y no la espantosa película que están repitiendo en Antena 3 y que tiene un argumento parecidísimo en lo esencial. Eso es también -la forma- lo que nos permite soportar una hora de sinfonía o lo que nos hace admirar un edificio. Seguro que está usted más de acuerdo con estos dos últimos ejemplos (música y arquitectura) que con los anteriores. Desengáñese: en la literatura, el cine y el teatro le engañan las palabras, las palabras no le dejan ver el bosque. Lo que está debajo, lo que de verdad engancha, es la forma.


Trucos formales del Partenón.
(Francisco Ortega Andrade)
¿Qué ocurre con esta... cosa que estamos llamando forma o estructura? Que es inaferrable. Es analizable, comentable, exprimible; se pueden hacer hasta diagramas con la forma del Partenón, de Papá Goriot o de Damages. Lo que no se puede es explicar por qué Balzac da en el clavo, y cualquier otro no. Quien supiera explicarlo se haría rico de dos formas posibles: produciendo artefactos o enseñando a otros a producirlos. No se puede. Hay que tener otra cosa inefable que llamamos talento o genio para producir formas perdurables, pero nadie sabe de dónde ni cómo le salen. Esto produce una extraña paradoja: de lo más importante de las obras de arte se puede hablar hasta el infinito, pero no se puede pronunciar la palabra definitiva. De ahí mi definición favorita de arte: el cauce de comunicabilidad de las complejidades ininteligibles (cito de memoria a Jorge Wagensberg). Alguno de mis lectores ya se estará preguntando, ¿y entonces qué es la crítica? Yo soy de los que creen que, apartando el aspecto taurino (éste mal, el otro bien, vuelta al ruedo), la crítica es un género literario. Hablando mal y pronto: el teatro nos da un pretexto para hablar de cualquier cosa (de arte, de amor y de todo lo demás, diría el imaginativo traductor de Huxley).


Ni una maravilla como MBIG (que, si no han visto, deben ver de inmediato) se ha
librado de hacer explícitos paralelismos entre Macbeth y la actualidad que el
espectador hubiera entendido solito.
Esta imposibilidad de hablar de lo que realmente importa, hace que hablemos constantemente de lo que podemos. Por ejemplo, en los programas de mano. Por ejemplo, en los artículos de prensa. Los artículos, no las críticas, que de un tiempo a esta parte son en su 99% simples copias de lo que las compañías o los productores envían empaquetado en un dosier. Así, muchas veces resulta que lo más resaltado es... "el tema". A mi edad, sigo sin saber muy bien qué es el tema. Lo que entendí en BUP es que temas, lo que se dice temas, hay muy pocos: el amor, la muerte, la brevedad de la vida (variante del anterior, favorito de mi profesora de literaratura mucho antes de El club de los poetas muertos)... Ahora bien, en las presentaciones y críticas de obras de teatro, se encontrarán en lugar bien destacado temas como para componer floridos ramilletes: la pareja actual, la inmigración, la crisis, el maltrato, la opresión de la mujer... Hay una obsesión universal por atribuirle a cualquier cosa -hasta al más inocente juguete cómico- un "tema" trascendente. Por resaltar los aspectos ligados a "temas" de actualidad -y la crisis es el más machacón ahora mismo- en cualquier texto, sea de un trágico griego o de un sainetista de Albacete. Y no hace ninguna falta, porque si el espectador ve en escena una injusticia, o lo que sea, ya se encarga él solito de establecer el paralelismo con la realidad que le rodea, si no, las piezas de teatro terminan pareciendo un libro con más notas al pie que texto.


II
Ratatouille, reivindicación de lo individual, lo raro y lo extraño.
Hala, volvamos a El policía de las ratas, que ya es hora. Este ladrillo que les he propinado es la justificación de lo que digo en la crítica de la Guía: Tampoco creo que lo fundamental sea la reivindicación del distinto, como mucha gente, incluido el director de escena, parece opinar. Lo que dice Rigola en el programa de mano es exactamente esto: El policía de las ratas de Roberto Bolaño es un thriller, una historia detectivesca sobre la diferencia y el arte. Nada de esto es falso, pero -a la luz del rollo de más arriba- entenderán que les diga ahora que son afirmaciones de relevancia muy distinta. "Un thriller, una historia detectivesca" dice mucho, en mi modesta opinión, sobre lo que la función es. "Sobre la diferencia y el arte" no dice apenas nada. Recalca después Rigola la reivindicación de "lo individual, lo raro y lo extraño". Sí, repito, es verdad que todo eso puede encontrarse en Bolaño, pero es verdad respecto a tal cantidad de ficciones de todos los tiempos que no dice nada, es banal. Ejemplos: Buscando a Nemo, Los diez mandamientos, Ratatouille, Gigante, Priscilla reina del desierto, La noche de la iguana, El fantasma de la ópera, La bella y la bestia, El patito feo, Inteligencia artificial, Brokeback Mountain...

Ustedes dirán: ¿y por qué tanta importancia a esto que Rigola dice? Bueno, no crean que la tomo con él, es sólo un ejemplo. Ejemplo de un desvío conceptual en el que todos caemos alguna vez. El policía de las ratas no es un buen cuento o un buen texto teatral porque reivindique "lo individual, lo raro y lo extraño". Eso sólo supone que estamos ideológicamente de acuerdo con su autor (o no, que hay gente pa´tó). Y, sin embargo, como ocurre tantas veces, ése es exactamente el mensaje que transmite el comentario del director de escena, que coloca estas apreciaciones en el primer párrafo de la tradicional apología de la obra en el programa de mano. Ése es el subtexto: se trata de una obra excelente porque defiende al distinto. Pues no, de eso nada. Por todo lo que he dicho más arriba y por aquello que decía Azcona y que les recordaba a propósito de La esclusa: hay que separar el tema de un guión de la calidad del mismo. Ya ven lo que es un genio, a él le costaba una frase lo que a mí me cuesta una entrada infinita. 

El policía de las ratas es un texto excelente, porque narra una sucesión de hechos a los que la literatura y el cine nos tienen más que acostumbrados desde hace decenios -la búsqueda del asesino- de manera asombrosamente económica y eficaz, y suscitando una intensa empatía del espectador, tanto con el protagonista como con muchos de los personajes secundarios, cuyas fatigas vitales se adivinan, más que se saben, a través de frases colocadas como sin querer. Y porque, además, lo hace imponiéndose lo que en la crítica he llamado tour de force -qué quieren, no soy inmune a los tópicos- y que de forma más castiza podríamos decir que parece el resultado de una apuesta. ¿Qué te juegas a que soy capaz de suscitar empatía, comprensión y hasta preocupación por la vida de una panda de ratas apestosas?

La superproducción de 2666.

El policía de las ratas es una función excelente, porque Rigola, -que rodeó 2666 de un alarde escenográfico, de vestuario y de todo lo alardeable- ha sabido dar con la desnudez que un texto así precisaba para brillar. Y no crean que quitar es más fácil que poner, casi diría lo contrario. Dígale usted a la responsable de vestuario (Berta Riera) que quiere unas camisetas y unas americanas. Y a los de la escenografía (Max Glaenzel, que tiene una preciosa ahora mismo en El viaje a ninguna parte, y Raquel Bonillo) que quiten, quiten y quiten, y se queden con el suelo, las sillas y una bolsita de sangre... para que la ENORME rata muerta luzca como lo que es: un brillante engarzado en un anillo lo más sencillo posible. Y digan también al iluminador (August Viladomat) que haga lo posible para que el público olvide que había un iluminador. Ya me dirán si es fácil. 


Carreras y Benito.
Y luego siéntese con estos dos actores a poner en su sitio todas y cada una de las comas, todos y cada uno de los puntos. Lo de Joan Carreras y Andreu Benito (maravilloso abuelo en la Gata sobre el tejado de zinc caliente del propio Rigola) es una lección. Una lección impartida con sosiego, sin una palabra más alta que otra. Se podría haber prescindido hasta de los parlamentos dichos al micrófono, elemento de estilo que estuvo muy de moda en la vanguardia de hace diez o quince años, que tampoco es que moleste.

¿Me dejan terminar con una frivolidad tipo parecidos razonables? ¿No les recuerda Joan Carreras a Jake Weber, el de Medium?



 




La crítica de Jerónimo López Mozo.
P.J.L. Domínguez
           

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ánimo, comente. Soy buen encajador.