miércoles, 21 de septiembre de 2016

MI LUCHA

Sala: Teatros Nuevo Apolo Autores: Félix Sabroso, Antonia San Juan, Arthur Lee Kopit,   Pedro Almodóvar y Enrique Gallego Directora e intérprete: Antonia San Juan Duración: (he perdido el apunte)
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Encuentro la foto en aforolibre.com
Me he puesto a repasar todo lo que no publiqué la temporada pasada y acabo de caerme de un guindo inesperado: se me olvidó Mi lucha. Sigue en cartel, así que quizá sirva de algo que les copie la crítica de la Guía del Ocio:

Hay grandes intérpretes que se trasmutan en otro como por arte de alquimia, y es un espectáculo verlos. Dejan de ser lo que son para encarnar una sustancia distinta. Pero los hay también que, poseedores de ese don indefinible que llamamos carisma, saben usarlo como una varita mágica para tocar con él al personaje y construirlo sin dejar de ser lo que son. Como Antonia San Juan.

    Sumemos: actúa sola y es una actriz muy popular en su registro cómico. Pero la etiqueta que parecería resultar de esta suma -monólogo cómico- se queda muy corta. En primer lugar, los textos y su interpretación están lejos del humor inocuo de lo que el gran público entiende últimamente por monólogo (la stand-up comedy). La crítica de algunos estándares sociales –del periodismo rosa al españolismo militante- es feroz, y no salva ni al público presente. Pero, además, lo que otorga su verdadera dimensión al espectáculo es el ir y venir de la San Juan de sí misma a los personajes y regreso. 

En una atmósfera de humor cáustico y denso, desfilan mujeres más o menos alejadas de la realidad (la modelo en declive, la viuda negra, la gemela psicópata, su propia gemela lumpen) hasta que llega una que está en el mismo centro de la realidad sucia: una prostituta. El monólogo en el que se solapan el personaje y la actriz, entre el melodrama y el disparate, es la cumbre de la función.

Tengo unas cuantas cosas más de las que no dije nada, completamente caducadas pero que merecen reseña. A ver si exprimo algún minuto de aquí y de allá para escribir algo.
P.J.L. Domínguez

          

viernes, 16 de septiembre de 2016

INCENDIOS

Sala: Teatro de la Abadía Autor: Wajdi Mouawad Director: Mario Gas Intérpretes: Ramón Barea, Álex García, Carlota Olcina, Alberto Iglesias, Laia Marull, Edu Soto, Nuria Espert y Lucía Barrado Duración: Primera parte: 1.20' Entreacto: 25' Segunda parte: 1.30'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Soto, Barrado, García, Espert, Olcina, Marull, Iglesias y Barea.

El resumen que colgué aquí el pasado 16 de septiembre tenía sólo cuatro palabras:

CORRAN A COMPRAR ENTRADAS


Pues bien, esto que me pongo a escribir ahora tiene que reproducir el mismo encabezamiento, porque ayer se anunció que Incendios se repone esta misma temporada, del 21 de junio al 16 de julio. Si se les ha pasado a la primera, espabilen para la segunda: ya están las entradas a la venta, y supongo que volarán.

Esto fue lo que publiqué en la Guía del Ocio:

Esta historia sobre la sinrazón de la violencia nos la han contado mil veces, pero pocas nos la han contado tan bien. Incendios, incorporada desde su estreno en 2003 al repertorio internacional, resalta la pequeñez de otros intentos, recibidos entre nubes de incienso, que no le llegan a la suela. Mouawad entrelaza el horror de la violencia colectiva con el horror de la violencia familiar y actualiza la tragedia griega -que tanto nos gusta imaginar como inicio de nuestro teatro- con idéntica simplicidad espeluznante. Y lo hace con un enorme talento en la construcción de los diálogos y la sucesión de escenas. El ir y venir del presente al pasado desvela gradualmente la magnitud del espantoso final que todo lo explica.

    Gas ha puesto en pie una versión que nada tiene que envidiar a la que dirigió el autor y visitó el Teatro Español en 2008. Si no me engaña la memoria, diría que incluso mejor hilada. Tres horas largas con el espectador atrapado y en vilo. La escenografía de Fillion, Ramos y Luna y las interpretaciones se ubican en esa misma simplicidad que remite a los orígenes, exceptuado el leve histrionismo –necesario- del monstruo. Es muy difícil elegir entre todo esto, pero al lado de la excelencia esperable (Espert, Barea) me quedo con la modestia de Carlota Olcina. Aunque todos están impecables. Gran función.

Ya que estamos, les voy a copiar la crítica de 2008:

Teatro convencional hecho con la inteligencia de quien sabe lo que ha ocurrido desde que el teatro de texto es sólo una opción más. Sustentado sobre un tema literario también conocido: la muerte de alguien empuja a sus descendientes a escarbar en el pasado. El relato avanza en un caos de piezas que no encajan, presentadas en flash-back a medida que las pesquisas de los vivos iluminan la horrenda peripecia de los muertos. Hasta que al final –ultimísimos minutos- el horror contingente desemboca en el puro horror arquetípico. No diremos más para no destripar nada; sólo que la crítica a la violencia se eleva al lamento cósmico propio de la tragedia griega.

    Antes, Mouawad ha construido un mosaico sin desperdicio de las actitudes humanas frente a lo inevitable. Por ejemplo, el breve parlamento con el que la protagonista convence a su amiga del alma de lo absurdo de responder a la violencia ciega con la misma moneda da sopas con honda a ese monumento a la vacuidad que Mayorga ha estrenado entre nubes de incienso (que yo sepa, sólo Savater se ha atrevido a decirlo, por más que me fastidie coincidir con él). Para caer a su vez en el remolino de la sangre que llama a la sangre, que acaba de condenar y al que se condena. Sin dosis masticables de material ideológico, el espectador ve y juzga.

    Le parece a uno que ha oído esta historia muchas veces pero que pocas se la han contado tan bien. Me recuerda en ese sentido, mutatis mutandis, a Baricco. Obviedad final: es muy difícil que quien no conoce en propia carne lo que es ser otro discurra con lucidez sobre estas cosas de identidad, violencia y sufrimiento. Mouawad es libanés (otro por antonomasia) y trabaja con quebequeses (los otros entre los norteamericanos blancos). Ninguna casualidad. 

Y algunas cosillas de propina:

1.- A distancia de ocho años, escribí otra vez eso de que la historia nos la han contado muchas veces, pero pocas así de bien. Eso prueba, en primer lugar, que el cerebro almacena mucho más de lo que imaginamos, pero se debe también a que, en ambos, casos, Incendios había ido precedida por funciones ubicadas en terrenos próximos que no son dignas de atarle los cordones de los zapatos. En 2008, por La paz perpetua de Mayorga. Una banalidad. En 2016, por Tierra del fuego de Mario Diament. Resulta -ya ni me acordaba- que en la crítica de esta última saltaba Incendios: "Salí con la intensa sensación de que alguien había intentado escribir Incendies explicada a los niños. Incendies más corta, más fácil, más sosa." Y no tenía ni idea de que estuviera programada (o no era consciente, absorbo todos los días toneladas de información sobre estrenos y programaciones, críticas de espectáculos, entrevistas a todo Blas, noticias sobre política cultural... y se me acaba formando un magma del que a veces emergen datos aislados, como esas burbujas que hacen plop en las sopas de lava o los pantanos tenebrosos de las pelis de serie B).

Circula aún La mirada del otro, que se ha exhibido en Colombia coincidiendo con el referéndum. Ya saben: los colombianos aceptan comentarios sobre la violencia, siempre y cuando sea la nuestra y no la suya. Nosotros los aceptamos siempre y cuando sea la de Oriente Próximo y no la nuestra. Etcétera. Bienvenidas sean las reflexiones, aunque sea por la vía del reflejo en el espejo ajeno (¿han pillado el juego de palabras?). La mirada del otro tiene la valentía de hablar aquí de nuestra violencia, aunque no puedo decirles nada, porque no pude verla. Ahora mismo hay otra violencia ajena -Masked, en los Luchana- que aún no he podido ver.

En resumen, Incendios es una magna obra sobre la violencia política, a la altura -lo ha dicho todo el mundo desde su estreno- de los modelos griegos. El monólogo citado en mi crítica de 2008 (aquí es Laia Marull la que explica a Lucía Barrado que la venganza sólo llevará a la perpetuación de la espiral del horror) está a la altura de los grandes trágicos. Tuve una superposición momentánea de Katharine Hepburn en Las troyanas, versión Cacoyannis. Como en (casi) todas las grandes obras, no hace falta que nadie nos explique las cosas como si fuéramos tontos. Lo que ocurre lo explica todo. 

2.- Usé la palabra "caos" en 2008. Es cierto que una gran parte de la función es un rompecabezas que sólo se resuelve al final, pero mi sensación es muchísimo más ordenada en la versión de Gas, que avanza paso a paso sin que uno tenga la menor sensación de avanzar por terreno incomprensible. Pero no se fíen en exceso de la memoria, ni de la mía ni de la de nadie.

3.- Sorprendente coincidencia de duración. La versión del autor en 2008 duraba tres horas diez, con veinte minutos de entreacto. Esta de Gas, tres horas quince con veinticinco minutos de entreacto. Datos, obviamente, de las funciones a las que asistí. O sea: dos horas cincuenta clavadas en ambos casos. Es rarísimo que haya semejante coincidencia en una duración tan larga. Quiere decir, nada menos, que la percepción temporal de Gas ha sido idéntica a la de Mouawad, algo muy infrecuente.

4.- Ocurre a veces que todo va tan bien que los miembros del elenco se transmiten una especie de fluido vital que recorre la escena y que los coloca a todos en un nirvana interpretativo. Son esas raras ocasiones en las que nadie desentona en un grupo numeroso. El aura ha cubierto hasta a quien tenía, probablemente, el cometido más ingrato de todos: sacar adelante seis papeles, a cual más corto. Alberto Iglesias sale del paso con nota. Tiene, afortunadamente, un papel en el que resarcirse de tanto salto de la rana; breve, pero intenso y fundamental, porque es el que revela el gran dato oculto. No era fácil hacerlo creíble (y más difícil si ya te has cambiado seis veces de ropa y personalidad. Creí, cuando Sócrates, que quizá tenía con él uno de esas incompatibilidades de sensibilidad que de repente te descubres frente a un intérprete, incomprensibles e irremediables, pero no es así. Está aquí estupendo.

Soy admirador de Edu Soto (aquí tienen las entradas del blog que le mencionan). Sólo una cosa, para los directores de escena que me leen. De acuerdo, borda este registro pasado de rosca, histriónico, el del monstruo. Pero no olviden que tiene otros igualmente excelentes. 

Por lo que veo aquí, Carlota Olcina ha hecho teatro en catalán. No la he visto, pero me encantará verla otra vez. Barea... Barea for president. Lo que Álex García puede hacer se apreció en el Dani y Roberta de Gual. Luego estuvo en Los hijos de Kennedy de Pou, una función fallida, y más tarde en aquel inefable El burlador de Sevilla de Facal. Ahora repite oportunidad de lucimiento y la aprovecha. Un tipo joven y guapo, boxeador, el duro que se opone a las intenciones de su hermana de investigar el pasado familiar y que muestra su resentimiento contra la madre muerta... terreno abonado para una actuación extra-energética como la que les pidió Facal. Afortunadamente, no es el caso. Está exactamente en su lugar insolente y retador, y también cuando le llega el turno de destrozarse por dentro.

Espert. Les voy a decir algo. No a todo el mundo le gusta la Espert en la profesión. Para gustos se hicieron los colores, claro está, y hasta San Francisco de Asís y Graham Bell tienen detractores. Le suelen reprochar un leve soniquete que a veces se percibe en su prosodia. A mí (y a otros varios millones más) no me ha molestado nunca, me parece que lo dosifica perfectamente. Estaba en La loba -donde el personaje podía hablar así sin la menor duda-, no había ni rastro en La violación de Lucrecia -donde hubiera sido absurdo-. Por hablar de lo último que le he visto, que me perdí Lear. En fin, que pasen por La Abadía todos los que alguna vez han encontrado excesiva esa pronunciación cantarina, que a la salida se van a apuntar en masa al club de fans más cercano. Sólo voy a señalar un momento. Espert tiene que oír algo horrendo. Si aún no la han visto, estén atentos cuando asiste a la deposición del criminal de guerra ante el tribunal. Lo que Gas y ella han urdido tiene la grandeza de la sublimación trágica. Y no afloja ni un solo segundo de los que pasa en el escenario. Espert, que nos dure.


5.- Los amontoné en la crítica en papel, pero Carl Fillion es el escenógrafo, Felipe Ramos el iluminador y Álvaro Luna el autor del vídeo. La escenografía se limita a una superficie vertical situada en el centro del escenario y a dos suelos de arena a uno y otro lado. Ven ese paramento vertical, con su puerta, en la foto. El vídeo se proyecta exclusivamente ahí, y no puedo explicar el rendimiento obtenido con esa operación. El escenario es mil lugares distintos. Hay escenas que se producen simultáneamente, éstos en el presente y aquéllos en el pasado, y -como ven también en la foto- necesidades de iluminación que coexisten con las proyecciones. O sea, que Fillion, Ramos y Luna se han tenido que comportar como un monstruo de tres cabezas para parir entre los tres un único objeto multiforme. Bingo. Auguro premios.

Estaba convencido de haber escrito en la crítica en papel "gran versión en la que casi no sobra nada", pero resulta que esa frase no sale. A veces tengo que andar recortando, y desapareció ese "casi". Se refería a la música. Aunque uno de los grandes momentos de la función es musical -Soto cantando Mother- en general, despista. No quise concentrarme en recordar los cortes que se iban sucediendo, pero la sucesión de estilos es incoherente y hace exactamente lo que la música no debe hacer: distraer la atención del espectador hacia el "¿qué es eso que suena?".

Saquen entradas para junio.
P.J.L. Domínguez

          

RUNNERS

Sala: Teatros Luchana Autora: Karina Garantivá Director: Ernesto Caballero Intérpretes: Reparto: Janfri Topera, Silvia Espigado, Daniel Moreno, Mara López y Karina Garantivá Duración: 1.30'
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Silvia Espigado, Mara López, Daniel Moreno, Karina Garantivá y Janfri Topera.
La idea es buena. Un cincuentón que jamás ha practicado deporte alguno decide correr un maratón y cae en manos de un grupo entre gimnasio enrollado y secta satánica. Daba para uno de esos relatos que se han constituido en toda una corriente en la literatura contemporánea y que no sé adjetivar. Echen un vistazo a Residuos de Tom McCarthy, por ejemplo, y se hacen una idea. También algunos textos de Juan José Millás se mueven en esa órbita del... ¿realismo ampliado? Entiendan la expresión como análoga a la de "tonalidad ampliada". Narraciones a un paso de abandonar del todo la realidad, pero aún vagamente de este lado. He rebuscado un poco los comentarios a McCarthy a ver si encontraba alguna expresión más clara y he dado con algunas ilustrativas. "Gracias al interés de McCarthy por los detalles, la fantástica trama siempre mantiene un halo de autenticidad". "Atmósfera lúcida y al mismo tiempo algo desquiciada". "Siempre en la frontera de lo fantástico y lo excéntrico". Como ven, todas abundan en el contraste entre lo real y lo no real, mezclado en la misma trama y produciendo una emulsión inquietante de contrarios. "Halo de autenticidad" mola, frustra la expectativa del lector que, tras "halo", suele encontrar lo contrario: "irrealidad" o sus equivalentes. Creo que me la voy a apropiar.

No es el tipo de literatura que más me gusta, desde luego, debo de ser un tipo aburrido e inseguro, de esos que buscan certezas. Cuando he escrito inquietante me ha golpeado la memoria Pippi Langstrump, que me producía una intensa desazón ya en la infancia. Una narración de cosas que teóricamente podrían suceder, pero que nunca suceden, como que una niña viva sola con un mono y un caballo. No sé quién es el autor de la expresión "en la frontera entre lo fantástico y lo excéntrico", pero viene como anillo al dedo.

Volvamos a Runners. Esta Ciudad del Deporte (o algo parecido), estos programas de actividad física que se llaman Cadena Solidaria, estas irrupciones de la publicidad en el curso de la trama, esta relación desquiciada entre el gurú y la discípula aventajada en la manipulación... son elementos que, superpuestos al drama personal del protagonista que focaliza en el ejercicio físico su inmenso deseo de superar la mediocridad en la que vive, daban perfectamente para una historia del tipo que comentamos.


Mara López, lo mejor de la función
Pero ahí acaba lo bueno, en la idea, no hay nada más. Para ser escrupulosamente justos, Silvia Espigado coloca con intención algunas réplicas y Mara López muestra una encomiable frescura, sorprendente en medio de un texto de cartón y una dirección que parece mentira que provenga de la misma mano que montó Vida de Galileo hace nada o Montenegro hace unos años. Espero verla en algo más. [Por cierto: Mara se llama exactamente igual que una actriz porno. En la época de Google, y en mi modesta opinión, quizá debiera cambiarse el nombre artístico, ahora que está a tiempo] Janfri Topera, estupendo en la citada Montenegro y en Rinoceronte, y Daniel Moreno, un tipo solvente, se defienden como pueden. 

Vi Pedro y el capitán, Backstage y Runners la misma semana. Juzguen cómo acabé. También vi Mi madre, Serrat y yo y Viva el pasedoble español, pero -aunque ninguna pasará a la historia de las artes escénicas- el nivel de aburrimiento se mantenía en los límites de lo soportable. 

* * *
Escribí la entrada hace unos días, pero no la publiqué porque algo me rondaba el cerebro y no terminaba de emerger. Una resonancia. Ya la tengo: Los nadadores nocturnos. Un grupo de inadaptados que se reúnen para hacer ejercicio físico. No se me encocoren, que ya lo sé: como comparar a Dios con un hámster.
P.J.L. Domínguez

          

martes, 13 de septiembre de 2016

IDIOTA

Sala: Teatro Pavón Kamikaze Autor: Jordi Casanovas Director: Israel Elejalde Intérpretes: Gonzalo de Castro y Elisabet Gelabert Duración: 1.15'
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Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Dicen que hay gente que se lee los contratos antes de firmarlos, pero debe de tratarse de una leyenda urbana. Yo no conozco a nadie. Eso es lo que le ocurre al protagonista de Idiota, que no se lo leyó: lo que parecía un camino de rosas para  salir de una situación económica más que apurada, llevaba en realidad a un callejón sin salida digna.

    Idiota parte con el listón muy alto. Imposible verla sin recordar Hey boy heygirl o Un hombre con gafas de pasta, escritas por Jordi Casanovas, o Sótano, dirigida por Israel Elejalde, artefactos que encerraban una energía expansiva de gran potencia. Idiota no alcanza la complejidad de la primera o la capacidad de reflejar lo tenebroso de las otras dos, pero probablemente tampoco lo pretendía al empaquetar su inquietante moraleja en un envoltorio de comedia equidistante entre lo plausible, lo disparatado y una leve anticipación futurista subrayada por la escenografía. 

Elejalde la ha dirigido con talento para el género, manteniendo un tono comedido y sin dejar que se le pasara de vueltas. Ha contado con la gran capacidad de Gonzalo de Castro para provocar empatía con cualquier personaje, por torpe que sea, y con el rostro impasible de Elisabet Gelabert, imprescindible para sostener estas situaciones inverosímiles. La función pasa ligera y amena.

Y alguna cosilla que no cabía allí:

Ahora que ya hace más de un mes que la vi y se me ha asentado, lo tengo más claro que cuando escribí lo anterior. El texto no está a la altura de lo que le he visto a Casanovas y tampoco a la de la elección anterior del director. ¿Cabría mejorar la puesta en escena? Me parece que difícilmente. Elejalde ha sacado un enorme rendimiento de una historieta poco más que simpática, y me quedo con ganas de verle más de éstas de dos intérpretes (dice en el programa que hay "algo esencial" en ellas, como también les he dicho yo a menudo). Las interpretaciones están en su sitio. El ritmo de la función, muy bien medido. La escenografía de Eduardo Moreno (encontrarán referencias a trabajos anteriores en mi crítica de Deseo), perfecta para esta ficción que se desarrolla en un lugar que no debe parecer ningún lugar. Yo diría que sólo desentona el vídeo. El espacio escénico está colgado en un limbo que podría tanto ser realista como no serlo, pero las escenas de vídeo están rodadas con una verosimilitud sin fisuras y pegada al terreno, más propia de una serie de polis en Antena 3.

Nota final: Elisabet Gelabert ha hecho cosas tan serias como Veraneantes con del Arco o Maridos y mujeres con Rigola. Pero quizá es el contraste entre este papel gélido y su participación en el simpático trío de pilinguis (en terminología de la época) en la Maribel y la extraña familia de Vera lo que más puede ilustrar su fantástica versatilidad. 

Pues no, faltaba otra nota: creo que pocas veces he visto una política de comunicación más efectiva que la de Kamikaze.
P.J.L. Domínguez

          

lunes, 12 de septiembre de 2016

BACKSTAGE

Sala: Teatros Luchana Autora: Marjorie E. Glantz (versión de José Luis Sáiz) Director: José Luis Sáiz Intérpretes: Alina Nastase, Asier Iturriaga, Alfonso Begara y Trigo Gómez  Duración: 1.05'
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No encuentro mejor imagen
Me pregunto qué ha podido ver alguien en Backstage para tomarse la molestia de traducirla y montarla. ¿Qué diré de esto si me pareció banal Pedro y el capitán? ¿El gran festival de lo obvio? No sé si hubo un par de réplicas ingeniosas que me hicieron elevar un milímetro la comisura derecha de la boca durante los 65 minutos que dura. Digo "no sé", porque no recuerdo si fueron una o dos. Ni una sola línea más que no hayamos oído miles de veces en series de televisión o películas. Banda de música preparándose para actuar en el almacén de un bar. La chica dejó a Ben y se lió con Erik. Ben y Erik eran grandes amigos, pero ahora su amistad se resiente. Ella está enamoradísima y Erik se siente ahogado. Ben cree que no la quiere. El cuarto tiene una enfermedad mental y le dan arrebatos. Como les digo a menudo, la más banal de las tramas puede dar para una obra maestra, pero créanme: en este caso, el desarrollo es aún peor que esa sinopsis de capítulo de teleserie que les acabo de endilgar. Ahora que digo "teleserie": quizá el invento podría quedar algo más digno en otro formato, porque la sensación de estar viendo un producto audiovisual sacado de su sitio es permanente de principio a fin. Estas cosas que pretenden ser un filete limpiamente cortado del flujo de la realidad, una fotografía exacta de un pedazo de vida, son más propias -no exclusivas, cierto- del cine que del teatro. Pero, sobre todo, exigen un nivel de artificio sofisticadísimo y sutilísimo. Un nivel alejadísimo de esta pieza en la que a todo se le ven las costuras (por ejemplo: a las entradas y salidas). Parece una paradoja, pero cuanto más se pretende representar la vida tal y como es y, a la vez, parir un artefacto estético coherente, más habilidad dramatúrgica se requiere. Ahí tienen la prueba en contrario que siempre les menciono: las cámaras 24 horas de Gran Hermano. "La vida en directo". Perfectamente insufrible.

Aquí, el texto no da para nada y prácticamente no hay dirección. Sólo se aprecia en el inserto, aquí y allá, de algunas canciones, la escapada lírica, la tangente no realista en medio del realismo de almacen. No cuelan. Están montadas feas y entran con calzador. Excepto una, que mencionaremos más abajo, y que representa el único momento en el que esta función, que apenas alcanza lo profesional, parece algo.

De Trigo Gómez no me atrevo a decir nada. Es el demente, y es complicado arriesgar una opinión sobre un intérprete habiéndole visto sólo un papel de características extremas. Begara roza en algún momento lo que entendemos por actor. Los otros dos, ni por asomo. Les aconsejaría, con toda modestia, que se formen si quieren seguir haciendo teatro, aunque acabo de recordar que vi a Iturriaga en Urgencia y que me gustó. Canta con gusto una canción que, como les decía más arriba, es el único momento en el que conseguí abandonar las reflexiones sobre la lista de la compra y la vuelta al cole, porque mi atención era, por fin, requerida por algo con cierta entidad.
P.J.L. Domínguez
          

sábado, 10 de septiembre de 2016

PEDRO Y EL CAPITÁN

Sala: Teatro Lara Autor: Mario Benedetti Directores: Blanca Vega y Tomás  P. Sznaiderman  Intérpretes: Antonio Aguilar y José Emilio Vega  Duración: 1.20'
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Los libros de Benedetti corrían de mano en mano en mi colegio mayor. Me pregunto si eso sigue ocurriendo. ¿Se pasan libros los jóvenes? ¿O sólo fotos por snapchat? Lo que pueda ser un colegio mayor ahora me resulta tan remoto como ese lugar que, en algún mapa antiquísimo visto durante mi infancia, se llamaba África Occidental Alemana. Póngase a imaginar cómo será la vida que llevan ahí. En fin, volviendo al hilo, he comenzado tan lejos para subrayar que, hasta anteanoche y gracias a ese tierno recuerdo de juventud, tenía una predisposición positiva hacia el autor uruguayo. Aunque, si les digo la verdad, no consigo recordar qué títulos leíamos. ¿La tregua? Es tan corto el colegio mayor y tan largo el olvido... Ah no, perdón, que ese era chileno, me hago un lío con el cono sur.

Hasta anteanoche. Pedro y el capitán es un texto viejo como la tos y, sobre todo, banal y plano. No ocurre prácticamente nada que cualquiera no imagine si le dicen "es la sucesión de encuentros entre el torturado y el torturador". Para ser más exactos, el torturador que hace de poli bueno, el que actúa después de las sesiones de tortura para ver si el preso canta de una vez. Ahí en medio, un par de excursiones a parajes líricos, evocaciones de la infancia y el amor como contraste a este (literalmente) sangriento escenario, blabla. Un rollo de cuidado.

No sé cuántas cosas habremos visto con la tortura como tema principal o secundario. Para mi generación tuvieron relevancia, por ejemplo, El portero de noche de la Cavani (¿Qué ha sido de la Cavani? Acabo de ver una foto del 2009 y estaba estupenda a los 76. Como abandoné el cine, no sé ni por dónde anda...) o El crimen de Cuenca de Pilar Miró. Y, sobre todo, Salò o los 120 días de Sodoma de Passolini, una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Hablando de tiempos: hay que ver cómo se lo llevan todo por delante. Me pregunto cuántas personas cultas de menos de, pongamos, cuarenta años han visto alguna película de estos tres, que fueron indiscutibles hace un suspiro. En teatro, me voy a limitar a mencionar dos títulos que dejan lo de Benedetti en una cosita de colegio mayor (cuánto colegio en esta entrada): Paso de dos, de Eduardo Pavlovsky, y Guantánamo de Victoria Brittain y Gillian Slovo.



A la izquierda, Paso de dos de Pavlovsky. Yo estuve allí (en 1990 y en Buenos Aires). A la derecha, la versión de Rodolfo Cortizo de Guantánamo.

La primera, ejemplo de cómo un texto convencional con los mismos personajes (torturador y torturada) puede ser otra cosa. La segunda, para mostrar que hay también alternativas formales.

Pedro y el lobo es mediocre, se mire por donde se mire. La intención confesa de Benedetti fue la de dar "la respuesta a por qué, mediante qué proceso, un ser normal puede convertirse en un torturador". Este tipo nos dice que le da miedo negarse, no vaya a terminar como las víctimas, y que además empezó gradualmente, torturando gatos. Toma respuesta. Luego añade cosas como "si hablas soy al menos eficaz, si no sólo un sádico" (la cita no es literal). Asegura que sólo como funcionario eficaz puede seguir mirando a su mujer y a sus hijos. Sí, me están entendiendo bien, ése es todo el vuelo de la pieza. A Jonathan Littell le llevó casi novecientas páginas afrontar una pregunta idéntica en Les bienveillantes (Las benévolas) y -como es fácil de entender- le salió una respuesta horripilante e imposible de resumir o siquiera expresar con palabras (para eso está el arte). Como a Passolini o a Pavlovsky. Etcétera. 
* * *
Siempre se puede hacer algo, por deficiente que sea el texto. Es una de las grandezas del teatro. No es el caso. Si calcar el tono de la pieza fuera una virtud del director de escena, Vega y Szneiderman se llevarían la palma: el montaje es tan plano como el texto que lo sustenta. Qué falta de chispa, qué carencia de ideas, qué cosa más trillada. Por no hablar de errores básicos en el propio planteamiento aburridamente realista: el peinado y el bigotito de José Emilio Vega se adecúan primorosamente a la época, pero la barba y el pelo de Antonio Aguilar (cardada la primera, melenón el segundo) son hipsters. 


 

Arriba, caracterización hipster (Santi Senso). Abajo, caracterización revolucionario siglo XX (Che Guevara). 

Si un izquierdista del cono sur se hubiera presentado así a sus compañeros en los años setenta le hubieran preguntado qué hacía caracterizado de Jesucristo. O estamos o no estamos. O los dos o ninguno. No son tonterías de crítico: en cuanto le quitan la capucha de la cabeza al torturado, la sensación es la de que se ha producido un solapamiento espacio-temporal. Están torturando en 1976 a un señor transportado desde 2016. El cambio de iluminación y ambientación sonora en el arrebato lírico, sorprendente (por lo feo).

Entre la capucha, primero, y la melena Vidal Sassoon, después, que le tapan la cara; la sangre que se va derramando encima; la simulación del acento; la pronunciación defectuosa provocada por los supuestos golpes; las posturas imposibles a las que se ve sometido y los constantes estertores y quejidos a los que le obliga el hiperrealismo, no tengo ni pastelera idea de la calidad como intérprete de Aguilar. El actor debe de estar escondido en algún lugar detrás de todo eso. Tendré que esperar a otra ocasión. Vega, muy flojo. Quién sabe si será otra cosa cuando lo dirijan.
P.J.L. Domínguez

          

jueves, 8 de septiembre de 2016

EL PEQUEÑO PONI

Sala: Teatro Bellas Artes Autor: Paco Bezerra Director: Luis Luque Intérpretes: María Adánez y Roberto Enríquez Duración: 1.20'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)




PARA SALTARSE EL ROLLO E IR DIRECTAMENTE A LA CRÍTICA, BUSQUE UNAS ESTRELLITAS COMO ÉSTAS:

* * *
Hace casi dos meses que los dejé abandonados, así que más de uno estará pensando que he desaparecido definitivamente. La verdad es que cada año me cuesta más volver al tajo, pero sigo encontrando estímulos. Les cuento.

Siempre es sorprendente enterarse de lo que los demás piensan de ti. Eso demuestra nuestra ceguera crónica frente al espejo. Hace unos días alguien me calificaba en un tweet como "uno de los críticos más duros". Y yo con la perenne sensación de que procuro rebajar varios grados esa indignación -familiar para cualquier espectador asiduo al teatro- que se sintetiza en "vaya manera de tirar a la basura dos horas de mi vida" (¿Ven? Ya estoy rebajando. Esa frase suele estar trufada, en el fuero interno y a veces externo de los vapuleados espectadores, de expresiones bastante más recias). Llovía sobre mojado. Antes del verano, otro alguien me puso cara: "¡Ah! ¿Tú eres Cercadelacerca?" Y añadió algo así como que era curioso que publicara estas cosas en una época en la que se lleva la crítica amable. Nota de sicología de la comunicación: los lectores analógicos tienden a llamarme P.J.L. y los virtuales Cercadelacerca. Ya tienen mérito, tanto unos como otros.

He llegado a la conclusión de que algo de razón deben de tener. Aunque mi sensación sea la de que espolvoreo de azúcar glas mis críticas negativas (no siempre lo consigo, es cierto, a veces me desahogo dándole al sarcasmo), va a ser verdad que parecen más amargas de lo que son en medio del mar de almíbar en el que flotamos. Echen un vistazo a lo que puede leerse en el archivo histórico en línea del ABC y ríanse de los peces de colores. Hubo un tiempo en el que todo el mundo sabía que las críticas eran a veces buenas y a veces malas, y que los críticos tiraban unos para un lado y otros para otro. Ahora, hay quienes se toman una crítica negativa como una afrenta personal, como el dardo malintencionado de un envidioso. Y no me estoy refiriendo al criticado, a quien se le podría disculpar la reacción por aquello de la inseguridad, el orgullo herido y el corazoncito. No, no. Estoy hablando de los entornos de los creadores, que a veces pretenden que su artista de cabecera sea intangible como los monarcas del antiguo régimen, inimputable como el felizmente reinante o inmaculado como la Virgen. Lo peor de todo esto no es que la crítica teatral viva una época descafeinada, sino que se trata sólo de una de las mil caras de la espeluznante crisis de la libertad de expresión. Un asunto que me tiene muy preocupado -estoy habitualmente muy preocupado por cinco o seis cosas a la vez- y al que a lo mejor dedico un blog cuando me jubile. Si es que para entonces los blogs no son ilegales. 

Como siempre que está en juego esto de la libertad de expresión, la ley imperante es la del embudo. Que no se metan con lo que A MÍ me importa, sólo críticas constructivas, por favor (lo que encierran estas apelaciones a la crítica constructiva no sé si me suena más a colegio de monjas o a comunidad campesina maoísta, cosas ambas que me dan miedo). A todo lo demás se le puede dar cera. Atesoro un maravilloso ejemplo de alguien que se queja de que insulten a los directores de escena pero que para transmitir lo malísimo que le pareció el trabajo de otro profesional decía que era para clavarle alfileres en los ojos. ¿Me parece mal lo de los alfileres? No. Me parece un sarcasmo, una hipérbole, un recurso expresivo con cierta gracia. Lo que pretendo decir es, precisamente, que todos debemos tener derecho a ese margen de libertad, y a que se entienda que si pedimos que se cuelgue por los pulgares a un director de escena, ni la petición debe ser tomada literalmente ni está provocada porque el individuo nos caiga mal. Lo contrario nos lleva a un tipo de crítica de "quizá habría que sugerir -con toda humildad y con el respeto que nos merece la actividad creadora- a nuestro querido director, cuyos méritos nadie podría poner en duda...".  Buf.

¿Recuerdan que todo esto les ha caído encima porque he empezado por decir que me cuesta volver a la crítica después del verano, pero que sigo encontrando razones? La primera es, desde luego, la de seguir aportando opinión a quien me la considera. Quiero decir con esto que al crítico hay que tenerlo calado: hay que saber de qué pie cojea y tener ese pie bien medido con el propio. Así sabe uno, y acierta a menudo, con qué cosas va a estar de acuerdo y con cuáles no. A ese lector inteligente le aporto información incluso cuando se encuentra en las antípodas de lo que yo opine. Pero hay otra razón: la de dejar aquí un testimonio, por insignificante que sea, de algo que creo que me seguirá pareciendo escandaloso hasta la tumba. Hablo de grandes montajes respaldados por grandes nombres. Salgo de la función, y todo el mundo se lamenta amargamente del mortal aburrimiento sufrido. Magníficas críticas. Esto ha ocurrido desde que el mundo es mundo, pero ahora tiene una variante virtual, ligeramente distinta. Montaje (grande o pequeño) de gran boga modelna (como una barbería hispter). Salgo de la función,  y todo el mundo se lamenta amargamente del mortal aburrimiento sufrido. Ditirambos en twiter. Consideren que sigo escribiendo, entre otras razones, para dar voz a todos esos espectadores que gozan de la libertad mental suficiente para darse cuenta de cuándo una función es insoportable por mucha firma ilustre o mucha modernez que acumule. Ea.
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Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

¿Para qué sirve el orden social cuando no defiende a los débiles? Para defender a los fuertes, obvio. Así reaccionó un colegio de Carolina del Norte ante el acoso: dio la razón a la horda que amargaba la vida de un compañero y le exigió que prescindiera de la mochila que los demás aborrecían. Anécdota que ilustra un horrible estado de cosas que creíamos superado y que parece regresar a lomos de todas las variantes de discriminación contra el diferente.


    El primer acierto de Bezerra, que se basa en aquel suceso, es el de no hacer hincapié en la característica de la víctima que provocó el odio. Confía en la inteligencia del espectador y permite una lectura aplicable a cualquier forma de abuso. El segundo, que ha superado con nota el reto de transmitir la compleja historia con sólo dos personajes, los padres, en el salón de su casa. Bezerra y Luque –que firmaron en 2015 la maravillosa El señor Ye ama los dragones, muy parecida en su fondo temático- encuentran otra vez el tono justo de realismo sazonado con una cantidad, mínima pero necesaria, de fantasía que les permite un final lírico. Enríquez y Adánez, muy bien dirigidos, hacen verosímil el relato y nos llevan de la mano hasta el final de un drama que reside –como me dijo un crítico de doce años muy sensible a estas historias de abusones de colegio- en que ambos tienen razón.

Y lo que no cabía allí:

1.- Lo que más me fastidió no poder incluir fue la mención a los tres colaboradores de El señor Ye ama los dragones que repiten aquí: Mónica Boromello (escenografía), Álvaro Luna (vídeo) y Luis Miguel Cobo (música). La combinación de los tres factores (sumen la iluminación de Gómez-Cornejo), que inicialmente parecen simplemente cumplir con los requerimientos de eficacia, se revela fundamental hacia el final. 

2.- Esto se lo he dicho muchas veces, pero me temo que hay que repetirlo siempre. El pequeño poni, una función de la que podría decirse que se posiciona contra el maltrato al diferente, no es buena por eso. Es buena porque es buen teatro. Vi anoche una pieza contra la tortura, noble causa, mala de solemnidad. Hay, puestos a lo contrario, buen teatro al servicio de magnas barbaridades ideológicas (vean el honor y la condición femenina en gran parte de nuestro Siglo de Oro).

3.- Como les decía en la crítica en papel, uno de los grandes aciertos de la escritura de Bezerra es que pasa de puntillas sobre el motivo concreto que desata las iras de los energúmenos contra el niño víctima de los abusos. En El señor Ye la índole del desprecio era muy clara: racismo y clasismo. Por supuesto que las agresiones no están provocadas por la dichosa mochila. La mochila es sólo el signo exterior de que el niño es distinto a lo que la norma de la mayoría establece. Ahí tienen una foto, adivinen ustedes mismos qué es lo que le llaman sus compañeros. Tampoco Bezerra nos lo dice, porque no hace falta (es como aquella respuesta del finado Juan Gabriel: "lo que se ve no se pregunta, mijo"). Gracias a ese silencio, la anécdota es más fácil de extrapolar a cualquiera de los motivos que ofenden a los violentos: ser gay, musulmán, negro, mujer, judío, cristiano, inmigrante... Los violentos quieren desesperadamente ser normales. Como eso no se puede -la normalidad no es más que una construcción mental de carácter estadístico- su propio miedo se dirige contra el que es más visiblemente a/normal. Occidente (sea lo que sea) parecía haberlo entendido tras la Shoah y hallarse en la vía de la paulatina superación de estos mecanismos diabólicos. Parecía. La tendencia contraria es bien visible, del referéndum húngaro hasta el muro de Trump, pero me da aún más miedo su infiltración en cuestiones más solapadas. En ese "a mí que no me rocen los que me molestan". En los repugnantes hoteles Adults only (¿Son constitucionales? ¿Podrían vetar a los ancianos?). En esas polémicas extraterrestres sobre si las mujeres pueden o no amamantar a sus hijos en los espacios públicos. Este verano alguien me dijo que le molestaba un fumador a unos diez metros de distancia en la terraza del chiringuito. Ayer me enteré de que la zona sanitaria de York está estudiando retrasar las intervenciones quirúrgicas de fumadores y gordos (me niego a decir "obeso", porque no considero "gordo" un término ofensivo). Por este camino, alguien dirá pronto que hay que examinar a la población para negar el derecho de votar a los idiotas. Los que no tengan hijos exigirán que les descuenten el gasto educativo de sus impuestos y los sanos harán lo propio con el sanitario. Yo, que no piso el Retiro, voy a exigir que me resten la parte alícuota de Parques y Jardines de mi contribución municipal. Nos aguantamos o nos matamos, me temo que no hay otras alternativas. 

4.- Volviendo al teatro, el principal reto de escritura era el de no aburrir a las butacas restringiendo el relato de una historia apasionante a su reflejo en el salón familiar... ¡y sin ver al niño! Creo que Bezerra ha salido del paso con un texto técnicamente impecable y digno de estudio que, por ejemplo, no abusa de la irrupción del teléfono, el recurso más socorrido en estos casos. Lo ha conseguido estableciendo un equilibrio entre las dos fuentes del interés del espectador: la resolución del relato (¿Qué van a hacer los padres? ¿Qué va a pasar con el niño? ¿Qué va a pasar con el colegio?) y el conflicto entre ambos protagonistas. Como adivinarán fácilmente -esto no llega a spoiler- uno se inclinará por plantar cara al colegio y el otro por sustituir la mochila de marras para no prolongar el enfrentamiento. Pero, como sucede en cualquier situación extrema, las aguas revueltas harán aflorar cosas sumergidas en las conciencias. El conflicto sumisión a la normalidad / fidelidad a uno mismo no solo se desarrolla en el colegio, está también instalado en la pareja. Como siempre, quien opta por la libertad sabe que le harán sufrir los demás, pero quien quiere aplanarse ante el rodillo de los normales se expone al desgarro interno, más doloroso.

5.- Roberto Enríquez, que logró el cuasimilagro de estar espléndido en aquel despropósito de La rosa tatuada allá por el mes de mayo (escandalizados estábamos por las segundas elecciones) va a ser, si no lo es ya, uno de nuestros grandes actores. Siempre en su sitio, pero sin alardes. Esta última frase no es fácil de explicar. A veces, la interpretación, además de buena, es estrepitosa, llama la atención, se hace notar en medio de todo lo demás. Es como si el intérprete llamara al premio. Enríquez las da todas con modestia. Los directores deben de adorarlo. Acierta cuando habla y cuando calla. Esto último tiene especial relieve en El pequeño poni, porque Luque le ha puesto un par de silencios que aterrarían a cualquiera y que se superan con brillantez (el que sigue al monólogo de ella y el que acompaña a su ir y venir preparándose para salir al hospital). 

María Adánez me gusta siempre. Encantadora en lo último que ha hecho (creo): Insolación. Acabo de constatar que no colgué la crítica (¡cómo es posible!), así que, ya que estamos, les copio aquí lo publicado en papel:

 Sorprendente, no cabe calificar de otro modo una novela publicada en 1889 en la que la protagonista no sufre el castigo debido por transgredir la moral sexual imperante. Recordemos que Ana Ozores, la Regenta, termina en la muerte social y Anna Karenina en la muerte a secas. Tal osadía literario-feminista no ha tenido más repercusión en nuestra cultura, simple y tristemente, porque su autora era mujer.

    El primer gran activo de la función es la brillante adaptación de Víllora, que refleja idas y venidas y, sobre todo, la procesión que va por dentro de los protagonistas en una novela de pura sicología. Sin que molesten los soliloquios, sin que el espectador tenga que hacer el mínimo esfuerzo para entender si están aquí o allá. En esto tiene también su parte de mérito Luque, que mueve con soltura a los intérpretes, de manera que unos minúsculos cambios de mobiliario bastan para dar idea de las entradas y salidas en un salón imaginario o de los paseos al aire libre. El esquema escenográfico funciona, aunque su aspecto sufre por unos acabados mejorables.

    María Adánez y José Manuel Poga componen una pareja protagonista llena de encanto. Los personajes son simpáticos, ellos son simpáticos. Toda la fuerza de la pieza se asienta en esa corriente de simpatía. Pepa Rus, en varios papeles, cada vez se acerca más a la gran Rafaela Aparicio, y con eso está todo dicho.

Va al paso de Enríquez, en un papel que, de entrada, es menos simpático que el de él, pero se adueña del personaje, lo revela, es capaz de mostrar que, como dice mi crítico de doce años, también ella tiene sus razones. Ella lo quería normal, con una mochila de Batman. Humano.
P.J.L. Domínguez