martes, 15 de diciembre de 2015

RAPSODIA PARA UN HOMBRE ALTO

Sala: Teatro María Guerrero Autor y director: Félix Estaire Intérpretes: Ignacio Jiménez y José Ramón Iglesias Duración: 1.15'
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Ignacio Jiménez y José Ramón Iglesias
Fíjense que la idea no está mal. Una final de baloncesto entre dos países recientemente escindidos. Un drama familiar inserto en el drama general. El resultado en las manos de un jugador que tiene a su hermano en la selección de enfrente. La relación del jugador con su padre. 

Ahí termina la idea. Ahora, empiecen a imaginar todos los tópicos posibles sobre estos temas (del tipo ¿Qué es una frontera? o A veces los hijos no salen como uno hubiera deseado) y hagan que dos actores los repitan todas las veces que sean precisas para alcanzar unos setenta y cinco minutos de duración. Ése es el aburridísimo texto de Rapsodia para una hombre alto. Podría pasar como primer borrador, pero es imposible de soportar en escena en su estado actual.

Rapsodia está mejor dirigida que escrita, con recursos sembrados aquí y allá que distraen un poco (he dicho un poco, no se imaginen ninguna juerga): 

* El movimiento de actores, bien coreografiado por Xus de la Cruz. Si olvidamos los remedos de paso procesional. Ahí tienen otro estilema (queda mucho mejor decir "otro estilema" que "otra bobada") que empieza a aparecer donde casa y donde no casa, como los famosos micrófonos. Cosas de las modas. ¿Un ejemplo en el que casaba? Los persas de Francisco Suárez. ¿Otro en el que uno pensaba en el Cristo y las pistolas? La balsa de Medusa. Me parece que si me pusiera a repasar programas de mano de los últimos diez años iba a encontrar docenas de apariciones de este efecto, con una aceleración en los últimos tiempos. Fíjense a partir de ahora, ya me dirán.

* La música, entre balcánica y, mira tú por dónde, de marcha procesional. Lo de balcánica viene al caso: la historia parece estar enmarcada en el proceso (huy, iba a decir "el procés") de escisión de las repúblicas yugoslavas, y se narran numerosos hechos producidos en el mundo del baloncesto y en aquel contexto. Lo de procesional no, pero eso tiene poca importancia, porque la música encaja bien y distrae un poco del sopor.

* La iluminación que, como los intérpretes, hace lo que puede por entretenernos; por ejemplo, concentrando el interés en la expresividad gestual: las indicaciones del árbitro, los tres lanzamientos decisivos, el diagrama en la pizarra del fondo... Aunque esto último precise comentario. El segundo personaje (árbitro/padre/entrenadores, luego les explico) dibuja en la pizarra un diagrama que representa las posibles variantes de futuro según el jugador enceste o falle cada uno de los tres tiros que le corresponden. A medida que se producen los lanzamientos, borra las posibilidades de futuro que se han desvanecido. Aunque, generalmente, cualquier elemento que permita al espectador prever lo que va a ocurrir es muy peligroso (estoy pensando en otra pizarra, la de Los miércoles no existen), es cierto que en esta función, proverbialmente aburrida, incluso este factor de previsibilidad resulta una distracción. Este comentario precisa de comentario. Hay contextos en que la previsibilidad es, no sólo adecuada, sino crucial: es el momento en que esperamos que al payaso le caiga encima el cubo de agua. Pero son los menos. Ponga usted una cosa cualquiera que vaya recordando al espectador cuántos eventos tienen que ocurrir de aquí a un rato, y se estará cargando algo esencial en las artes del tiempo: la sorpresa.

José Ramón Iglesias interpreta tres personajes: el padre del jugador y los entrenadores de ambos equipos. Esto último es, me parece a mí, un error del texto. Bastaba con uno, desde todos los puntos de vista: tanto para incluir este elemento siempre significativo del intérprete que se desdobla como para contar la historia. Es para presentar dos puntos de vista, claro está, pero no hacía falta. Ya les he dicho más arriba que en esta pieza todo se repite hasta la saciedad, lo que implica, entre otras cosas, que se minusvalora la capacidad de comprensión del espectador. El entrenador contrario no hacía ninguna falta para que entendiéramos todo lo que quieren que entendamos. Además, así como el binomio padre/entrenador está suficientemente diferenciado en la interpretación, los dos entrenadores se distinguen porque llevan gorra de distinto color. Mi acompañante, que no tuvo tiempo de mirar el programa de mano antes del comienzo, ni se enteró de que eran dos.

A Ignacio Jiménez lo había visto, al menos, en La cortesía de España y en La ola, bien en las dos ocasiones. También aquí está bien, yo creo que está capacitado para empeños de mayor altura, pero el texto es difícilmente defendible.

Dos cosillas más, y una observación, antes de terminar. La primera: hay un tema más, que no es explícito, pero sí evidentemente implícito. Durante buena parte de la función, a poco que uno se esfuerce ve la palabra CA-TA-LU-ÑA en el aire, formada por un ectoplasma que mana de las cabezas de los espectadores. Por supuesto, todo este asunto de países, escisiones, fronteras, banderas y colores de las camisetas de los jugadores suscita de inmediato entre nosotros esta cuestión. Olviden cualquier posibilidad de alguna reflexión de interés o enfoque poético novedoso. La segunda: a tenor de lo que el programa de mano dice, y de lo que me cuenta un conocido que asistió a otra representación, la función cambia según el protagonista enceste o no sus tres tiros. Una curiosidad.

La observación: aparte de sus propias limitaciones, Rapsodia para un hombre alto ha tenido la mala suerte de ser programada la misma temporada que Reikiavik, que tiene un parentesco evidente en el planteamiento. Ambas pretenden elevar a categoría y otorgar fondo alegórico a una competición. El parentesco termina ahí.
P.J.L. Domínguez
          

sábado, 5 de diciembre de 2015

LOS ATROCES

Sala: Nave 73 Autora y directora: Vanessa Martínez Intérpretes: Nuria Benet, Mon Ceballos, Pablo Huetos, Vicenç Miralles, Pedro Santos y Gemma Solé Duración: 1.40'
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Benet, Solé, Ceballos, Miralles, Santos y Huetos.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio: 

Usar una trama preinstalada en la memoria (más de dos mil años provocando escalofríos) es arma de doble filo: el vendaval de connotaciones que provoca la sola mención de sus personajes sale gratis, pero es fácil desafinar. Esta España de ferias de ganado está bastante más cerca del mundo de los Átridas que las adherencias posteriores de peplos y mármol blanco, pero lo importante no es eso, sino que resulta verosímil. 

La tragedia es siempre posible, y la función lo muestra.

    Tragedia es la palabra clave. Siempre difícil de interpretar sin ponerse estupendo. Vanessa Martínez la encaja con habilidad aquí y allá, en medio de un planteamiento de comedia. El curioso invento funciona. Es más: crece durante cien minutos produciendo un efecto de aceleración dramática hasta el nudo final Agamenón-Clitemnestra-Orestes-Electra, al que el espectador llega ya completamente entregado. Por momentos, brilla el virtuosismo de los seis intérpretes, que se hacen cargo de catorce personajes y saltan del humor a lo trágico, del disparate al drama con elástica cintura.

P.J.L. Domínguez
          

jueves, 3 de diciembre de 2015

NADA QUE PERDER

Sala: Cuarta Pared Autores: QY Bazo, Juanma Romero y Javier G. Yagüe Director: Javier G. Yagüe Intérpretes: Marina Herranz, Javier Pérez-Acebrón, Pedro Ángel Roca Duración: 1.40'
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La vi hace una semana y he estado retrasando el momento de publicar la entrada, porque estaba seguro de que saldría algo poniéndola por las nubes. Efectivamente, aquí tienen la crítica de Vallejo. Por las nubes.

¿Y por qué la he ido retrasando? Porque a mí no me gusta nada, pero lamento que no me guste nada. A veces ve uno pestiños infumables y sale fumando en pipa (mataría a mi madre por una paradoja, ya lo saben) y con ganas de asesinar al perpetrador. Pero detrás de esto hay gente muy capaz y mucho trabajo, y prefería no ser el primero en calificar. Ahora que Vallejo ya ha escrito que "no hay nada en la cartelera ni parecido a esta función" me permito con mayor tranquilidad decir que a mí me parece una cosa antigua, teatro de buenas intenciones. Suscribo de cabo a rabo todas las tesis que subyacen, otra cosa es que me guste el resultado escénico. Me parece que está estirado como el chicle hasta los cien minutos, cuando la cosa daba para una hora justita, porque la escritura es redundante. Me parece que el tercer personaje (en todas las escenas los personajes son dos, y hay un tercero que comenta desde fuera) sobra y olvida la capacidad del espectador para entender las cosas él solito; o sea, es redundante. Me parece que todas esas interpelaciones al espectador ("Y si fueras tu? ¿Y si fuera tu familia?", etc.) sobran exactamente como sobraría en Shakespeare un comentador diciendo "¿Se da cuenta de que estos caracteres le rodean en su vida diaria y que usted mismo lleva dentro el germen de todo esto?". Ya lo entendemos solos. O sea, son redundantes. Todo redunda en esta pieza.

Es uno de los grandes peligros de las propuestas con fuerte carga ideológica. ¿Quiere esto decir que son imposibles? No. Ahora mismo, mientras usted lee, hay en nuestro país docenas de personas concibiendo, escribiendo, ensayando o representando piezas relacionadas con cuestiones sociales en general o con la crisis en particular. Hemos visto docenas en los últimos años, y muchas otras que, escritas antes de la crisis, adquirían con ésta un significado más profundo. Alguna de ellas se llevará el gato al agua y terminará representando lo ocurrido durante estos años en el imaginario colectivo. Las hay malas (Eurozone, y les dieron un Premio Nacional, ya saben qué bien nos llevamos los premios y yo), regulares (pongamos Subprime) y excelentes. La mejor es, sin la menor duda, Mi relacion con la comida, (atentos, porque se repone en el Galileo), pero hay que citar Los iluminadosno sólo porque era estupenda, sino también por una casualidad: Pedro Ángel Roca actuaba allí y lo hace en Nada que perder. En Los iluminados componía un personaje estructurado y redondo. Aquí, lo que le dejan. 

En fin, volviendo al montaje: esto le va a gustar a mucha gente, ya se lo adelanto. No negaré que también por méritos propios, o dicho en otras palabras: no creo que mi opinión merezca ser grabada en las tablas de la ley. Pero estoy seguro, como siempre que las dichosas buenas intenciones están en juego, de que el fondo ideológico será lo más determinante en buen numero de esas opiniones positivas. Como en Liberto o en El triángulo azul (sí, multipremiado; sí, multialabado; un ladrillo, se pongan como se pongan). ¿Quieren una prueba del nueve? Es muy simple. Lleven al teatro a alguien que abomine de las opiniones políticas que sustentan la función y ya me dirán. Vi hace unas semanas Mi princesa roja, que tiene un tufo ideológico, una peste a maniobra de barnizado del fascismo que juzgo repugnante. Pues bien, teatralmente funciona, aunque uno no se case con el fondo. Preséntenme un neoliberal furioso que diga lo mismo de Nada que perder, y me comeré todo lo dicho.

En algunos momentos, se toca fondo: el regodeo en la feliz idea de los cobradores ataviados de Cervantes o la escena entre el concejal y su madre, en la que la representación de la anciana roza el teatro aficionado. Pero hay dos cosas que merecen la pena en la función. Una, Javier Pérez-Acebrón. La otra, la irrupción de la pantera. Es un recurso del texto de una hermosura poética que brilla como una gema en medio de un páramo de lugares comunes.

Nota final. He puesto más arriba que me parecía una cosa antigua, sin dar más detalles. No sabría explicarlo bien: una fábula ambientada en lo más pedestre de lo cotidiano, clara voluntad alegórica, cimiento ideológico, estética feísta... Se me antoja un montaje de hace treinta años sobre texto de Fo (a muchos kilómetros de Fo, claro está). Pero estas cosas son muy difíciles de expresar con palabras. Fíjense que casi todo esto que acabo de decir se puede aplicar a Mi relacion con la comida y, sin embargo... Decía el otro que, si no se puede hablar de algo es mejor callar, pero es que resulta tan divertido hablar de lo que no sabemos.
P.J.L. Domínguez
          

domingo, 29 de noviembre de 2015

EL CABARET DE LOS HOMBRES PERDIDOS

Sala: Teatro Infanta Isabel Autores: Christian Simeon (libro) y Patrick Laviosa (musica), versión de Jorge Roelas, Marc Álvarez y Alicia Serrat Director: Víctor Conde Intérpretes: Cayetano Fernández, Ferrán González, Armando Pita y Leandro Rivera Duración: 1.30'
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Foto con todo lo mejor de la pieza: el mejor intérprete (Ferrán González), la mejor escena y la mejor canción. (Foto Javier Naval)
Es una idea excelente. Su desarrollo incluye un buen texto, una música mala de solemnidad y una puesta en escena francamente mejorable. Hala, ya tienen resumen. Vamos por partes. Prometo ser breve, pero no se me acostumbren.

Idea y texto. Nueva versión del siempre efectivo arquetipo del rake's progress, ya saben, auge y caída. Este Luciano de Rubempré se llama Dicky. La gracia de la idea es el lugar al que el muchacho, perfectamente perdido en la vida, llega, un antro, mezcla de bar y estudio de tatuador, donde se encuentra a tres personajes no se sabe si de alegoría, de noche de farra o de pesadilla: el camarero-tatuador, el Destino y un personaje -Miss Lullaby- que tampoco acierto a saber si es un travestido o una mujer representada por un hombre. El texto avanza sin desmerecer de este arranque brillante: las aventuras y desventuras del héroe se cuentan a buen ritmo, con golpes de ingenio y aprovechando con habilidad los estereotipos narrativos que el espectador lleva instalados en sus dispositivos decodificadores. Cada uno de los puntos de la historia parece ser el de contacto con una tangente, de Querelle a El crepúsculo de los dioses pasando por todos los planetas de ese sistema solar. Todo muy gay, desde luego, por si no se habían dado cuenta todavía. Capas y capas superpuestas de cultura popular y elevada bien escondidas bajo una superficie de puro entretenimiento. En suma: una cosa bien tramada. Este Christian Simeon, también escultor (!), no debe de ser ningún idiota.

Música. Mala, y poco más puedo añadir. Se salva un número: el cuplé-habanera que Dicki y Miss Lullaby cantan sentados en el proscenio. No por nada es el primer enlace que salta en YouTube (y lo que me decidió a ir a verla). La intención del compositor es muy clara, y paralela a la del escritor: jugar con los estereotipos. Cada uno de los números calca clichés conocidos, lástima que lo haga sin la menor gracia. Una cosa es explotar la parodia y la ironía, y otra bien distinta redundar. La idea y su desarrollo narrativo son tan buenos, que justificarían una reescritura musical completa. Dejémoslo para cuando alguien decida hacer la película.

En el Infanta Isabel no está tan holgada, pero la foto les sirve para hacerse a la idea de una escenografía atractiva y bien resuelta.
Puesta en escena. Escenográficamente resultona (Bianco) y bien iluminada (Llorens), justita de vestuario. La dirección de actores (y/o la selección de los mismos, esto es siempre complicado de discernir), mal dibujada. El patinazo más evidente es el del personaje del Destino, que en los teatros del Canal interpretó Ignasi Vidal (bien entrenado en caracteres tortuosos, véase el Javert de Los miserables) y que en el Infanta Isabel ha recaído en Leo Rivera. No está enfocado como merece. Les ha salido un individuo entre chuloputas (con perdón) y vendedor de coches usados rozando el gañán, algo que contribuye poco al vuelo de la pieza. Cabía tanto un tipo sutilmente torcido, con aroma de azufre y seductor en todos los sentidos, como un bufón pasado de rosca tirando a maestro de ceremonias de Cabaret. No sé si Rivera hubiera podido dar alguno de estos caracteres (tiene el físico para el primero, y el perfilado de la barba podría hacer pensar que era lo buscado), lo he visto siempre de simpaticote. Armando Pita me pareció capaz de bastante más de lo que se le ha pedido, y me temo que Dicky le viene un poco ancho al protagonista (que, sin embargo, canta que da gusto).

¿No perciben en la foto algo de toda esa poesía oscura que la idea encerraba?
El mejor -y no sólo el mejor intérprete, sino lo mejor de la función- es Ferrán González. Debo de tenerlo un poco gafado, porque no vi Pegados (debo de ser el único) ni Mierda de artista (que escribió y protagonizó). Intentaré estar más atento a este hombre, que está aquí de miedo tanto de Miss Lullaby como de Catherine Glove. Si alguien duda de lo dificilísimo que es hacer de mujer sin caer en lo zafio, que espere a cuando le toma el relevo Rivera, un momento que debería ser hilarante, como en el original francés, y que se revienta a base de disfrazar al actor como en las cenas de nochevieja y esconderlo en el pasillo lateral de la platea. Hay un mundo entre el travestismo de señor que no quiere parecer señora, sino hacernos reír con la finura de La jaula de las locas, y el remedo grotesco. Pero volvamos a Ferrán González. Salta en la función de la chica-en-un-bar con incisos almodovarianos, a la sugerencia de la mirada velada (adivina uno noches, alcohol, drogas, desengaños a paletadas) o al registro bufo de la pata de palo como quien cambia de camisa. No relaja el esfuerzo interpretativo ni para sacudir las imaginarias maracas en el trío que acompaña el "Yo, yo, yo, yo" (ay, qué buen texto y qué mala música) de la Glove. Canta de maravilla. Vamos, que todo lo hace bien. Que haga más cosas.
P.J.L. Domínguez
          

sábado, 28 de noviembre de 2015

EL MERCADER DE VENECIA

Sala: Matadero (Naves del Español) Autor: William Shakespeare (versión de Yolanda Pallín) Director: Eduardo Vasco Intérpretes: Arturo Querejeta, Toni Agustí, Isabel Rodes, Francisco Rojas, Fernando Sendino, Rafael Ortiz, Héctor Carballo, Critina Adua, Lorena López y Jorge Bedoya Duración: 1.35'
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Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

El mercader de Venecia es una obra compleja, que yuxtapone acciones y emociones graves (envidia, odio, venganza) y una trama ligera, de amoríos y engaños. Nunca lo sabremos con seguridad, pero quizá al público de la época le resultaba menos violenta que a nosotros la cercanía entre el drama del judío –a quien destrozan la vida- y la rechifla con la que es urdido. Vasco carga las tintas del contraste, llevando algunas escenas livianas hacia la farsa desatada (Príncipe de Aragón con máscara de Comedia del Arte y acento paródico) o al humor apayasado (las idas y venidas en góndola). Es, sin merecer condena taxativa, quizá lo más objetable de la puesta en escena.


    Sin embargo, el grueso de la función se beneficia de la elegancia característica del director, maestro en la concertación de música (un piano en escena), vestuario (Caprile), iluminación (Camacho) y escenografía (gran rendimiento en su sencillez, la firma Carolina González). Querejeta es un Shylock al que comprendemos, no un monstruo de maldad irracional. Suyo es el mérito de que el personaje mantenga una cierta grandeza oscura y no desentone en medio del pitorreo. En un final felizmente añadido, él es quien cierra la historia tirando con estrépito una balanza al suelo: el comentario que a nuestra época le merece este remedo de justicia. Francisco Rojas le da la réplica a su altura.

Y lo que no cabía allí:

1.- Si sigo unos años escribiendo estas cosas, llegará un momento en que no hará falta que me lea nadie. La elegancia, no hay vez que no la saque de paseo si tengo que hablar de Vasco. Pues perdonarán, pero es que me resulta inevitable. Yo no tengo la culpa de que sea elegante siempre. Estoy recordando La fuerza lastimosa con Noviembre Teatro o Las bizarrías de Belisa con la Joven Compañía Nacional de Teatro (un montaje hecho con unas pocas sillas y punto, ¿lo recuerdan?). Es elegante hasta cuando le salen más las cosas. Miren la Hedda Gabler, tan poco conseguida, pero tan hermosa de mirar. Por eso repite muchos los colaboradores, porque se tienen pillado el punto (esto era un modismo hace tres o cuatro mil años, pero ya no sé ni si se entiende): Camacho ilumina el Mercader, y es una contribución de relieve al resultado de conjunto. Un conjunto que da gusto ver. La escenografía se limita, durante la mayor parte de la obra, a una tarima alargada y con patas, colocada inicialmente en paralelo a la línea imaginaria de proscenio y que luego los actores hacen girar a capricho. El propio mueble es hermoso, con aspecto sólido y elegancia (hala, ya salió otra vez) antigua, y es explotado a conciencia.

2.- Destaqué en la crítica en papel a Querejeta y Rojas, pero no me cupo Lorena López, que se maneja a maravilla en el breve papel de Nerissa: simpática, espabilada, un pelín burbujeante. Tengo la sensación de haberla visto en algo, pero por más que busco no doy con ello. Todos los demás están integrados con efecto coherente, excepto – diría yo- Agustí, que tiene a su cargo a Bassanio: masca, separa frases, multiplica los subrayados… Quise verlo en Penev, pero se me pasó. Lo vi en Platonov, pero no lo recuerdo. Así que es posible que tenga otras formas de hablar. Si es un efecto buscado (el tipo tiene que ser un poco chulito), a mí me parece que no funciona.

El montaje no se detiene en la atracción que Bassanio ejerce sobre Antonio. No hace falta ser muy espabilado para entender que tanta amistad de un señor de mediana edad (soltero para más señas) por un jovenzuelo alocado es difícil de concebir exenta al cien por cien de otro tipo de atracción. No me vengan con lo de que nuestra época ve homosexualidad por todas partes, porque eso que, otras veces, es perfectamente cierto, no parece de aplicación. En primer lugar, no estamos hablando de ambientes estrechos que, a base de eliminar las impurezas de la vista, terminan por conseguir galácticas ingenuidades (como aquélla, proverbial, de la censura convirtiendo a los amantes de Mogambo en hermanos, porque no podía ni imaginar una lectura incestuosa). Shakespeare escribía en un lugar y una época que no cerraban los ojos a la pluriforme actividad humana. Y el propio autor era sensible a los encantos de una y otra acera, así que es difícil sostener que su Antonio no mire con ternura a Bassanio. Es posible que Rojas haya incorporado algún matiz de este tipo, pero a mí se me escaparon, y creo que la función gana con ese subtexto (que bien queda poner “subtexto” de vez en cuando). Eché de menos alguna mirada intensa.

3.- Hay un excelente fotógrafo, Enrique Toribio, que hace –entre otras muchas cosas- series shakespearianas, y que tiene una sobre el Mercader. Echen un vistazo a las fotos, porque no tienen desperdicio.


4.- Me niego a hablar de si Shakespeare fue o no antisemita, porque me saca de mis casillas que, en estas cosas, estemos como en lo peor del proceso a Flaubert. A ver, niños: lo que hagan, digan o piensen los personajes no es lo que hace, dice o piensa el autor. Esto, que parece el abecé, es una cosa que los seres humanos no terminamos nunca de asimilar. No soporto la narrativa de Vila-Matas, pero tolero sus columnas. Hablaba esta semana de Alejandro Rossi, y lo recordaba diciendo “Cuántas veces la crítica literaria –aun la mejor- olvida la escritura y sólo busca al autor” […] El autor sería el único personaje interesante”. El mismo Vila-Matas tenía que recordar dos días más tarde (en El País del 26) que su yo literario es un personaje inventado. Es como si, a fin de cuentas, fuéramos un gigantesco Sálvame con alguien vociferando “Sí, sí, está muy bien todo esto de Shylock y Antonio, pero ¿William? ¿William era antisemita o no? ¿Y era gay o no era gay?”. De más está recordar que William habló por boca de antisemitas y judíos, adúlteros y ejemplos de pureza, espíritus abnegados y ratas, asesinos y víctimas, hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales. Ah, y también –pequeño detalle- que la obra contiene –en el celebérrimo monólogo de Shylock- uno de los más altos alegatos por la igualdad jamás escritos. Si fue antisemita, aún sería más admirable la capacidad para ponerse en el lugar del otro y hablar con coherencia desde ese lugar.
P.J.L. Domínguez
          

martes, 24 de noviembre de 2015

UN ESPÍRITU BURLÓN

Sala: Teatro Fernán-Gómez Autor: Noël Coward (el programa de mano no menciona al autor de la versión) Director: César Oliva Bernal Intérpretes: Berta Ojea, Quim Capdevila, Carla Hidalgo, Antonio Albella, Eva Torres, Lola Escribano y Esperanza Candela  Duración: 1.30'
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Estas cosas de aspecto sencillo las carga el diablo. Como son ustedes bastante listos en general, y muchos serán perfectamente conscientes de las dificultades que entraña Coward, se estarán preguntando: "¿quién ha dicho que sean de aspecto sencillo?". Lo son. Tengo una prueba a favor: Coward, como Jardiel, es uno de los autores más utilizados por el teatro aficionado. Los ojos inocentes -no contaminados por los miasmas que emanan de los escenarios- sólo ven un intercambio de frases perfectamente habituales entre personajes perfectamente plausibles: en esta comedia hasta el fantasma parece, de puro civilizado, plausible, y la médium no va más allá de ser una locatis del tipo que todos hemos conocido alguna vez. (¿Locatis? ¿Se sigue diciendo locatis? ¿O la edad empieza a distanciarme del mundo real? Ay).

Colin FIrth en Relative values (Gente con clase). Estereotipo de un personaje que
recorrre la obra de Wilde y de Saki y que es pariente cercano de los de Blithe spirit.

Yo no sé si estaré distanciado, pero Coward -desde luego- revolotea a muchos kilómetros de la realidad. Lo que ocurre es que el muy puñetero (y ése es el núcleo de su talento) escribía de tal manera que toda esta irrealidad cuela perfectamente como si fuera vida cotidiana, sin que percibamos que sólo se sostiene gracias a un armazón de puro estilo. La paradoja fundamental del teatro (la misma que alimenta La paradoja del actor de Diderot) hace que este planteamiento falso-falso-falso exija una realización en escena que parezca natural-natural-natural. ¿Cómo se consigue que tanta falsedad se transmute en completa naturalidad? A través de una estilización completa de la interpretación, que debe construir un tipo de personaje que todos conocemos (piensen en Julie Andrews o Colin Firth en Relative values) y que, si alguna vez existió, desapareció definitivamente el día en que los laboristas establecieron impuestos sobre las mansiones de la aristocracia rural inglesa.

En resumen, que para que esto funcione hay que echarle casi tantas dosis de estilización y amaneramiento como a la Comedia del Arte. Si no, no se percibe el efecto cómico de que este refinadísimo matrimonio se dé todo tipo de coces en los morros sin abandonar nunca un tipo de lenguaje y de gesticulación propios de la gente que vistió faldones de encaje en la cuna. Piensen en Cary Grant y Katherine Hepburn en Historias de Filadelfia (anterior a esto en un año) y tendrán una idea aproximada. Y pueden ver en este enlace nada menos que a Dirk Bogarde haciendo Blithe Spirit.

Berta Ojea. Siempre las da todas.

¿Ha pillado Oliva ese tono? No. Con esto, la crítica está prácticamente terminada. La cosa no va mal, no es que haya bostezos, Berta Ojea -como siempre- lo dice todo bien y coloca los aspavientos donde su oficio le aconseja que los ponga, pasa uno el rato... pero de ahí a un Coward bien hecho va un abismo. Que los Condomine hayan pasado a apellidarse Salamanca ya daba pistas. Las comedias contemporáneas ganan cercanía al espectador cuando se aclimatan, pero esto es complicado de entender si no se ubica mentalmente en ese curioso ambiente -sofisticado y pueblerino a partes iguales- en el que una matrona en la cúspide de la pirámide social podía calzarse unas botas de goma para poner orden en la charca de los patos. El mundo de tantas novelillas de la Christie, de los cuentos de Saki... y, si quieren una referencia más cercana, de Dowton Abbey. Los Condomine son, treinta años más tarde, los vecinos de clase media de los condes de Grantham (cuando la clase media aún merecía ese nombre). 

* * *
Nota sobre fantasmas. Alguien señaló que la profusión de fantasmas en el cine y el teatro en los decenios de las dos guerras mundiales fue una respuesta inconsciente al dolor de tanta gente que había perdido seres queridos y quería ver confirmada su creencia en una vida después de la muerte. Suele mencionarse el gran éxito de El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir), de 1947, como ejemplo destacado. Blithe spirit se estrenó el 41, aunque parece que Coward llevaba un tiempo con la idea en la cabeza. Jardiel estrenó Un marido de ida y vuelta, de asunto sorprendemente parecido, en octubre de 1939, rodeado de cadáveres de otra guerra, algo que parece apoyar esa idea de los fantasmas en la ficción como reflejo de los muertos en la realidad. ¿Hay alguna posibilidad de que Coward plagiara? Tienen en este enlace un excelente resumen de la cuestión escrito por Marcos Ordóñez. Jardiel -que no tenía ni una pestaña de tonto- lo creyó siempre, y no es imposible.
P.J.L. Domínguez
          

lunes, 23 de noviembre de 2015

HÉRCULES EL MUSICAL

Sala: Teatro La Latina Autores: Miguel Murillo y Ricard Reguant (libreto); Ferrán González (música) Director: Ricard Reguant Intérpretes: Pablo Abraira, Víctor Ullate, Paco Arrojo, Javier Pascual, Clara Alvarado, Nuria Sánchez y Elena Gómez (más trece bailarines y acróbatas) Duración: 1.30'
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Esto no es el Teatro La Latina, es Mérida. Pero el vestuario (glups) es el mismo.

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

NO TAN JUBILADO

Este Hércules navega entre muchos escollos. Primero, el que debe sortear cualquier musical de gran formato y producción moderada. En segundo lugar, la inevitable comparación con Disney. Si, además, contamos que el héroe está jubilado y que el libreto propone un complicado ir y venir entre el presente real (el viejo Hércules trabaja en un circo) y el pasado fingido (el circo representa sus hazañas), y que ambos planos se confunden en un final abierto… cualquiera apostaría por el desastre.


    Pues no. Hay que dejar en la puerta del teatro los prejuicios y olvidar el material promocional que -entre vestuario, caracterización e imagen gráfica- tira hacia lo fallero. A la hora de la verdad, todo eso molesta poco. Detrás está Reguant, un tipo que se las sabe todas: hace comprensible el libreto y lo convierte en el mejor activo. Delante, en escena casi cada minuto, está Abraira que, a base de carisma, confiere dignidad y una sincera melancolía crepuscular a la función. Hablando de carisma: Ullate, como siempre, hace simpático todo lo que toca. Sus compañeros bufos, Javier Pascual y Nuria Sánchez, le aguantan el tirón. Las diosas (Clara Alvarado y Elena Gómez) están estupendas, y Paco Arrojo canta estupendamente la música de Ferrán González, pegadiza y resultona. En resumen, diversión para niños y mayores. Me llevé a uno de doce y no perdió comba.

Y algunas cosillas que no cabían allí:

1.- Reguant dirigió en Madrid hace poco una versión de Diez negritos parecida, en cierto sentido, a este Hércules. Rasgos de género muy marcados (aquí un musical, allí un crimen en espacio cerrado) y producción modesta. En ambos casos, las limitaciones de medios se superan gracias a un buen material de partida (la trama de la Christie y el libro y la música del musical) y a la interpretación, desde luego, pero sobre todo por la habilidad de Reguant a la hora de lidiar con los estereotipos de género. En ambos casos también, el resultado es divertido.

2.- A Nuria Sánchez la vi en Otro gran teatro del mundo, también muy bien, creo que haciendo de princesa respondona. Además de estar estupendas (sus dúos son de lo mejor de la función) Clara Alvarado y Elena Gómez, Atenea y Hera respectivamente, salen -quizá por su condición de diosas que parece justificar cualquier extravagancia- mejor paradas con el vestuario. El pobre Ullate es como si hubiera salido de otra función distinta, algo así como Los payasos de la tele en Jamaica, entre la bata y las rastas, pero es un tipo que puede con todo y eleva la energía ambiente cada vez que sale. El Hércules joven también lleva rastas, y he visto alguna foto en la que incluso Abraira las llevaba, aunque juraría que han desaparecido en La Latina (gracias a los dioses).
P.J.L. Domínguez
          

sábado, 21 de noviembre de 2015

OTHELO

Sala: Naves del Matadero Autor: William Shakespeare (versión libre de Gabriel Chamé Buendía) Director: Gabriel Chamé Buendía Intérpretes: PMatías Bassi, Justina Grande, Hernán Franco y Martín López Duración: 1.50'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)



¿Recuerdan el bombazo de la llegada de Tolcachir con La omisión de la familia Coleman? ¿La de Veronese con Mujeres soñaron caballos? ¿La de Zorzoli con Estado de ira? Pues bien, tenemos nuevo fenómeno argentino. Espero encontrar pronto un rato para contarles este Othelo con algún detalle, pero había una comunicación urgente que hacer: no sé si quedan entradas para las dos funciones restantes, pero si quedan, maten para conseguir una. O pónganse en la puerta, a ver si falla alguien (pero pónganse con tiempo, que hoy ya había cola de espectadores suplentes). Va a ser una de las propuestas memorables de la temporada.
P.J.L. Domínguez
          

lunes, 16 de noviembre de 2015

LOSERS

Sala: Teatro Bellas Artes Autora: Marta Buchaca Director: Guillem Clua Intérpretes: María Pujalte y Vicente Romero Duración: 1.15'
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Losers, estrenada en catalán en 2014, pretende ser una comedieta entre romántica y amarga. Digo "pretende", porque no llega a ninguna parte. Está hecha de lugares comunes, no tiene chispa, es -en una palabra- un ladrillo. Significativo que el fragmento que más risas provoca sea la enésima recreación de las conversaciones con los sistemas de atención teléfonica.

El texto está muy por debajo de la capacidad de ambos intérpretes,  que son de tomo y lomo -los dos- y que hacen lo que pueden. Se las ven y se las desean para que la cosa avance, pero sería realmente una hazaña de titanes conseguir que despegara. Ni hace reír ni tiene el toque de absurdo de algunas comedietas de dos personajes ni conmueve cuando tira al drama... No consigo imaginar qué ha podido verle Guillem Clua, un tipo capaz de escribir Smiley, para decidirse a dirigirla. Me aburrí como la ostra esa de la foto.
P.J.L. Domínguez
          

domingo, 15 de noviembre de 2015

NORA 1959

Sala: Teatro Valle-Inclán Autora y directora: Lucía Miranda (versión libre de Casa de muñecas de Henrik Ibsen) Intérpretes: Nacho Bilbao, Ángel Perabá, Rennier Piñero, Efraín Rodríguez, Belén de Santiago y Laura Santos Duración: 1.35'
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Quienes me leen habitualmente entenderán el ataque que va a darme en 3, 2, 1... ¡¡¡Micrófonos!!! ¡¡¡Aquí también hay micrófonos!!! Si repasan las últimas entradas de mi blog verán que hay una epidemia. Inexplicable. En resumen: los micrófonos se han puesto de moda, y empieza a ser difícil ver una función en la que no haya alguien que nos hable micro mediante. Que vengan a algo o se limiten a estorbar, ya es otro cuento.

En ésta no sólo hay micrófonos. Hay canciones (muchas), bailes (muchos), un adulto haciendo de niño (horrible casi siempre, por ejemplo esta vez), participación de dos espectadoras (una hace de portera y la otra custodia una mirilla que los actores le reclaman cada vez que van a llamar a la puerta), onomatopeyas del ruido de fondo en la radio cuando se mueve el dial (tres actores frente a un... micrófono, claro), teatro dentro del teatro (serial radiofónico, para ser exactos, pero con actores a la vista)... en fin, una larguísima serie de elementos añadidos a la trama de Casa de muñecas entre los que sólo falta el neperiano (si quiere saber lo que es el neperiano, siga este enlace).


Estas cosas salen a veces, otras se estrellan. Ésta se estrella con estrépito. No es sólo que la acumulación de... cosas -no encuentro término común más preciso- sea de heterogeneidad dramatúrgicamente injustificada, sino que en los ratitos en que el asunto se calma y los intérpretes dicen su texto, no hay por dónde coger el resultado. No me atrevo a asegurar que ninguno sea especialmente mal actor (o actriz, que también llevan lo suyo), porque está todo tan mal hilado, que cualquiera sabe. El único que parece demostrar una cierta capacidad interpretativa es Efraín Rodríguez (el de la foto), que está gracioso y sabe colar alguna segunda intención -los demás, planos como encefalograma de difunto- en registro de melodrama. Insisto: es posible que sean capaces de hacerlo mejor, pero aquí no hay quien lo vea. El concurso de la escena menos justificada estaría reñido, pero creo que me quedo con la conversación final entre los esposos, el nudo de toda la cuestión, el clímax dramático... en el que no se miran. Hablan al tendido con sendos... micrófonos, claro, ¿qué esperaban? Como si no tuvieran ya durante el resto de la función serios problemas para hacernos creer lo que dicen, encima van y les impiden mirarse a la cara.

Dicho todo esto, Nora 1959 no comete el peor pecado posible en un teatro. Tanta cosa, tanto lío, tanto "a dónde se supone que queremos llegar" impide que uno se aburra. Maldice un poco, pero no se aburre. Termina, además, con un rasgo de sinceridad. Como si se reconociera la incapacidad para terminar aquello mejor que con el original portazo ibseniano (al que se renuncia), se cede el final a lo mejor que pasa en los noventa minutos largos: la grabacion de voces de ancianas que hablan de la perra vida que les dieron y de su liberación en edad provecta. Un soplo de naturalidad que, después de tanta impostación, es como un vendaval liberador.
P.J.L. Domínguez