Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: William Shakespeare (versión de María Fernández Ache) Director: Marco Carniti Intérpretes: Beatriz Argüello, Carmen Barrantes, Alberto Castrillo-Ferrer, María Victoria di Pace, Roberto Enríquez, Alberto Frías, Pedro G. de las Heras, Karina Garantivá, Iván Hermes, Carlos Jiménez Alfaro, Pedro Miguel Martínez, Manu Mencía Calvo, Sergio Reques, Verónica Ronda, Mitxel Santamarina, Edu Soto y Víctor Ullate Roche. Duración: 3.05' (entreacto de quince minutos)
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:
Los clásicos están para hacer con ellos lo que
dicte el talento, sin los miramientos debidos sólo a las momias. Carniti ha
hecho lo que ha querido, y su apuesta encandila, hasta emociona; presta
chisporroteante coherencia a un texto complejo. Gracias a la escenografía y el
vestuario -lujo visual- de Elisa García, a la iluminación de Felipe Ramos y a
la música –sin mucha chicha pero de gran efecto dramatúrgico- de Annecchino. Gracias,
sobre todo, a que la historia camina empastada y con paso sostenido, y a la
energía que la compañía entera transmite.
Lástima que este empuje se disuelva en el
aire tras el entreacto, cuando queda medio espectáculo. En parte, porque la
tralla de los efectos visuales se ha concentrado al comienzo, error de manual.
Además, porque parecen agotarse los recursos (de interpretación, coreográficos)
que prestaban continuidad, y se percibe un rosario de escenas en lugar del
flujo anterior. Sin embargo, este severo descalabro estructural no anula el
disfrute de lo mucho que hay que ver y escuchar.
Espléndida, en alturas
interpretativas de primera figura, Beatriz Argüello. Muy bien aprovechados
Hermes y Garantivá. Perlas escondidas aquí y allá, como el pasaje del invierno benévolo de Pedro G. de las
Heras, o las intervenciones de Edu Soto, que lleva camino, antes de los
cuarenta, de maestro de actores: hizo que se me saltaran las lágrimas.
La ampliación llega cinco días más tarde de lo prometido. Siempre creí ser un hombre de palabra, pero parece que me sobrestimo siempre. Paciencia. Como expiación, voy a llenar esta entrada de fotos en las que se aprecien, en la medida en que los encuentre, los efectos de escenografía e iluminación.
Rojo. Un bonito rojo justificado. Esos brillos pop quedan de miedo, tanto en rojo como en blanco. Dan al material de las tiras verticales una textura entre Kyari Pamyu Pamyu y área de despiece en el apartamento de Dexter. |
Las frases en negrita son los enlaces entre el texto publicado y éste. Para enterarse bien, mejor leer primero aquél y luego éste.
Gracias a la escenografía, el vestuario y
la iluminación. Hay un buen rato inicial durante el
que uno cree que la asfixiante jaula (ver foto) se va a quedar ahí las tres
horas. No. Buen golpe. Merece la pena dejarla ese rato para provocar después al
respetable la satisfacción de ver el bosque sin trabas y respirar a gusto.
Bosque, por cierto, construido en lo fundamental con el mismo reciente
artificio de La cortesía de España. Unas
telas (o plásticos, brillan a veces con la iluminación) que se desenrollan desde
lo alto simbolizando árboles. Simple y efectivo. Está también bien usada
–porque hay quien planta cosas de éstas no se sabe muy bien para qué- la
prolongación central del escenario hacia el pasillo del patio de butacas. Quizá
quiera evocar los escenarios isabelinos en los que Shakespeare estrenaba. Algunas
escenas se desarrollan ahí. Se aprovecha también para que algunos mutis
por la platea se vean en su integridad. Me explico: ahora que está tan de
moda que los actores entren y salgan por ahí (el noventa por ciento de las
veces, sin justificación ni argumental ni estética), a menudo, y dependiendo de
la inclinación del patio de butacas, hay un buen trecho durante el que van
medio escondidos. Justo el trecho que salva esta ancha pasarela, gracias a la cual vemos, por ejemplo, la fantástica displicencia con la que se va Edu Soto.
El ciervo se va directo a mi museo mental de la utilería, junto con la rata de El policía de las ratas. El efecto elfos, collares y babuchas se aprecia en el señor de la izquierda. Es apabullante, en el mejor sentido, cuando sale así un montón de peña, pero no encuentro foto. |
El vestuario, también de Elisa Sanz (y no de una Elisa García que no sé de qué oscuro rincón de mi cerebro saltó a la crítica de la Guía, perdón) me gustó, y me gusta más cada día que pasa. Especialmente logrados el vestido de Himené, versión femenina del Himeneo del texto original, y el efecto de conjunto de la comunidad del bosque. Y eso que me imagino las pegas que habrá en más de un cerebro de más de una persona con gusto e información. Himené, a un paso de deslizarse hacia los figurantes de los vídeos de ese infame producto que versionaba música clásica en plan pop hace unos quince años (concerto no sé qué). La comunidad forestal, algo escorada hacia los Elfos Sidar, con cierta sobreabundacia de collares y babuchas (?) tendentes al Indostán, estas últimas achaparrando en exceso el aspecto de algún actor (de Ullate, por ejemplo, que trae de fábrica unas proporciones casi pefectas). Sí, es cierto que vira todo bastante hacia lo espectacular. Sí, es cierto que los luchadores del comienzo se van un poco hacia Mad Max. Sí, es cierto que, en resumen, el vestuario es efectista. Bien, ¿y qué? Mola. El efectismo puede ser criticable cuando es vacuo, no cuando encierra sustancia. Volveremos sobre esto en un momento, al hablar de la música.
Y, por cierto, vivan las sombrillas de los extremos en esas escenas de conjunto.
Y, por cierto, vivan las sombrillas de los extremos en esas escenas de conjunto.
Otra de la jaula. En azul. Enríquez y Mencía Calvo. Se roza el riesgo de que parezca una escena de Mad Max en la corte del rey Arturo, pero el peligro se salva con donaire. Todo controlado. |
La iluminación Felipe Ramos aprovecha al máximo las posibilidades escenográficas, y ya es decir, algo que podría hacerse
en pocos teatros como en el Valle-Inclán: allí donde hace falta, hay un foco.
Bonitas, y mira que esto es difícil de encajar si no se trata de un burdel, las escenas en rojo. Más de lo que pueda decirles yo, les dirán las fotos que voy a diseminar por aquí. A pesar de que, lo saben bien, poco favor le hacen las fotos al teatro.
Garantivá y Enríquez. Al fondo, una chaise longue / balancín que en mi función se... ¿rompió? No lo sabemos. No se sabía si se rompió o si era un efecto extraordinariamente logrado, lo que me provocó otra reflexión sobre el realismo teatral: un efecto demasiado logrado lo destroza. |
Música sin mucha chicha, pero de gran efecto dramatúrgico. Bien dosificada y bien puesta. Claro que no tiene mucha chicha, pero eso se puede decir del 90% de la música de cine, por ejemplo, y seguramente me quedo corto. En muchas ocasiones, la música de escena no puede tener gran personalidad: se comería cualquier cosa que estuviera sucediendo en el escenario. De hecho, es una de las trampas más usadas, y de mejor resultado, que se pueden ver en un teatro. ¿No sabes qué hacer con un final? Ponle a volumen atronador Soave sia il vento (una vez quise hacerlo, y no me dejaron) o la Música para los reales fuegos de artificio y ya está, salvado el final. Ojo que las trampas valen en teatro, ¿eh? De hecho, todo es trampa, valen siempre que no se note el artificio. Ésta la usó Óscar Miranda soltando al final de De noche justo antes de los bosques el triple concierto de Beethoven, y la emoción agrietaba los cimientos de la sala.
Pero, la mayor parte del tiempo, lo que un director de escena sensato demanda es una música de acompañamiento -de amueblamiento, con término inventado por Satie- que vista pero no ciegue (¿han visto que juego de palabras digno del barroco?); que rellene pero no pise. Y así es lo que Annecchino ha hecho, unas canciones agradables que redondean los efectos. Lo más logrado desde ese punto de vista del efecto, quizá el final de la primera parte. Comentario prometido sobre el efectismo: nada más fácil de achacar a un italiano. Ya saben, obsesionados por lo visual (desde hace sólo unos cuantos siglos), todo apariencia, se pirran por el puro esteticismo... Es un tópico, basado, como todos los tópicos, en hechos reales, como las pelis de Antena 3. Este tipo de música podría ser perfectamente aplicado, por ejemplo, a esos gigantescos espectáculos de calle que un italiano (cuyo nombre se resisten a entregarme mis neuronas) ha paseado por medio mundo. Ya saben, ésos con las bailarinas suspendidas en el centro de esferas gigantes. Ideas que han sido vorazmente fagocitadas por inaguraciones olímpicas y demás celebraciones. Eso es puro efectismo. En primer lugar, nadie ha dicho que sea un pecado mortal, vale para cuando vale. En segundo lugar, es un reproche que no viene al caso cuando toda esta batería de efectos contribuye a... a que Como gustéis camine empastada y con paso sostenido. Ya perdonarán que me cite a mí mismo.
Lástima que este empuje se disuelva en el aire después del entreacto, cuando queda medio espectáculo. Sí, lástima, y poco más se puede decir. Excepto que el inicio del declive está anunciado con trompetería por la primera escena tras el entreacto: la entrada de Corino y Silvio, que vienen de otra función. De un Esperando a Godot en clown, montado por un instituto de bachillerato, con una escalera de pintor recién comprada en una ferretería y carteles de "TE AMO". El anticlímax de comienzo de segunda parte es casi insoslayable siempre, y más con un cierre tan brillante de la primera como el de esta función, pero esto es un exceso. No sé si estarán de acuerdo en que suelo dar pocos consejos, pero creo que habría que repensar completamente el aspecto de estos dos. Por terminar con esto de la pérdida de fuelle, no me parece que tenga la mínima responsabilidad la ligera y transparente versión de María Fernández Ache.
La energía que la compañía entera transmite. Beatriz Argüello estaba guapa, elegante, convincente, expresiva, verosímil, versátil -y no sigo porque tengo mucho que hacer- en Kafka enamorado. Para mi vergüenza, creo que no la había visto antes. ¿De qué la conoce Carniti? Ni idea. Pero menudo golazo. No me puedo imaginar una intéprete mejor de Rosalinda. Como gustéis es una de las funciones de género fluctuante que hay ahora mismo en cartelera. Es un texto poco etiquetable, si no francamente raro. Eso es un reto formidable para el director, pero no lo es menos para quien tiene que estar en escena cuando la cosa parece un drama, cuando parece una comedia o cuando parece un juguete bucólico, y componer pese a todo un carácter verosímil (incluido disfraz de hombre). Pues bien, insisto, no me puedo imaginar a nadie haciéndolo mejor. Argüello hace compatibles una encantadora ligereza y la más convincente de las honduras.
Decía en la Guía que Garantivá y Hermes estan muy bien aprovechados, y esto quizá exija explicación. La primera descarrilaba estrepitosamente tanto en En la vida todo es verdad y es mentira como en Doña Perfecta. Al segundo ni siquiera lo recuerdo en El mal de la juventud y estaba prácticamente inutilizado en Yerma. Ambos aguantan aquí todos los tirones; por citar sólo los de las fotos que ven, Garantivá el de Argüello y Hermes el de Edu Soto. Salen bien parados, incluso lucidos. La primera ha modificado una pronunciación que resultaba molesta. Me alegro. Pedro García de las Heras evita el amaneramiento de la ancianidad, que tan pocas veces se consigue evitar. Uno se va oliendo que va a hacer algo estupendo en cuanto le dejen, y efectivamente lo hace: en cuanto le dejan implorar a Orlando que le acompañe. Roberto Enríquez es un tipo que adquiere en escena una planta y un empaque rotundos. Estaba estupendo en lo último que le vi: Málaga, de Aitana Galán. Aquí, también. Tengo la sensación de que deslumbrará el día que le caiga un gran papel. Un papel de personalidad retorcida, le daría yo. O el de La Venus de las pieles que tan bien hace Diego Martín. Sería interesante ver la versión "tipo duro" opuesta a la de "tipo adorable", que Martín encarna. Pedro Miguel Martínez las clava todas, como siempre. El resto de papeles breves están bien, excepto los de Corino y Silvio, y no por su culpa, sino por cómo los hacen salir.
Párrafo aparte para Edu Soto. No, no somos primos. Pero cualquiera que tenga ojos en la cara ha podido ver, en esta sucesión de El lindo Don Diego, Montenegro y Como gustéis que este individuo es un fuera de serie. Tiene aquí tres momentos que dan su verdadera talla: el monólogo de "el mundo es un escenario" (me gusta más como suena con "escenario" que con "teatro"); el de la melancolía ("Yo no tengo la melancolía del sabio, que es envidia...") y su mutis final, que en otros tiempos se habría aplaudido: un prodigio de leve desdén.
Pero, la mayor parte del tiempo, lo que un director de escena sensato demanda es una música de acompañamiento -de amueblamiento, con término inventado por Satie- que vista pero no ciegue (¿han visto que juego de palabras digno del barroco?); que rellene pero no pise. Y así es lo que Annecchino ha hecho, unas canciones agradables que redondean los efectos. Lo más logrado desde ese punto de vista del efecto, quizá el final de la primera parte. Comentario prometido sobre el efectismo: nada más fácil de achacar a un italiano. Ya saben, obsesionados por lo visual (desde hace sólo unos cuantos siglos), todo apariencia, se pirran por el puro esteticismo... Es un tópico, basado, como todos los tópicos, en hechos reales, como las pelis de Antena 3. Este tipo de música podría ser perfectamente aplicado, por ejemplo, a esos gigantescos espectáculos de calle que un italiano (cuyo nombre se resisten a entregarme mis neuronas) ha paseado por medio mundo. Ya saben, ésos con las bailarinas suspendidas en el centro de esferas gigantes. Ideas que han sido vorazmente fagocitadas por inaguraciones olímpicas y demás celebraciones. Eso es puro efectismo. En primer lugar, nadie ha dicho que sea un pecado mortal, vale para cuando vale. En segundo lugar, es un reproche que no viene al caso cuando toda esta batería de efectos contribuye a... a que Como gustéis camine empastada y con paso sostenido. Ya perdonarán que me cite a mí mismo.
La pasarela central, que da juego. Como en esta escena de las manzanas (bonita idea la de las manzanas). El del fondo es Vïctor Ullate Roche. |
Garantivá y Argüello. ¿No dirán que no molan ellas, la luz las tumbonas, los reflejos rojos del fondo, la reja, el suelo...? |
La energía que la compañía entera transmite. Beatriz Argüello estaba guapa, elegante, convincente, expresiva, verosímil, versátil -y no sigo porque tengo mucho que hacer- en Kafka enamorado. Para mi vergüenza, creo que no la había visto antes. ¿De qué la conoce Carniti? Ni idea. Pero menudo golazo. No me puedo imaginar una intéprete mejor de Rosalinda. Como gustéis es una de las funciones de género fluctuante que hay ahora mismo en cartelera. Es un texto poco etiquetable, si no francamente raro. Eso es un reto formidable para el director, pero no lo es menos para quien tiene que estar en escena cuando la cosa parece un drama, cuando parece una comedia o cuando parece un juguete bucólico, y componer pese a todo un carácter verosímil (incluido disfraz de hombre). Pues bien, insisto, no me puedo imaginar a nadie haciéndolo mejor. Argüello hace compatibles una encantadora ligereza y la más convincente de las honduras.
Soto y Hermes. |
¿Por qué no aparece la caracterización en los créditos? ¿La ha hecho Elisa Sanz? También contribuye. |
P.J.L. Domínguez
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