lunes, 3 de febrero de 2014

JULIO CÉSAR

Sala: Teatro Bellas Artes Autor: William Shakespeare (versión de Paco Azorín) Director: Paco Azorín Intérpretes: Mario Gas, Sergio Peris-Mencheta, Tristán Ulloa, José Luis Alcobendas, Agus Ruiz, Pau Cólera, Carlos Martos y Pedro Chamizo. Duración: 1.35'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)

Bueno, en el Bellas Artes no hay todo ese espacio para que la escenografía
respire, pero la cosa puede adivinarse.

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


MAFIA 44 A.C.


Unos y otros no fueron, en  rigor, más que oligarcas mafiosos. Pero el debate sobre la legitimidad de asesinar al tirano, iniciado en la Antigüedad y que pasa por Tomás de Aquino, terminó por encontrar en Julio César un retrato de la lucha por la democracia. Así vemos a Bruto y a sus compañeros al menos desde la Revolución Francesa, y así los ha visto Azorín: gritando “¡Viva la República!”

    Él lo ha hecho casi todo –versión, dirección y escenografía- y todo bien. El resto lo han añadido igual de bien Yagüe (iluminación), Bomé (vestuario) y Orestes Gas (sonido). Aunque el mayor gancho de la función, esté, quizá, en la interpretación de tanto famoso. Gas está brillante, muy atractivo: es un César que flota por encima del mundo y al que apenas le hace falta enseñar un milímetro de colmillo. Peris-Mencheta, también brillante: mide la intensidad, llora lo justo y grita lo justo en uno de los monólogos más temibles de la historia del teatro desde que lo rodara Brando. Espectacular Alcobendas: gran parte de la función se sostiene sobre sus espaldas. Ulloa brilla algo menos, pero lo suficiente. Salvo un Casca pasado de vueltas, el resto bien. Me encantó Pau Cólera.

    Una pega: el escenario del Bellas Artes, justito. No deja ver, aunque sí adivinar, la hermosura que la escenografía ha debido de rendir en otros lugares.


Y lo que no cabía allí (las frases en negrita enlazan ambos textos; mejor leer primero aquello y luego esto para enterarse bien):

1.- Legitimidad de asesinar al tirano. Sobre este tema y sus ampliaciones -la rebelión contra cualquier poder ilegítimo- ha corrido tinta desde la Atenas clásica hasta los aledaños extremos de la teología de la liberación. Últimamente, desde el "no nos representan", se oyen muchos ecos por aquí. La cultura greco-romana, al menos una parte de ella, heroizó la actitud del tiranicida. Aquí al lado tienen a Harmodios y Aristogitón, que se llevaron por delante al tirano Hipias y que merecieron por eso el honor de ser representados en un grupo escultórico. Por mucho que el asunto, Tucídides dixit, fuera más de amores gays que de política. (En la foto, Harmodios es el imberbe y Aristogitón el de la barba) Ésa es la tradición que Shakespeare recoge, la de un noble Bruto (maravillosa expresión ambigua) cuya motivación no es otra que la de preservar la libertad de los ciudadanos y las instituciones de la República.

(Vean: a la izquierda, el noble Bruto; a la derecha, un noble bruto)

Sigamos, que se me va la olla.



En burdo y apresurado resumen, César vendría a ser un demagogo populista (y militarista), a un paso de convertirse en rey, algo a lo que la aristocracia romana tenía una alergia congénita. Mientras que Bruto y sus compañeros de rebelión querían mantener intacto el sistema republicano, diseñado para repartir la tarta entre los diversos grupos de poder, más o menos cambiantes y más o menos enfrentados según el momento. O sea que, hablando con propiedad, "demócrata" -en el sentido que damos hoy al término- no había ninguno. El paralelo que me parece más acertado con la actualidad es el de un equilibrio de familias mafiosas que, de pronto, se rompe por el ascenso de un padrino. Todos sabemos cómo termina eso. En Roma terminó igual: con una espantosa guerra entre "familias". En cualquier caso, el asesinato de César se convirtió en uno de los momentos fetiche de nuestra cultura, revestido de una relevancia desproporcionada respecto a su real peso histórico.

Una pequeña advertencia para cerrar este apartado. Si pasa por Roma y alguien le señala el emplazamiento del Foro donde estuvo el Senado diciéndole "ahí apuñalaron a César", algo que he oído docenas de veces a guías y espontáneos, está autorizado a responder "y un rábano". La reunión del Senado tuvo lugar en la curia de Pompeyo, un edificio situado entre los actuales Campo dei Fiori y Largo Argentina. Desde el primero aún se ven restos, convertidos en viviendas. El punto más probable del múltiple apuñalamiento debe de estar, por lo que dicen los que saben de esto, más o menos en el actual vestíbulo del Teatro Argentina. Por cierto, ríase usted de los informes forenses. Sabemos una por una las frases pronunciadas antes de la agresión, las puñaladas recibidas, cuál fue la mortal (la segunda), lo último que la víctima hizo (taparse púdicamente con la toga) y lo último que la víctima dijo: Tú también Bruto, hijo mío, o algo muy similar, según Suetonio en griego. Mira que hay que ser fino para morir hablando en griego. Claro que César tenía recuerdos de juventud asociados a esa lengua que quizá la vista de Bruto le renovaba, según dicen las peores lenguas.



Dicho todo esto, si la libertad y la democracia decidieron tomar a Bruto y sus compañeros por héroes, me parece muy bien. Están muy necesitadas de símbolos.


2.- Él lo ha hecho casi todo –versión, dirección y escenografía– y todo bien. Azorín, que ha hecho mucho y bien estos últimos años, demuestra otra vez que es uno de esos escasos creadores capaces de tocar muchos palos. De la escenografía, hablaremos más abajo. En cuanto a la versión y la dirección, tengo que empezar por decir algo, glups, difícil de decir: nunca he entendido muy bien la estructura dramática de la obra. Todo el mundo lleva siglos preguntándose, aunque no todo el mundo lo confiese, por qué se titula Julio César, si ese señor se muere nada más empezar. Es un detalle, pero un detalle revelador, porque lo más gordo que ocurre en la función es eso: que lo cosen a puñaladas. Es como si en los respectivos primeros actos se murieran Romeo, Julieta, Macbeth, Desdémona, Hamlet... o Don Mendo. Lo siento infinitamente por mi reputación, pero la longitud original de lo que queda desde el asesinato hasta el final me ha producido siempre un intenso efecto de anticlímax (o, en expresión más castiza, de cortapedos),. hasta con Marlon Brando y James Mason. Versión + dirección de Azorín = evitado el anticlímax. 




Si aún no la han visto, fíjense en los momentos inmediatamente posteriores a la muerte. Hay pocas cosas que un director de escena, o un productor que está arriesgando su dinero, teman más que a un muerto tirado en medio del escenario. Aquí, el asunto está perfectamente solventado, la tensión no decae en absoluto y se concentra, como debe, en la angustia de los homicidas, que no tienen ni idea de cómo va a terminar aquello. Y así hasta el final. La pregunta "¿qué hago ahora con este muerto?" está bien respondida también respecto a los demás cadáveres, aunque la respuesta quede un poco borrosa en el Bellas Artes. Como les decía, lo cuento más abajo.

3.- La interpretación de tanto famoso. Los primeros minutos hacen presagiar lo peor. Siempre les digo -no sé cómo no se aburren de leerme- que hay dos cosas muy dificiles de hacer en un teatro sin pasarse: correr y gritar. Si son a la vez, ni les cuento. Si es en el patio de butacas, enciende la luz de sala y vámonos. Gritar, porque a los actores les enseñan a hacerlo proyectando la voz y sin lastimarse la garganta, y el efecto es insoportablemente falso. Correr, porque no hay espacio, y hay que simular que uno corre mucha distancia y con mucha intensidad. Este Julio César empieza así, con casi todos corriendo y gritando por el patio de butacas, pero gracias a los dioses la cosa no dura nada. En seguida se convierten en actores.


José Luis Alcobendas (arriba en la foto) lleva la acción de la mano casi de principio a fin. Lo había visto varias veces, pero nunca tan bien aprovechado. Da aquí la talla de primer actor. De Peris-Mencheta (a la izquierda), ya he dicho que brilla en la interpretación. Hay que añadir que le acompaña admirablemente el físico. Sin perder esa energía casi animal que lo caracteriza desde joven, ha adquirido con la edad una rotundidad de formas -lo que antes se llamaba "plenitud de la virilidad"- que le ayuda a componer un Marco Antonio que, entre otras muchas cosas, debe parecer también temible. Pau Cólera, sibilino, pegajoso, repugnantillo, estupendo como Decio Bruto (ojo, éste es otro Bruto; en realidad se llamaba Décimo Bruto pero Shakespeare le cambió el nombre). Ulloa bien, con momentos de hondura convincente, pero sin alcanzar la altura del trío Gas / Alcobendas / Peris-Mencheta. Ruiz está tan por encima del tono general -sobreactuado, quiero decir- que no entiendo que no se lo diga hasta el acomodador.

4.- El escenario del Bellas Artes, justito. Quien no supiera que la escenografía está diseñada para un espacio más amplio podría decir que está apelotonada. Lo está, desde luego, pero vean la foto de arriba del todo y comprenderán que ha debido de resultar estupenda donde cabía. Aquí da algunos problemas, no ya en el aspecto visual, sino también en el movimiento de actores. En algún momento, parece milagroso que no se maten con las sillas. Es peor cuando empieza a haber muertos en pie: el deambular del fantasma de César da un resultado torpón, y cuando también los demás cadáveres se ponen en pie hay demasiado muerto para tanta silla y tanto trozo de obelisco roto. Sí, son peras y manzanas, pero en teatro se pueden sumar. Estoy seguro de que, con más aire alrededor, parecían menos muertos.




5.- Nota final para el vestuario de Paloma Bomé. A mí me gustó mucho. Todo grises, con añadidos distintos en cada traje: cremalleras, tiras de cuero... tendiendo ligeramente a lo militar o al fascio. Ligeramente, ahí está el acierto. Por encima, unos echarpes que rememoran la toga. Y la capa que le ven a César en esta foto de arriba. Simple, elegante, efectivo. Y, ahora que lo pienso, coherente con lo poco (digamos nada) gay que es la puesta en escena. Era difícil, ¿no? Tanta testosterona en escena (la versión elimina a las mujeres), tanta amistad a la romana... y ni rastro. 

La crítica de Marcos Ordóñez
P.J.L. Domínguez
           

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