lunes, 2 de noviembre de 2015

EL PÚBLICO

Sala: Teatro de la Abadía Autor: Federico García Lorca Director: Àlex Rigola Intérpretes: Nao Albet, Jesús Barranco, David Boceta, Juan Codina, Laia Duran, Irene Escolar, María Herranz, Jaime Lorente, David Luque, Pau Roca, Pep Tosar, Jorge Varandela, Nacho Vera y Guillermo Weickert Duración: 1.25'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Jaime Lorente y Jorge Varandela.

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


    Rigola no se anda con chiquitas. En 2008 montó 2666 de Bolaño y le salió una maravilla de cinco horas de la que no huía ni el Tato. Ahora representa lo irrepresentable. Esa es la fama de El público.
    Lorca declaró que escribía para el futuro. El futuro ya está aquí y El público ya está digerido. Lo ha domesticado Rigola. Pensar que el texto sería una bomba atómica hasta el fin de los tiempos no tenía sentido. Lo era aún en el mítico montaje de Pascual, pero los años pasan, las sensibilidades evolucionan, y queda ahora un maravilloso texto de teatro surrealista (quizá el mejor) dificilísimo, pero posible.


    Gran escenografía de Glaenzel, gran iluminación de Marquerie, gran vestuario de Delagneu, gran espacio sonoro de Albet. ¿Quién firma la hermosa coreografia de Laia Duran? Un elenco en estado de gracia: de Pep Tosar a David Boceta, de Jesús Barranco a Jaime Lorente; de Juan Codina a Jorge Varandela; de Irene Escolar a David Luque y Pau Roca. A todos habría que mencionar, porque nadie desmerece. El público de Rigola hace historia: metaboliza lo que parecía una excepción.

Y lo que no cabía allí:
(para enterarse bien, mejor leer primero aquello y luego esto; las frases en negrita son el nexo de unión entre ambos textos)


1.- Rigola no se anda con chiquitas. En 2008 montó 2666 de Bolaño. Les copio la crítica publicada entonces:

El sueño del mono loco era el título de la peli, ¿no? Esto sería el sueño del mono loco, borracho y jarto de LSD. La novela de Bolaño, bombazo que colocó a su autor en el Parnaso de las letras castellanas de una patada, es compleja, extensa, construye una galaxia de mundos interconectados que, a priori, parece la cosa más imposible de dramatizar que se haya podido escribir. Vamos, como para reírse de Guerra y paz. Pero a alguien –a Àlex Rigola- se le mete en la cabeza este sueño de mono drogado y –lo que es aún más sorprendente- hay quien le secunda. Concretamente el Lliure, el Grec y el Teatro Cuyás de Gran Canaria. No es muy habitual que los productores aparezcan en las críticas pero en este caso el mérito de haberse creído un discurso psicotrópico es notable.

    Rigola salta al vacío y cae de pie. Hay mucho comentario por ahí del tipo "se aguanta bien porque son como cinco obras distintas". De eso nada. Son cinco planteamientos distintos, con diversos grados de parecido entre sí, pero si la cosa se sostiene es por la íntima trabazón narrativa de los episodios que –milagrosamente- la versión escénica preserva, sin sofocar por prolija, y realza. Magníficos los actores, magnífico el resultado escénico global, con momentos escalofriantes. 2666 tiene todos los puntos para ser el espectáculo de esta temporada. No sé si quedarán entradas pero yo iría corriendo a preguntar por si acaso.

Era hipnótico. Me recuerdo a mí mismo prácticamente en trance, subyugado por un mecanismo que uno no podía resistirse a ver como un sistema de alegorías entrelazadas. En otras palabras: un juguete infernal que engañaba y fascinaba de principio a fin. Me doy cuenta ahora de que un tipo que ha dirigido primero eso y después, con éxito similar, El policía de las ratas; un tipo capaz de mantener viva la atención del espectador sobre cualquier cosa (una larguísima sucesión de episodios sin conexión narrativa en el primer caso, una narración perfectamente banal que -en el segundo- conseguía revestír de un aura de trascendencia)... era el más adecuado para poner en escena esta pirotecnia del fulgor surrealista, este gran festival de la palabra poética no domesticada en las páginas de un libro sino libre -y expuesta a todo, sobre todo a saturar y aburrir- en un escenario. 

[Si siguen el enlace a El policía de las ratas, ármense de paciencia. Es una de las entradas más largas que he escrito. Pero toda la primera parte, sobre la forma, es de aplicación también para El público. O para cualquier cosa]

Rigola. Qué buena foto.

2.- El futuro ya está aquí y El público ya está digerido. Lo ha domesticado Rigola. ¿Cómo ha conseguido esta metabolización? La respuesta es de Perogrullo: haciendo buen teatro. Se ha limitado a olvidar que se trataba de un texto sagrado y lo ha puesto en escena con la misma exigencia aplicable a cualquier texto en ese trance: hacerlo digestible por el espectador con el concurso de todos los elementos disponibles. Cuando Jaime Lorente y Jorge Varandela se van preguntando lo de "¿Si yo me convirtiera en nube?..." las líneas no se declaman como si fueran las Escrituras, o sea: como si tuvieran tal valor autónomo que no les fuera de aplicación la regla básica de que todo lo que se diga se apoye en una motivación comprensible. Ojo: intuitivamente comprensible, quiero decir. No es preciso decir que maldita la falta que nos hace conocer la traducción al castellano de "Cuando las ninfas hablan del queso, éste puede ser de leche de sirena o de trébol, pero ahora son cuatro, son cuatro muchachos los que me han querido poner un falito de barro y estaban decididos a pintarme un bigote de tinta" (aunque los exégetas lo pasan de miedo intentándolo). El espectador debe sentir que dicen esas cosas por algún motivo (aunque nos resulte oscuro, debemos comprender que está ahí). Así hablan estos dos: como si el torrente poético les fluyera desde su motivación interior y se estuvieran comunicando, y no pronunciando en voz alta unas palabras de esotérico efecto. Lo mismo vale para las conversaciones de Tosar y Boceta, de los Tres Hombres, para las imprecaciones de Irene Escolar, para el epílogo de Tosar y Codina... Para toda la función. Éste es, sin duda, el rasgo principal de esta puesta en escena, y lo que la convierte en excepcional. Llevé a un amigo que no es frecuentador habitual del teatro, y su comentario a la salida creo que supone el más encendido elogio que Rigola va a poder recibir: "No tenía ni idea de lo que hablaban pero tenía la sensación de entenderlo todo". 

3.- Gran escenografía de Glaenzel... Decía en el punto anterior "con todos los elementos a su alcance". La dirección de actores es muy notable y el grado en el que la interpretación ha incorporado el texto de manera que sólo se me ocurre llamar orgánica, altísimo. Todo parecen decirlo porque les sale de dentro. Pero la segunda característica fundamental del montaje es el modo en el que lo que rodea a la interpretación rema a favor de la comprensión, del flujo dramático. Glaenzel se da cien mil vueltas (como diría mi señora madre) a sí mismo: tiene una escenografía correcta en El alcalde de Zalamea (del que prometo hablar pronto); una soberbia aquí. Y les diré que el primer efecto de la entrada, con tirillas plateadas que cuelgan por doquier y los porteros enmascarados, es de "Dios mío, El público con caretas y estética de Manolita Chen". Pues de eso nada. Las tirillas, el material que cubre el suelo, la suave loma, el sepulcro... todo se acomoda, todo ayuda, todo sirve a que entren o salgan por donde deben; hablen o se tiren donde deben. 

La imagen corresponde a la rueda de prensa, pero es la  que mejor da idea 
del fondo y el suelo. 


Otro tanto cabe decir de la iluminación de Marquerie (del que no encuentro un puñetero curriculum que enlazar, pero que lleva decenios iluminando a la vanguardia madrileña, y no sólo). Y del espacio sonoro de Albet, fundamental en muchos momentos. Hay incluso una canción que él mismo interpreta. Esto está peligrosamente de moda: no venía a nada en la Trilogía de la ceguera, a nada en el Tenorio de Portillo, a nada en la Medea de Lima, a poco en El alcalde de Zalamea de Pimenta... y podría seguir. Pero el efecto escenográfico, la iluminación, la canción del pastor y la coreografía que interpreta Laia Duran componen un clímax fastuoso que, por sí solo, justificaría ver la función otra vez. 

Digamos en este punto que, aunque apoyado en el texto, Rigola se ha marcado aquí una pirueta de máximo riesgo. El 99'99% de las veces, colocar el clímax antes del final condena a lo que queda al rango de epílogo prescindible. Son esas funciones que tienen dos o tres finales. Ha toreado el riesgo y, aunque los cuernos le pasan a milímetros de la femoral, el quinto cuadro se desarrolla en un fantástico ambiente crepuscular, decadente y desolado, sin que la desolación se traslade al ánimo perceptivo del espectador, que es lo que suele ocurrir.

Párrafo aparte para el vestuario. No conocía a Silvia Delagneau, pero espero que este primer contacto sea el comienzo de una larga amistad. El vestuario de El público es apabullante. Primero, por la decisión de no-vestuario (van desnudos) para los caballos. Segundo, por lo que todos los demás llevan puesto. Desde la americana anodina del Director de Escena hasta el rojo provocador del vestido de Elena. Desde las coronas y los calzoncillos de las Figuras de Pámpanos y Cascabeles hasta los trajes azules de los Tres Hombres o la ropa interior vintage de Julieta. Y hay una pièce de résistance: el centurión y sus acompañantes. He pensado un rato si ponerles la foto o no ponérsela y, aunque me joroba bastante no vestir mi blog con alguna estupenda que he visto por ahí, opto por no hacer un spoiler de vestuario y dejarles intacta la sorpresa visual. Pero si les diré que son... CONEJOS. Y dan miedo. Los esbirros, conejos enormes ensangrentados y armados de bates de béisbol. El Centurión, David Luque, se ha sacado el disfraz a medias anudándolo a la cintura y dejando la parte superior del cuerpo a la vista. La imagen del disfraz desmañado, el bate, la sangre y el torso desnudo evoca alguna ignota violencia extrema que acaba de tener lugar. Inquieta y da espesor a todo lo que dice. 

4.- Un elenco en estado de gracia. Son catorce, y ninguno desentona. Esto es muy infrecuente, pero resulta que son buenos y están bien elegidos y bien dirigidos. Tosar, Codina, Barranco... son gente que convierte en oro todo lo que toca. Que Escolar, a pesar de su edad, está en esa misma liga, ya lo sabía. María Herranz y Nacho Vera, tan a gusto en medio de tanto talento. Pau Roca y David Luque, firmes y seguros. Los tres caballos (Nao Albet, Guillermo Weickert y Laia Duran) salen ilesos de un tipo de actuación -desnudos y lubricados, ondulantes- que casi siempre provoca víctimas.  A Lorente y a Varandela los había visto en papeles que no les favorecían, pero aquí se imponen; no sé si es posible hacer mejor esta escena del "Si yo me convirtiera...". Es posible que esta función les dé un empujón. Pero quien creo que es la revelación absoluta -tanto por envergadura del papel como por talento- es David Boceta. Siempre lo vi en su sitio con la Compañía Nacional de Teatro Clásico y lamento habérmelo perdido en Enfrentados con Arturo Fernández (mira que ha estado meses). El público confirma a un actor hecho, derecho y llamado a grandes cosas.
P.J.L. Domínguez
          

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