Sala: Matadero (Naves del Español) Autor: William Shakespeare (versión de Yolanda Pallín) Director: Eduardo Vasco Intérpretes: Arturo Querejeta, Toni Agustí, Isabel Rodes, Francisco Rojas, Fernando Sendino, Rafael Ortiz, Héctor Carballo, Critina Adua, Lorena López y Jorge Bedoya Duración: 1.35'
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Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:
El mercader de
Venecia es
una obra compleja, que yuxtapone acciones y emociones graves (envidia, odio,
venganza) y una trama ligera, de amoríos y engaños. Nunca lo sabremos con
seguridad, pero quizá al público de la época le resultaba menos violenta que a
nosotros la cercanía entre el drama del judío –a quien destrozan la vida- y la
rechifla con la que es urdido. Vasco carga las tintas del contraste, llevando algunas
escenas livianas hacia la farsa desatada (Príncipe de Aragón con máscara de
Comedia del Arte y acento paródico) o al humor apayasado (las idas y venidas en
góndola). Es, sin merecer condena taxativa, quizá lo más objetable de la puesta
en escena.
Sin
embargo, el grueso de la función se beneficia de la elegancia característica
del director, maestro en la concertación de música (un piano en escena),
vestuario (Caprile), iluminación (Camacho) y escenografía (gran rendimiento en
su sencillez, la firma Carolina González). Querejeta es un Shylock al que
comprendemos, no un monstruo de maldad irracional. Suyo es el mérito de que el
personaje mantenga una cierta grandeza oscura y no desentone en medio del
pitorreo. En un final felizmente añadido, él es quien cierra la historia
tirando con estrépito una balanza al suelo: el comentario que a nuestra época
le merece este remedo de justicia. Francisco Rojas le da la réplica a su
altura.
Y lo que no cabía allí:
1.- Si sigo unos años escribiendo estas
cosas, llegará un momento en que no hará falta que me lea nadie. La elegancia,
no hay vez que no la saque de paseo si tengo que hablar de Vasco. Pues
perdonarán, pero es que me resulta inevitable. Yo no tengo la culpa de que sea
elegante siempre. Estoy recordando La
fuerza lastimosa con Noviembre Teatro o Las
bizarrías de Belisa con la Joven Compañía Nacional de Teatro (un montaje
hecho con unas pocas sillas y punto, ¿lo recuerdan?). Es elegante hasta cuando
le salen más las cosas. Miren la Hedda
Gabler, tan poco conseguida, pero tan hermosa de mirar. Por eso repite
muchos los colaboradores, porque se tienen pillado el punto (esto era un
modismo hace tres o cuatro mil años, pero ya no sé ni si se entiende): Camacho
ilumina el Mercader, y es una
contribución de relieve al resultado de conjunto. Un conjunto que da gusto ver.
La escenografía se limita, durante la mayor parte de la obra, a una tarima
alargada y con patas, colocada inicialmente en paralelo a la línea imaginaria
de proscenio y que luego los actores hacen girar a capricho. El propio mueble
es hermoso, con aspecto sólido y elegancia (hala, ya salió otra vez) antigua, y
es explotado a conciencia.
2.-
Destaqué en la crítica
en papel a Querejeta y Rojas, pero no me cupo Lorena López, que se maneja a
maravilla en el breve papel de Nerissa: simpática, espabilada, un pelín
burbujeante. Tengo la sensación de haberla visto en algo, pero por más que
busco no doy con ello. Todos los demás están integrados con efecto coherente,
excepto – diría yo- Agustí, que tiene a su cargo a Bassanio: masca, separa
frases, multiplica los subrayados… Quise verlo en Penev, pero se me pasó. Lo vi en Platonov, pero no lo recuerdo. Así que es posible que tenga otras
formas de hablar. Si es un efecto buscado (el tipo tiene que ser un poco
chulito), a mí me parece que no funciona.
El montaje no se detiene
en la atracción que Bassanio ejerce sobre Antonio. No hace falta ser muy
espabilado para entender que tanta amistad de un señor de mediana edad (soltero
para más señas) por un jovenzuelo alocado es difícil de concebir exenta al cien
por cien de otro tipo de atracción. No me vengan con lo de que nuestra época ve
homosexualidad por todas partes, porque eso que, otras veces, es perfectamente
cierto, no parece de aplicación. En primer lugar, no estamos hablando de
ambientes estrechos que, a base de eliminar las impurezas de la vista, terminan
por conseguir galácticas ingenuidades (como aquélla, proverbial, de la censura
convirtiendo a los amantes de Mogambo en
hermanos, porque no podía ni imaginar una lectura incestuosa). Shakespeare
escribía en un lugar y una época que no cerraban los ojos a la pluriforme
actividad humana. Y el propio autor era sensible a los encantos de una y otra
acera, así que es difícil sostener que su Antonio no mire con ternura a
Bassanio. Es posible que Rojas haya incorporado algún matiz de este tipo, pero
a mí se me escaparon, y creo que la función gana con ese subtexto (que bien
queda poner “subtexto” de vez en cuando). Eché de menos alguna mirada intensa.
3.-
Hay un excelente
fotógrafo, Enrique Toribio, que hace –entre otras muchas cosas- series
shakespearianas, y que tiene una sobre el Mercader.
Echen un vistazo a las fotos, porque no tienen desperdicio.
4.-
Me niego a hablar de si
Shakespeare fue o no antisemita, porque me saca de mis casillas que, en estas
cosas, estemos como en lo peor del proceso a Flaubert. A ver, niños: lo que
hagan, digan o piensen los personajes no es lo que hace, dice o piensa el
autor. Esto, que parece el abecé, es una cosa que los seres humanos no
terminamos nunca de asimilar. No soporto la narrativa de Vila-Matas, pero
tolero sus columnas. Hablaba esta semana de Alejandro Rossi, y lo recordaba
diciendo “Cuántas veces la crítica
literaria –aun la mejor- olvida la escritura y sólo busca al autor” […] El
autor sería el único personaje interesante”. El mismo Vila-Matas tenía que
recordar dos días más tarde (en El País del 26) que su yo literario es un
personaje inventado. Es como si, a fin de cuentas, fuéramos un gigantesco Sálvame con alguien vociferando “Sí, sí, está muy bien todo esto de Shylock
y Antonio, pero ¿William? ¿William era antisemita o no? ¿Y era gay o no era
gay?”. De más está recordar que William habló por boca de antisemitas y
judíos, adúlteros y ejemplos de pureza, espíritus abnegados y ratas, asesinos y
víctimas, hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales. Ah, y también
–pequeño detalle- que la obra contiene –en el celebérrimo monólogo de Shylock-
uno de los más altos alegatos por la igualdad jamás escritos. Si fue
antisemita, aún sería más admirable la capacidad para ponerse
en el lugar del otro y hablar con coherencia desde ese lugar.
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P.J.L. Domínguez
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