martes, 18 de julio de 2017

BARBADOS, ETCÉTERA

Sala: Teatro Pavón Kamikaze Autor y director: Pablo Remón Intérpretes: Fernanda Orazi y  Emilio Tomé Duración: 55' (creo recordar, pero hace más de un mes que la vi y no tomé nota)
(la función ya no está en cartel)

No encuentro fotos de la función. Ésta es la que más idea da del aspecto escenográfico.

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Remón, que llegaba del cine, avanza con cada título en el camino de contruirse una voz muy personal en el teatro. La abducción de Luis Guzmán y 40 años de paz (no sé si Muladar se ha montado) ya mostraban la capacidad de crear mundos coherentes a base de alusiones, una ligereza engañosa, Pinter al fondo. También metáforas inesperadas y arranques líricos sin apariencia de artificio. Barbados etcétera está constituida por tres fragmentos breves cuya coherencia estilística termina por armar una pieza compacta. Su autor ha llegado a un estilo sugerente, de gran potencia expresiva, en el que conviven el humor y el vuelo poético. Ecos de construcción pospinteriana, estructura de (falso) taller de improvisación, las mismas parejas que podría observar Rodrigo García desde otro lugar, con una radical diferencia: hay compasión en la mirada.
También ha avanzado Remón en la dirección y logra aquí un acabado de teatro de cámara que roza la exquisitez. No menor el avance de Emilio Tomé desde que lo vi en La abducción hace dos años. Es ahora antagonista de talla suficiente para no quedar oscurecido por el fulgor ininterrumpido de Fernanda Orazi que, quién sabe cómo, ostenta naturalidad hasta cuando se mueve de forma casi bailada. Lo de esta mujer es prodigioso.


Y alguna cosilla que no cabía allí:

1.- Si se la perdieron, no se preocupen. Está reprogramada para octubre de este año. Cuanto más tiempo pasa, más gana en mi recuerdo, y es conveniente tener a Remón controlado, lleva una trayectoria muy interesante. [También a su hermano Daniel, con el que ganó el Lope de Vega en 2014 por Muladar y que ha ganado en 2017 el Calderón en solitario por El diablo] Tanto el texto como la dirección de Barbados suponen un experimento orientado a lo esencial, una apuesta por prescindir de lo superfluo que le ha salido bien a un autor que ya mostraba un cierto carácter ahorrador en sus dos primeros montajes. Ahí arriba tienen una foto de la escenografía que refleja a las claras esta intención de limitar los recursos puestos en juego al mínimo de los mínimos. Quizá el único elemento que escapa a estas tijeras radicales es el movimiento corporal de Orazi, que durante sus parlamentos mueve los brazos -y creo recordar que también el torso en cierta medida- de manera antinatural, en contraste con el naturalismo con que se larga el texto. El resultado es impecable. El entorno destaca ese efecto como en las joyerías de lujo: se coloca el diamante privilegiado sobre un terciopelo negro y un ambiente de media luz.

Ojo, no vayan a deducir que el ahorro es mejor que el derroche. Esto va en gustos, y ambas cosas se pueden hacer bien o mal. Barbados es un excelente ejemplo de ahorro, como The great tamer es un pésimo ejemplo de derroche. Pero hay contraejemplos para todo. El éxtasis de los insaciables derrochaba a maravilla y Un obús en el corazón aburría con el ahorro. Por poner sólo ejemplos recientes. Quizá la única generalización que puede hacerse en este asunto es que, a mayor abundancia de recursos, más gordo puede ser el batacazo (lo siento, pero no puedo dejar de citar otra vez El último jinete, una cosa tan fastuosa, tan desaforada y tan horrorosa, que la recuerdo como uno de los mejores ratos de teatro de mi vida; ayer aprendí que a esto se le llama ser metafán). Mientras que un planteamiento comedido a lo más que llega -en negativo- es al sopor.

2.- Digo arriba que la pieza está estructurada como un falso taller de improvisación. Las acotaciones que centran cada situación las hacen los mismos interpretes, a la manera de los niños que cuando juegan dicen "yo era el astronauta y llegaba con mi nave espacial para rescatarte del planeta en el que estabas". Van contándose mutuamente dónde están y quiénes son. El tono que han conseguido hace que fluyan indiferentemente estos comentarios al margen de la acción -que son muy numerosos- y el diálogo dramático. El peligro era la ortopedia, una exhibición descarnada de un procedimiento alternativo (ay las palabras, vanguardista ya queda catetil) que alejaría sin remedio del fondo emocional de la cosa. Porque hay mucha emoción en todo esto, mucha empatía con esas dificultades crónicas para amar que nos dejan contracturas en el alma. Decía en la crítica en papel que estas parejas podrían ser exactamente las mismas que aparecen en los textos de Rodrigo García (aún les debo el comentario a Humain trop humain, un desastre), pero donde García es invariablemente despiadado, Remón mira con piedad.


3.- No voy a desvelar a nadie a estas alturas que Fernanda Orazi es una actriz de tomo y lomo. Infrautilizada, como tantos actores y actrices de talento a los que no  más que de ciento en viento. Por la simple razón de que no hay teatro suficiente para tantos. Lo que hace aquí pasa liviano, dando la falsa sensación de facilidad que dan las cosas hechas con virtuosismo. Pero era misión poco menos que imposible. Esta mujer dice todo esta zarzuela de diálogos y acotaciones moviéndose de tal manera que busqué en el programa el crédito del coreógrafo (Que no está, eñ movimiento debe de ser de su cosecha o fruto del trabajo creativo del conjunto de la compañía La Abducción que, al parecer, ha dado como resultado la pieza. Un buen resultado tras un proceso de este tipo es infrecuente). Quiero decir con esto que se mueve tanto que hay momentos en los que prácticamente podríamos llamarlo danza. 

Lo de Orazi no es sorpresa, pero lo de Tomé, sí. Los dos papeles en los que lo había visto (las dos piezas de Remón citadas arriba del todo) eran de personajes peculiares: el primero un disminuido síquico, el segundo un carácter en la frontera de la normalidad (sea eso lo que sea). Los sacaba adelante con acierto, pero uno no termina de juzgar bien a un actor hasta que no lo ve hacer de alguien normal (sea otra vez lo que sea eso). No derrocha un gesto, apenas si tiene una inflexión de voz más marcada que otra, y no le hace ninguna falta. Otro al que habrá que seguir la pista. Que él esté en esta postura de señor de traje gris mientras Orazi se mueve, y que ambas actitudes casen, es mérito tanto de ellos como de Remón.
P.J.L. Domínguez
          

viernes, 14 de julio de 2017

THE GREAT TAMER

Sala: Naves del Matadero Autor: Dimitris Papaioannou Directora:  Pilar Castro Intérpretes: Pavlina Andriopoulou, Costas Chrysafidis, Ektor Liatsos, Ioannis Michos, Evangelia Randou, Kalliopi Simou, Drossos Skotis, Christos Strinopoulos, Yorgos Tsiantoulas y Alex Vangeli​ Duración: 1.45' 
(la función ya no está en cartel)


La foto es de Julian Mommert
El teatro (y la danza, y el circo, y la ópera, y el guiñol...) es un arte del tiempo, como la música. Esta frasecilla puede parece banal o inocente, pero es -nada menos- que la madre del cordero. Sirve para separar el grano de la paja, los justos de los réprobos, las churras y las merinas. Para que me sigan bien, les voy a poner un ejemplo de otra disciplina. La arquitectura es el arte del espacio. Hay que leer a Zevi para imbuirse bien de ese concepto. Todo lo que leemos sobre los estilos arquitectónicos griego, barroco, morisco o lo que quieran de un edificio, son consideraciones sobre su piel. Lo que cuenta realmente en la habilidad de un arquitecto es la organización de los espacios. El resto de habilidades que posea son comunes a la escultura: la disposición de las formas de la materia. Si les interesa este asunto, busquen un libro que se titula Saber ver la arquitectura.

Lo mismo cabe decir de las artes escénicas y el tiempo. No es el único factor, claro está, pero es el fundamental. Las artes escénicas consisten en contar algo de manera que el tiempo esté medido para producir un efecto formal satisfactorio. Ese efecto es muy fácil de detectar cuando está bien: nos parece que el tiempo ha pasado más rápido de lo habitual. El principio vale absolutamente para todo lo que sucede sobre un escenario, sea texto en estado puro, sea acción sin texto. Cuanto menos narrativo sea el invento, más difícil, claro está. Quiten el texto. Nos quedamos en el Cascanueces. Hay historia y son fragmentos cortos. Relativamente fácil. Ahora quiten el texto y quiten también la narración lineal convencional. Tienen varias opciones. Una es una música con una potencia formal tal, que apenas le hacen falta más apoyos para garantizar la organización del tiempo. Es el Bolero de Béjart-Ravel. Béjart no tuvo que aportar nada en absoluto a esa organización que ya tomó hecha. Otra cosa es la belleza visual de su aportación, que no tiene discusión. La otra opción, la verdaderamente difícil, es la de conseguir la construcción formal-temporal a base de elementos plásticos. Es un problema parecidísimo al que afrontó la llamada música contemporánea: organizar el tiempo sin recurrir a la tonalidad y a las formas clásicas convencionales. Ya saben cómo terminó, lleva unos decenios agonizando.

Eso es lo que Papaioannou ha intentado, y eso es lo que no ha sabido hacer. Si alguien tiene algo que contar y no sabe manejar los tiempos, debe escribir una novela. O, si tampoco tiene capacidad para la ficción, un ensayo. Si alguien tiene un talento plástico sobresaliente (concedo que en The great tamer hay talento plástico, aunque tampoco lo calificaría de sobresaliente) pero no sabe manejar los tiempos, debe dedicarse a la escultura (por ejemplo en forma de tableau vivant) o buscarse un colaborador que le asesore dramatúrgicamente. No es ningún desdoro, hay muchos coreógrafos que lo hacen, igual que muchos directores de escena se hacen ayudar por un coreógrafo. 

Asistí sorprendido al espectáculo de medio teatro puesto en pie aplaudiendo. Esta sorpresa se ha visto mitigada porque aquéllos de mis conocidos cuyo criterio respeto me han dicho unánimente que apreciaron la belleza plástica, pero que "no hay relato", "no hay dramaturgia", "sobra media hora", "no hay emoción", "es bonito pero aburrido". Concedamos que es bonito. Si es aburrido, no alcanza el aprobado, como les decía en los párrafos anteriores. Y, si la han visto, les recomiendo un ejercicio sorprendente. Vean las fotos del espectáculo en la página de su autor. El resultado fotografiado es mucho más hermoso que el visto en escena.

Papaioannou trabaja en contra de su propia dramaturgia. Les pongo algún ejemplo. Bonito arranque, con dos personajes que tapan y destapan un cuerpo desnudo (una evidente alusión al Cristo muerto de Mantegna, hay mucha cita de ese tipo). Lo tapan y destapan MUCHAS veces. Tantas, que uno espera la resolución dramatúrgica del conflicto planteado: uno quiere taparlo, otro quiere destaparlo. Nada, no hay resolución. La cosa vuelve mucho después, pero tampoco se remata. Es un tic, nada se resuelve, regresa más tarde igualmente insatisfactorio. Otra. Un bailarín cubierto de escayolas y con muleta. Otro intérprete rompe una de las escayolas. Luego otra. Morosamente, regodeándose en la acción. A la tercera, ya hemos entendido que le va a quitar TODAS las escayolas. Y esta situación, en la que el espectador sabe lo que va a ocurrir durante los siguientes cinco o diez minutos, se repite constantemente. Otra. Hermoso el hallazgo del torso de mujer a caballo de dos piernas de hombres (de dos hombres distintos). Medio minuto de sorpresa lograda, porque después no hay el menor aprovechamiento del recurso. Va para aquí, va para allá. Ambos pies se calzan con zapatos de tacón. Pues bien, cuando el recurso reaparece, otra vez aparece el zapato de tacón. La intuición dramatúrgica exige dar alguna conclusión a esa reaparición del monstruo y de su coletilla del zapato. Nada, nos quedamos como antes. Otra. La música es el célebre Danubio azul sometido a diversas distorsiones, la más radical de las cuales es reducir el tempo a menos de la mitad del habitual. Esto es una ocurrencia. Puede funcionar un ratillo, pero para hacerlo discurrir los cien minutos largos del espectáculo necesitaba algún tipo de desarrollo. O sea, pasar de la ocurrencia a la idea. La palabra clave de todas las carencias es desarrollo. Todo se reduce a un muestrario de efectos hermosos o ingeniosos que se suceden sin trama.
* * *
Papaioannou es mainstream puro. La gira internacional del espectáculo, impresionante. Es muy difícil meterse con esto si uno tiene su vida (y, sobre todo, sus garbanzos) en este cocido de la danza contemporánea. Para mi sorpresa, en el gigantesco clamor crítico universal, cuyos ditirambos no bajan de "genial", he encontrado unos cuantos espíritus libres que, con algo más de tacto que el mío, vienen a decir lo mismo. Así que como mi corazoncito me exige compensar de alguna manera ese mal rato que pasé oyendo "bravos" a mi alrededor, les voy a copiar algún extracto (tienen los enlaces para leer las críticas completas).

Cuestiones universales como qué hacemos aquí, de dónde salimos y hacia dónde vamos, marcan el fundamento de este trabajo en el que Papaioannou parece querer responder: ni idea, pero mientras lo averiguamos, busquemos la excelencia artística entre tanta pesadumbre. Y en lo formal, la encuentra: con un gran dispendio imaginativo alrededor del recurso escénico (fundamental la escenografía marcada por un suelo móvil y orgánico que es también elemento para la dramaturgia) y con la impecable labor de los 10 intérpretes que configuran este trabajo de teatro físico (7 hombres y 3 mujeres, ellas con una presencia más anecdótica, casi ornamental, a veces). Pero la admiración a la que se predispone al espectador, en este fantástico ejercicio de apreciación de la belleza, e incluso identificación de la misma en conocidas obras de la historia del arte, que los intérpretes, criaturas de lo sublime, recrean en su supervivencia, no siempre conlleva a la emoción, y ésta última se encuentra solo por momentos. La mera contemplación de lo excepcional también contiene un tiempo de caducidad en su acción, y la hora y cuarenta minutos de duración de este trabajo (no ayudó el calor que se respiró en la sala), ensombrece el resultado escénico final.
Mercedes López Caballero

El creador griego -de una teatralidad dominada por su formación plástica- es un maestro en vender la estética como un todo absoluto. ¿Pero es de verdad suficiente? ¿Qué ocurre cuando la belleza muestra sus límites, entrando en un bucle infinito? ¿Qué pasa cuando se agota el juego de identificar cuadros de la Historia del Arte o personajes de la mitología griego-romana (Ceres, Atlas, Saturno, Deucalión y Pirra)? Mientras el espectador está entretenido y funciona el efecto sorpresa se pasa por el alto que el movimiento es en muchos momentos un mero elegante gesto de transición hacia otra composición escénica. Hay excepciones, como la fuerza física aplicada sobre una coraza de yeso o la levedad de un soplo sobre un cuerpo flexible como un tallo, pero es un recurso en minoría.
Juan Carlos Olivares Padilla

En The Great Tamer (El gran domador), Papaioannou ofrece un festín de imágenes que con su abrumadora belleza subyugan al espectador... aunque el hecho de que no haya trama que seguir puede convertirlo en un banquete de comida china: muy vistosa pero poco nutritiva. Hay constantes referencias a la mitología griega, guiños al Kubrick de 2001: una odisea en el espacio (desde los acordes del Danubio Azul de Strauss a ese astronauta flotando con increíble ingravidez), o a lienzos de Mantegna, Courbet y Rembrandt. Respecto a este último, impresiona cómo convierte su lección de anatomía en un fiesta de vísceras.

Más momentos impagables: el lirismo con el que un bailarín rompe con sus abrazos una armadura de escayola; la lluvia de espigas que caen como si fueran flechas; las carreras desbocadas de hombres que se hunden en el escenario lunar o esos zapatos de los que crecen raíces... Pero, como se demostró con el divorcio de Brad Pitt y Angelina Jolie, hasta la extrema belleza puede cansar y la conexión entre todos estos inspiradísimos cuadros tiene un ritmo moroso y la cadencia del espectáculo más que hipnótica puede llevar a la somnolencia. 
José Luis Romo

Nota final sobre el talento plástico. Hay dos o tres momentos de gran belleza visual, es cierto. Pero no es menos cierto que también hay momentos Yllana: como el tubo flexible de aluminio o las piedras voladoras. Me gustaría hablarles de muchas más cosas, como el uso que se hace del desnudo, la proporción (y la asimetría) de hombres y mujeres en escena o los mecanismos de formación de la opinión estética y del gusto dominante entre los programadores. Pero hace -otra vez- mucho calor.

Ah, se me olvidaba algo: la escenografía de Tina Tzoka sí que es espectacular. Lástima que no se aproveche.
P.J.L. Domínguez
          

miércoles, 12 de julio de 2017

EL PRÍNCIPE Y LA CORISTA

Sala: Teatro Cofidis Alcázar Autor: Terence Rattigan (versión de Daniel Castro) Directora:  Pilar Castro Intérpretes: Javivi Gil Valle, Lluvia Rojo, Bruno Lastra, Marta Fernández Muro, y Brays Efe Duración: 1.40' 
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Bruno Lastra, Javivi Gil Valle y Lluvia Rojo.
Una alta comedia a la inglesa disfrazada de opereta. Tan disfrazada de opereta que, cuando Laurence Olivier dirigió la versión cinematográfica, le cambió el título (originalmente The sleeping prince, más bien de cuento de hadas, "fairy tale" dice la portada de la primera edición) por éste, calcando esos pares de términos inconciliables que tanto le  gustaba yuxtaponer al género: si había barón era gitano, si había viuda era alegre, si había princesa lo era del dólar o de la zarda, si había duquesa venía de Chicago. El título refleja exactamente lo que sucede en el escenario: el encuentro entre un príncipe balcánico, rancio (en la primera acepción del término) representante de la aristocracia europea, y una muchacha que trabaja en el teatro, fresca, ingenua y encantadora. Hasta ahí la opereta. Digamos, de paso, que los Balcanes fueron siempre muy operetescos: ofrecían posibilidades inagotables de ubicación de estados fantasmagóricos regidos por primos de la monarquía imperial austro-húngara en todos los grados. Hasta Tintín aprovechó el filón en El cetro de Ottokar (que sucede en Syldavia, por donde pasó luego La Unión).  

Digo hasta ahí, y digo que la cosa está sólo disfrazada, porque los personajes no son caricaturas. O, al menos, no lo son hasta el punto que deben serlo en un género como la opereta, mitad cantado y obligado por eso a reducir considerablemente la longitud del texto. El Regente es un hombre deshumanizado por el ejercicio del poder. Ella, una chica con las ilusiones intactas. Hay suficiente texto como para desarrollar unos caracteres perfectamente acabados, y si no que se lo digan a Marilyn y Sir Laurence. Alguien ha decidido dirigir esto como si fueran las Matrimoniadas de José Luis Moreno, y a freír churros toda la sutileza, el ingenio, los matices y hasta la mala leche que Rattigan -un epígono de Óscar Wilde y de Bernard Shaw- era capaz de desplegar en una comedia. Lo que queda es aburrimiento, porque para una dirección de sal gorda hace falta un texto de sal gorda. Mucha gesticulación, mucha parodia, poco teatro.

Cada uno se salva como puede, echando mano de sus recursos humorísticos. Cumplen, con una notable excepción. Brays Efe estaba sembrado en Paquita Salas. Olviden ese Brays. Hunde la función cada vez que abre la boca.
P.J.L. Domínguez
          

martes, 11 de julio de 2017

SINDRHOMO

Sala: Cuarta Pared Autora: María Cárdenas Director: Xavo Giménez Intérpretes: Merce Tienda, Xavo Giménez y Leo Di Bari Duración: 1.20'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Leo Di Bari y Merce Tienda. Al fondo, Manuel Valls (?), que no está en la Cuarta Pared
Ya sé que es difícil de creer, pero hasta los Max aciertan alguna vez. Como los relojes parados, que marcan la hora correcta dos veces al día. Esta vez, el Max de Autoría Revelación está clavado. Es una revelación un poco tardía, porque esto se estrenó hace un par de años (si leo bien por ahí), pero revelación al cabo. Puesto a meter el hocico por todas partes -¿Qué es un crítico, más que un gorrino que hoza soñando con trufas, aunque las más de las veces sólo encuentre castañas pilongas?- voy a limitarme a un único pero: el título no hace honor a todo el resto. Alguien debería escribir un Tratado del título. De toda la gente que tendrá noticia de un espectáculo, más del 90% accederá única y exclusivamente al título, de ahí su importancia. Esto es evidentemente opinable, pero a mí me parece que Sindrhomo no está a la altura de todo el resto.
María (Iaia) Cárdenas

"Todo el resto" es mucho resto. María Cárdenas se ha construido su propio camino a... ¿a dónde? ¿Cómo lo defino? Tanto "surrealista" como "absurdo" -no necesariamente como etiquetas específicamente estéticas sino como adjetivos más genéricos- aparecen en los comentarios que encontrarán en la red, pero no es ni teatro surrealista ni teatro del absurdo. Se parece más al truco de Scooby-Doo o de Expediente X. Leí Ferragus la semana pasada, y Balzac menciona allí a la novelista inglesa Ann Radcliffe, especializada en el uso de ese truco: se trata de desarrollar un argumento en el que parecen producirse fenómenos sobrenaturales, y dar al final la clave que todo lo explica. El XIX y las primeras décadas del XX estuvieron llenos de argumentos vecinos a este procedimiento (ubicado en lo sobrenatural, lo inexplicable, lo rocambolesco y sus aledaños), de Los misterios de París a Fantomas, de El fantasma de la ópera a El misterio del cuarto amarillo, de La dama de blanco a Rocambole. 

No vayan a pensar que en Síndrhomo sucede nada parecido. Lo que ocurre es que los delirios de Romu, que durante lo que llamaremos primer acto tienen al espectador con la mosca detrás de la oreja (no sabemos muy bien si el paisaje exterior es efectivamente postapocalíptico y si este tipo está urdiendo algo gordo), se explican perfectamente a medida que la pieza avanza como un trastorno paranoide clase extra, que la sufrida hermana del paciente lleva como puede (o sea, mal). Pero -y en este pero está la habilidad de la escritura- "se explican perfectamente" está para significar que uno puede contar a la salida "el tipo está loco y se ha encerrado en una casa aislada de un barrio en estado de derribo, convencido de que va a liderar un levantamiento contra el sistema", sin que tal explicación racional reste un solo gramo de efectividad a la atmósfera (¿surrealista?, ¿absurda?, ¿inquietante?, ¿raruna?) que se vive dentro de esa casa. ¿Qué es una atmósfera? ¿Cómo se crea? Ni idea, hay que ser María Cárdenas para saberlo. Para saber cómo escribir con la dosis justa de indefinición que nos mantenga un buen rato sin saber de qué puñetas habla este tío y urdir después unos diálogos que avanzan sin que la verosimiltud (una cierta verosimilitud dramatúrgica, quiero decir) salte por los aires a pesar de que la hermana no llame a las urgencias siquiátricas atendiendo a los famosos dos dedos de frente.


Ésas son las virtudes de la técnica  de escritura. Hay muchas más, en otros niveles. El cóctel de los tres personajes es brillante: Romu, el paranoico creativo; Gloria, la hermana que a estas alturas repta más que camina por la vida, porque se las han dado todas en el mismo carrillo; Nevia, la transexual que no se ha quitado la barba. Hay hallazgos sembrados por aquí y por allá: hablar a una de las lámparas (representan personas en el cosmos de Romu) como si fuera la madre muerta; llamar mamá a Nevia (hasta ahí todo el mundo piensa que eran pareja, a partir de ese momento... cualquiera sabe); frases fulgurantes como la de "a veces me parece que estoy cuerdo... y me da vértigo". Pero quizá lo más relevante sea el modo en el que se amalgaman la crítica social (ahí, al fondo de los discursos del perturbado, brilla una luz cegadora), el retrato sicológico, el realismo costumbrista y la reflexión (odio esta palabra en un crítica de teatro como "investigación" en una de música contemporánea) existencial. ¿A que les parece que todo eso tiene que amontonarse en algún atasco sin salida? Pues no, Cárdenas sale del lío sin atragantarse en ningún momento. Turrón y madre muerta, decadencia urbanística y síndrome de Diógenes, deshaucio (de casa y de hijo) y terrorismo de buen rollo.

Xavo Giménez, a otro rollo
La puesta en escena de Xavo Giménez no pierde comba salvo, también opinable, en un breve intervalo: el acto central, con Gloria de vuelta del chino con el turrón y el cava -insistiendo al telefonillo para que su hermano le abra la puerta- se cae en algún momento. Desde luego, es muy difícil mantener la tensión después del brillante arranque, incluido hermano vociferador, en esta tangente que hace primero un alto en la realidad (Gloria y su vida) y después se da un garbeo por otro desvío mental, más plácido que el de Romu: el de Nevia. Se entiende la intención de interludio, la necesidad de bajar el pistón y las revoluciones, pero algo falta. Aparte de eso, la función avanza como una locomotora. Giménez está fantástico, dan ganas de verlo hacer clown, seguro que lo borda. Hay que seguir a este hombre. Merce Tienda se marca algunas de las caras -entre la perplejidad y el hastío- más memorables de esta temporada que agoniza: como cuando susurra insistentemente a su hermano, con Nevia trajinando en la cocina, si se ha dado cuenta de que es un tío o -esto ya de diez- cuando, consumidas todas las resistencias, abre las compuertas a cualquier cosa en ese final en el que un argentino con barba sustituye a su madre. El argentino con barba -Di Bari- un poco demasiado caricaturesco a lo mejor, pero irá en gustos. Puede que no quedara sitio para otra cosa.

Como me paso la vida lamentándome -cosa que torra bastante a los demás, pero que a mí me desahoga, qué le voy a hacer- me lamentaré ahora por no haber visto Penev, escrita, dirigida e interpretada por Xavo Giménez que se me escapó a pesar de haberla perseguido en Madrid y Barcelona. Ya me olí entonces que tenía que haber algo interesante detrás, pero no hubo manera. No llego a todo.
P.J.L. Domínguez
          

sábado, 8 de julio de 2017

LA PILARCITA

Sala: Teatro Lara Autora: María Marull Director: Chema Tena Intérpretes: Mona Martínez, Anna Castillo, Fabia Castro y Álex de Lucas Duración: 1.20'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)




Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


Hay tanto, que termina uno escudriñando la información de la cartelera para encontrar nombres con alguna garantía que pueda inclinar la elección. Me fui a ver La Pilarcita por Mona Martínez, que me ha gustado siempre: en Rinoceronte y Montenegro de Caballero y en la Yerma de Narros. Acerté: ella está superlativa, y, además, la función es una pequeña joya.

    Me trae a la memoria Luciérnagas y Como si pasara un tren: dibujo de paisaje apartado, personaje que llega de otra galaxia a desestabilizar la monotonía estancada. Tres autoras argentinas. Tanto alineamiento no puede ser coincidencia, revela alguna veta subterránea de sensibilidades compartidas. Chema Tena dirige esta preciosa historia como se dirigieron las dos citadas: con modestia, sin pretensiones, narrando sosegadamente. Y se lleva el gato al agua: si hay alguna lógica en este mundo del teatro (que no la hay), la pieza se mantendrá meses.


    La elegancia de la escritura reside en buena parte en que casi toda la procesión va por dentro, para que la adivinemos. Y la adivinamos, porque las intérpretes saben llevarla: Fabia Castro aplastada por el pueblo y tanto sentido común, Anna Castillo componiendo un personaje adorable y Mona Martínez con mucho lastre a rastras. Álex de Lucas ayuda. Es para no perdérsela. 

Creo que lo he contado alguna vez. Hace muchos, muchos años, en una galaxia muy lejana (un par de miles de kilómetros) tenía yo un jefe adorable que me trataba más como un tío materno que como un jefe. Domingo por la tarde, sopor. Suena el teléfono, y es él que me dice "me ha salido en la tele una película que me tiene hipnotizado, y no tengo ni idea de los que es" (casi nadie tenía todavía internet en casa). "Pues, a ver, cuénteme". "Es una señora un poco gordita que llega a un bar en medio del desierto y... bueno, no pasa nada, pero se va viendo cómo se relaciona con la gente que vivía allí...". Era Bagdad café, claro. De la que también les hablé a propósito de Luciérnagas. La Pilarcita responde al mismo esquema: se va viendo cómo [la forastera] se relaciona con la gente que vivía allí. Ahí es nada. Teatro-análisis de lo que nos mueve por dentro y lo que dejamos traslucir. Nada más alejado de la comedieta estándar de la sala pequeña del Lara. Bastante más. 

Escribí la crítica el 20 de junio y la publiqué el 23. Se me han esfumado dos semanas con la intención de pasarla al blog y ampliarla un poco martilleándome la conciencia. Acabo de comprobar -con satisfacción, porque la función se lo merece- que Vallejo publicó anteayer, 5 de julio. Están por lo menos hasta septiembre, así que tienen ustedes todo el verano para verla. 

Vallejo habla de sainete y de Tennessee Williams. A primera lectura me chocó un poco, porque el humor de La Pilarcita -hay mucho humor- es otra cosa. Si lo piensa uno despacio, es cierto que si hacemos a los Álvarez Quintero una transfusión de sangre del drama sureño podría salir algo parecido a esto. Pero creo que hay que subrayar que el aspecto final se parece mucho más a Tennessee que a los andaluces. Puestos a buscar parentescos-tripi, a mí me resuenan los Veraneantes rusos, con esos diálogos proverbialmente chejovianos en los que nadie dice ni Pamplona (estoy escribiendo el 7 de julio, alguna mención tenía que haber) sobre sus motivaciones de fondo: la mayoría de las veces, no porque no las quieran decir, sino porque ni siquiera son conscientes. Así salen esas escenas en las que la espumilla del suave oleaje -sólo se habla de minucias- esconde unas corrientes submarinas de no te menees. Talento de dramaturga. Y talento, más concretamente, de dramaturga argentina. No hace falta recordar que el sicoanálisis y este tipo de teatro-análisis de las relaciones humanas son primos hermanos, y que los argentinos hilan en estas cuestiones mucho más fino que nosotros. 

María Marull
De María Marull sólo encuentro, además de éste, otro título: Hidalgo. Sin embargo, La Pilarcita no muestra ninguno de los defectos típicos de las obras primeras, relacionados con el amontonamiento de las mil cosas que el autor tiene en la cabeza y no es capaz de podar. Logra, bien al contrario, depositar en la memoria del espectador un concentrado en el que elementos en principio heterogéneos (el costumbrismo de la tradición religioso-folklórica local que venera a la niña muerta y el retrato sicológico; costumbrismo + Williams, como ha dicho Vallejo) producen una emulsión bien ligada. Miren que era fácil irse por las ramas de la risa -fiesta popular, surrealismo estepario- o los meandros del drama, y no: seguramente lo mejor de este texto es lo que no está. Me pregunto si saldría así de primeras o es resultado de la sabiduría podadora de su autora. Curiosidad puntillosa, no tiene la menor importancia a la hora de juzgar el magnífico resultado.

[¿Por qué el párrafo anterior sale con interlineado doble? Misterio. Maquetar con blogger es morir]

Cuatro aciertos más, que no quiero dejar de mencionar, al menos de pasada. El primero, el leve toque de melodrama -que es difícil que falte en un texto argentino, y ya me perdonarán el tópico- asociado al personaje de Mona Martínez, enamorada perdida de su jefe (Secretaria, secretaria / la que escucha, escribe y calla, sólo que ésta cambió de estatus y pasó a mantenida. Pobre. La de Mocedades se arruina la vida, pero conserva la dignidad. Ésta, ni eso). El segundo, el personaje ausente, algo que funciona casi siempre. Selva ha llegado para pedir a la niña santa, en un acto desesperado, la recuperación de su exjefe y amante, que está en las últimas. Por eso se han hospedado en esta pensión, más que hotel, familiar. El hombre no sale de la habitación, así que no lo vemos, pero está ahí dentro, teatralmente presente. Si se cayera el decorado, el vacío nos sorprendería. Vi el otro día (en un tren) un ejemplo redondo de esta técnica del personaje que no sale, pero está: Frantz, de François Ozon. El tercero, las irrupciones cantadas de Álex de Lucas, que en un estilo simple de romance popular va resumiendo la parte de narración que no conviene amontonar en escena. Sobre todo el epílogo: le da a la historia un aire de conseja antigua, de leyenda local. Nos la hace imaginar en el futuro integrada en el ciclo mitológico de la niña santa, como un fleco del relato principal.

El cuarto es un

SPOILER.

Selva desaparece. No es que se vaya, no es que se nos hurte el final de su historia. Es que se desvanece en la carretera sin que nadie sepa cómo. Un remate de estilo perfectamente coherente con el aire suavemente mítico que va impregnando la función y que se acentúa hacia el final.

No menos sorprendente que los aciertos de una autora casi novel, es la homogeneidad interpretativa que un director novel (no encuentro rastro de actividad precedente de Chema Tena, más que como actor) ha conseguido. Sin desmerecimiento para Álex de Lucas (que apenas actúa, más allá de las canciones) o Fabia Castro (que estaba en Comedia fallida de Carlos Be, otro motivo para lamentar no haber podido ir), la función se sostiene sobre Anna Castillo y Mona Martínez. Me dan unas ganas locas de verlas en un dramón. El personaje de Castillo está construido para producir una ingenuidad desarmante, es el candor y el encanto hechos persona. Esto es, por supuesto, muy difícil de hacer, pero si el resultado es bueno el éxito está cantado: ¿a quién no vence una jovencita así dibujada? Lo de Mona Martínez es doblemente complicado, porque una mujer derribada por la vida carece de ese atractivo -digamos natural- a priori. Pero le ha bastado un gesto de cansancio aquí, un mohín de enfado leve allá, para que le saliera una Selva honda que atrae como un abismo triste.

Miguel Ángel Gaitán,"el angelito
milagroso".
Como dice Vallejo, la adaptación es magnífica. No era fácil, porque en Argentina -como en otros países latinoamericanos- hay una fuerte tradición de culto popular, al margen de cualquier iglesia, de niños muertos. Les he puesto ahí la foto de uno de ellos, venerado como milagroso, pero también vengativo. Hay por allá (permítanme que ventile con un "por allá" a todo un continente) un abanico fascinante de fenómenos de este tipo. Mi favorito es el Gauchito Gil (que no era niño), pero me encontré ayer con un canonizado muy reciente (canonizado con todas las bendiciones de Roma, quiero decir) que no tiene desperdicio: San José Luis Sánchez del Río. No me resisto a ponerles una imagen.
Los cristeros mexicanos llevaban vaqueros. No es broma.
Aquí resultaba más difícil que colara la historia, pero el ambiente de los actos festivos, cuyos ecos se cuelan en los diálogos, está descrito con tal verosimilitud, la veneración a la niña muerta a la que hay que regalar muñecas está tan interiorizado por los personajes, que nada choca. Vayan a verla.
P.J.L. Domínguez
          

miércoles, 5 de julio de 2017

INCONSOLABLE

Sala: Teatro María Guerrero Autor: Javier Gomá Director:  Ernesto Caballero Intérprete: Fernando Cayo Duración: 1.25'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)




Esto que leen aquí, en el encabezamiento de la crítica, estaba originalmente al final, pero lo que he venido encontrando en los últimos días me mueve a destacarlo. Ha sucedido algo curioso, que yo no había detectado nunca (esto no quiere decir que no haya ocurrido, vaya usted a saber). Todas las críticas en papel que he leído son elogiosas (analizando entre líneas las de Vallejo y Villán podría interpretarse que no les ha maravillado el texto, pero quizá sea buscar tres pies al gato). Todas las críticas digitales que he leído son negativas. ¿No es llamativo? ¿Tienen alguna hipótesis? Yo sí, pero me la callo.

LOS DE PAPEL A FAVOR:
Javier Villán en El Mundo (se la tienen que buscar en un tweet del CDN del 30 de junio, porque el contenido es de pago en su página original)

LOS VIRTUALES EN CONTRA:

Como el catálogo de opiniones sobre todo en general, y sobre la crítica en particular, es infinito, tengo algún lector al que no le gusta nada que cite, alabe o discuta las ajenas. No consigo entenderlo, la crítica es también -quiza, sobre todo- debate. ¿No vamos a poder comentarnos unos a otros? Me parece que lo que subyace en el fondo es nuestra incapacidad (nuestra, de los seres humanos quiero decir) de distinguir entre la discrepancia de ideas y la descalificación de las personas. 

Y, ahora sí, la mía.

QUE SALGAN LOS DELFINES

Caballero (director), Cayo (actor), Azorín (escenógrafo), Aníbal (iluminador), Cobo (músico) y Domínguez (figurinista) han hecho lo que han podido. Como me dijo JM ante alguno de los esfuerzos colectivos por levantar un monólogo imposible, sólo faltaban los delfines. En el momento en que me lo dijo ya llevaba yo unos minutos echando en falta a las alegres chicas de Colsada. Que entre el coro. Disparen los fuegos artificiales. Send in the clown. Que el actor se quede en tanga y haga unas piruetas en el trapecio (ojo: las piruetas acaban llegando), porque los espectadores comienzan a sufrir bajadas de tensión y está la plazuela que no caben más ambulancias.

He comenzado diciendo que Caballero (director) ha hecho lo que ha podido. No puedo decir lo mismo de Caballero en su faceta de seleccionador. Este texto no tiene ningún merecimiento para acabar representado, y mucho menos en la sala grande (!) del María Guerrero. En fin. El mundo es ansí, ya lo saben. Me pregunto si el autor conoce El año del pensamiento mágico, porque hay que tener mucho arrojo para estrenar esto después de aquello. Inconsolable es un texto pésimo en varios niveles:

1) El género. Es antidramático, no-teatral. Es un ensayo (un mal ensayo). Esto no lo digo porque su autor se haya dedicado a eso hasta ahora, sino porque es así. Y si no me creen, vayan a oírlo. No hay ni rastro de eso que llamamos arco dramático. Bueno, no. Es peor. Sí que hay rastro. Hay un intento al que se le ven todas las costuras: forzado y sin efecto. El personaje comienza diciendo que no se va a meter en cuestiones sentimentales exclusivamente suyas y que sólo hablará de conceptos universales. Declara que lo otro le parece una literatura maleducada, romanticismo trasnochado de andar restregando los propios mocos al respetable. Y luego, por supuesto, da rienda suelta a sus miserias para terminar otra vez pulcro y en registro de conferenciante. Un A-B-A clásico que podría firmar Mozart, si no fuera porque Mozart sí dominaba los tiempos dramáticos. El contraste entre ambas voces -las dos caras del personaje- se ve venir de lejos. Ayer mismo leía ese pasaje de Marsillach en el que dice que el teatro es ritmo y sorpresa. Cuanto más repite el monologuista que no irá por ahí -y lo repite cansinamente- más convencidos estamos de que en eso consistirá el giro: sorpresa, caput. ¿Y ritmo? Pues verán: el árido registro inicial dura... ¡cuarenta y cinco minutos! Está estirado hasta lo insoportable en el estilo descrito en el punto 3. No hay quien pueda. Llegados a ese lugar del hastío o salen los delfines vestidos de lentejuelas o ya no hay nada que hacer. A pesar de la trasmutación escenográfica (también, ay, previsible: las testas de las piezas metálicas que la hacen posible están incomprensiblemente a la vista).

2) El fondo. Es banal en sentido bidireccional. Ni ahorra una sola de las ideas comunes que nuestra cultura maneja sobre la muerte (desde la levedad de la tierra hasta el desplazamiento a primera línea ante el abismo que supone la desaparición de los padres; desde el consuelo que procura el afecto de los próximos hasta la perpetuación del difunto en la conciencia de los vivos; desde la cadena generacional que transmite el testigo hasta...). Ni aporta una sola idea original. Esto puede ser perfectamente tolerable en un texto dramático, que no está para aportar ideas originales sino para recrear el mundo (o una visión del mundo) en el escenario. Pero, como les he dicho, éste es marcadamente ensayístico. No hay drama (como sería preciso en el teatro), no hay ideas (como sería necesario en un ensayo). No hay nada más que sopor. Por cierto, la cosa termina autocondenada. Algo se dice al principio sobre la moralidad como refugio de los discursos vacíos. Así termina este discurso vacío: con una conclusión moral para la que no necesitábamos alforjas. Que la muerte debe impulsarnos a ser mejores. Toma.

3) El estilo. Pensé durante un rato que este estilo que combina la frialdad quirúrgica y la retórica más ramplona era un efecto buscado para reforzar el efecto de alejamiento que el personaje quería imponerse respecto a sus sentimientos profundos. Pero no. Sigue igual toda la función. Sin desaprovechar un solo sintagma trillado que saliera al paso. Por no hablar de hallazgos como "excesivismo" o "acostumbramiento". Soporífero.

El texto no tenía remisión, y mira que le han hecho de todo. Es como un abeto reseco que se han esforzado en tapar con espumillón (qué bonita palabra). El espumillón no está mal, pero al final sólo faltan los ya mencionadísimos delfines. Cae nieve, cae un árido, el suelo se levanta los pajaritos cantan... huy, perdón: el suelo se levanta, se abre una compuerta, entra música, entran ruidos, entra una discreta imagen proyectada, sube al fondo una línea horizontal verde, baja al fondo una línea horizontal verde, el iluminador despliega todo el catálogo de recursos que sabe ubicar atinadamente... Hubiera sido fantástico emplear toda esta potencia creativa en algo que mereciera la pena.

* * *
Miren ustedes por dónde, algo hay con lo que me identifiqué y que me da pie para este párrafo. Dice el personaje que no soporta en los demás sus propios defectos. Que los reconoce de inmediato y los odia. A mí me pasa lo mismo (aunque no siempre, otras veces me producen un efecto cómico y de compasión, del tipo de "éste es idiota de la misma manera que yo"). Si el texto me ha generado el rechazo que queda patente en las líneas anteriores es, en parte, porque comparte ampliamente los defectos de mi prosa. Qué les voy a contar: no sólo un deslizamiento constante hacia lo prolijo y lo repetitivo, sino también un echar mano sin cuento de las fórmulas estereotipadas, los adjetivos cantados, las expresiones hechas. Como esta misma enumeración de tres elementos de la frase anterior. A mí se me antoja que lo hago con una gran habilidad para la ironía, la autoironía y la parodia, pero digo "se me antoja", porque no es verdad. Lo que me termina saliendo es una cosa entre el BOE y el libro de texto que -alguna lucidez guardamos todos en el fondo- me aconseja no dedicarme a la literatura. Tanto menos a la dramática, que consume el tiempo del espectador a chorros. A lo mejor un día me da por estrenar algo y alguien me propina una coz calcadita a esta misma.
P.J.L. Domínguez