martes, 15 de diciembre de 2015

RAPSODIA PARA UN HOMBRE ALTO

Sala: Teatro María Guerrero Autor y director: Félix Estaire Intérpretes: Ignacio Jiménez y José Ramón Iglesias Duración: 1.15'
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Ignacio Jiménez y José Ramón Iglesias
Fíjense que la idea no está mal. Una final de baloncesto entre dos países recientemente escindidos. Un drama familiar inserto en el drama general. El resultado en las manos de un jugador que tiene a su hermano en la selección de enfrente. La relación del jugador con su padre. 

Ahí termina la idea. Ahora, empiecen a imaginar todos los tópicos posibles sobre estos temas (del tipo ¿Qué es una frontera? o A veces los hijos no salen como uno hubiera deseado) y hagan que dos actores los repitan todas las veces que sean precisas para alcanzar unos setenta y cinco minutos de duración. Ése es el aburridísimo texto de Rapsodia para una hombre alto. Podría pasar como primer borrador, pero es imposible de soportar en escena en su estado actual.

Rapsodia está mejor dirigida que escrita, con recursos sembrados aquí y allá que distraen un poco (he dicho un poco, no se imaginen ninguna juerga): 

* El movimiento de actores, bien coreografiado por Xus de la Cruz. Si olvidamos los remedos de paso procesional. Ahí tienen otro estilema (queda mucho mejor decir "otro estilema" que "otra bobada") que empieza a aparecer donde casa y donde no casa, como los famosos micrófonos. Cosas de las modas. ¿Un ejemplo en el que casaba? Los persas de Francisco Suárez. ¿Otro en el que uno pensaba en el Cristo y las pistolas? La balsa de Medusa. Me parece que si me pusiera a repasar programas de mano de los últimos diez años iba a encontrar docenas de apariciones de este efecto, con una aceleración en los últimos tiempos. Fíjense a partir de ahora, ya me dirán.

* La música, entre balcánica y, mira tú por dónde, de marcha procesional. Lo de balcánica viene al caso: la historia parece estar enmarcada en el proceso (huy, iba a decir "el procés") de escisión de las repúblicas yugoslavas, y se narran numerosos hechos producidos en el mundo del baloncesto y en aquel contexto. Lo de procesional no, pero eso tiene poca importancia, porque la música encaja bien y distrae un poco del sopor.

* La iluminación que, como los intérpretes, hace lo que puede por entretenernos; por ejemplo, concentrando el interés en la expresividad gestual: las indicaciones del árbitro, los tres lanzamientos decisivos, el diagrama en la pizarra del fondo... Aunque esto último precise comentario. El segundo personaje (árbitro/padre/entrenadores, luego les explico) dibuja en la pizarra un diagrama que representa las posibles variantes de futuro según el jugador enceste o falle cada uno de los tres tiros que le corresponden. A medida que se producen los lanzamientos, borra las posibilidades de futuro que se han desvanecido. Aunque, generalmente, cualquier elemento que permita al espectador prever lo que va a ocurrir es muy peligroso (estoy pensando en otra pizarra, la de Los miércoles no existen), es cierto que en esta función, proverbialmente aburrida, incluso este factor de previsibilidad resulta una distracción. Este comentario precisa de comentario. Hay contextos en que la previsibilidad es, no sólo adecuada, sino crucial: es el momento en que esperamos que al payaso le caiga encima el cubo de agua. Pero son los menos. Ponga usted una cosa cualquiera que vaya recordando al espectador cuántos eventos tienen que ocurrir de aquí a un rato, y se estará cargando algo esencial en las artes del tiempo: la sorpresa.

José Ramón Iglesias interpreta tres personajes: el padre del jugador y los entrenadores de ambos equipos. Esto último es, me parece a mí, un error del texto. Bastaba con uno, desde todos los puntos de vista: tanto para incluir este elemento siempre significativo del intérprete que se desdobla como para contar la historia. Es para presentar dos puntos de vista, claro está, pero no hacía falta. Ya les he dicho más arriba que en esta pieza todo se repite hasta la saciedad, lo que implica, entre otras cosas, que se minusvalora la capacidad de comprensión del espectador. El entrenador contrario no hacía ninguna falta para que entendiéramos todo lo que quieren que entendamos. Además, así como el binomio padre/entrenador está suficientemente diferenciado en la interpretación, los dos entrenadores se distinguen porque llevan gorra de distinto color. Mi acompañante, que no tuvo tiempo de mirar el programa de mano antes del comienzo, ni se enteró de que eran dos.

A Ignacio Jiménez lo había visto, al menos, en La cortesía de España y en La ola, bien en las dos ocasiones. También aquí está bien, yo creo que está capacitado para empeños de mayor altura, pero el texto es difícilmente defendible.

Dos cosillas más, y una observación, antes de terminar. La primera: hay un tema más, que no es explícito, pero sí evidentemente implícito. Durante buena parte de la función, a poco que uno se esfuerce ve la palabra CA-TA-LU-ÑA en el aire, formada por un ectoplasma que mana de las cabezas de los espectadores. Por supuesto, todo este asunto de países, escisiones, fronteras, banderas y colores de las camisetas de los jugadores suscita de inmediato entre nosotros esta cuestión. Olviden cualquier posibilidad de alguna reflexión de interés o enfoque poético novedoso. La segunda: a tenor de lo que el programa de mano dice, y de lo que me cuenta un conocido que asistió a otra representación, la función cambia según el protagonista enceste o no sus tres tiros. Una curiosidad.

La observación: aparte de sus propias limitaciones, Rapsodia para un hombre alto ha tenido la mala suerte de ser programada la misma temporada que Reikiavik, que tiene un parentesco evidente en el planteamiento. Ambas pretenden elevar a categoría y otorgar fondo alegórico a una competición. El parentesco termina ahí.
P.J.L. Domínguez
          

sábado, 5 de diciembre de 2015

LOS ATROCES

Sala: Nave 73 Autora y directora: Vanessa Martínez Intérpretes: Nuria Benet, Mon Ceballos, Pablo Huetos, Vicenç Miralles, Pedro Santos y Gemma Solé Duración: 1.40'
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Benet, Solé, Ceballos, Miralles, Santos y Huetos.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio: 

Usar una trama preinstalada en la memoria (más de dos mil años provocando escalofríos) es arma de doble filo: el vendaval de connotaciones que provoca la sola mención de sus personajes sale gratis, pero es fácil desafinar. Esta España de ferias de ganado está bastante más cerca del mundo de los Átridas que las adherencias posteriores de peplos y mármol blanco, pero lo importante no es eso, sino que resulta verosímil. 

La tragedia es siempre posible, y la función lo muestra.

    Tragedia es la palabra clave. Siempre difícil de interpretar sin ponerse estupendo. Vanessa Martínez la encaja con habilidad aquí y allá, en medio de un planteamiento de comedia. El curioso invento funciona. Es más: crece durante cien minutos produciendo un efecto de aceleración dramática hasta el nudo final Agamenón-Clitemnestra-Orestes-Electra, al que el espectador llega ya completamente entregado. Por momentos, brilla el virtuosismo de los seis intérpretes, que se hacen cargo de catorce personajes y saltan del humor a lo trágico, del disparate al drama con elástica cintura.

P.J.L. Domínguez
          

jueves, 3 de diciembre de 2015

NADA QUE PERDER

Sala: Cuarta Pared Autores: QY Bazo, Juanma Romero y Javier G. Yagüe Director: Javier G. Yagüe Intérpretes: Marina Herranz, Javier Pérez-Acebrón, Pedro Ángel Roca Duración: 1.40'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)



La vi hace una semana y he estado retrasando el momento de publicar la entrada, porque estaba seguro de que saldría algo poniéndola por las nubes. Efectivamente, aquí tienen la crítica de Vallejo. Por las nubes.

¿Y por qué la he ido retrasando? Porque a mí no me gusta nada, pero lamento que no me guste nada. A veces ve uno pestiños infumables y sale fumando en pipa (mataría a mi madre por una paradoja, ya lo saben) y con ganas de asesinar al perpetrador. Pero detrás de esto hay gente muy capaz y mucho trabajo, y prefería no ser el primero en calificar. Ahora que Vallejo ya ha escrito que "no hay nada en la cartelera ni parecido a esta función" me permito con mayor tranquilidad decir que a mí me parece una cosa antigua, teatro de buenas intenciones. Suscribo de cabo a rabo todas las tesis que subyacen, otra cosa es que me guste el resultado escénico. Me parece que está estirado como el chicle hasta los cien minutos, cuando la cosa daba para una hora justita, porque la escritura es redundante. Me parece que el tercer personaje (en todas las escenas los personajes son dos, y hay un tercero que comenta desde fuera) sobra y olvida la capacidad del espectador para entender las cosas él solito; o sea, es redundante. Me parece que todas esas interpelaciones al espectador ("Y si fueras tu? ¿Y si fuera tu familia?", etc.) sobran exactamente como sobraría en Shakespeare un comentador diciendo "¿Se da cuenta de que estos caracteres le rodean en su vida diaria y que usted mismo lleva dentro el germen de todo esto?". Ya lo entendemos solos. O sea, son redundantes. Todo redunda en esta pieza.

Es uno de los grandes peligros de las propuestas con fuerte carga ideológica. ¿Quiere esto decir que son imposibles? No. Ahora mismo, mientras usted lee, hay en nuestro país docenas de personas concibiendo, escribiendo, ensayando o representando piezas relacionadas con cuestiones sociales en general o con la crisis en particular. Hemos visto docenas en los últimos años, y muchas otras que, escritas antes de la crisis, adquirían con ésta un significado más profundo. Alguna de ellas se llevará el gato al agua y terminará representando lo ocurrido durante estos años en el imaginario colectivo. Las hay malas (Eurozone, y les dieron un Premio Nacional, ya saben qué bien nos llevamos los premios y yo), regulares (pongamos Subprime) y excelentes. La mejor es, sin la menor duda, Mi relacion con la comida, (atentos, porque se repone en el Galileo), pero hay que citar Los iluminadosno sólo porque era estupenda, sino también por una casualidad: Pedro Ángel Roca actuaba allí y lo hace en Nada que perder. En Los iluminados componía un personaje estructurado y redondo. Aquí, lo que le dejan. 

En fin, volviendo al montaje: esto le va a gustar a mucha gente, ya se lo adelanto. No negaré que también por méritos propios, o dicho en otras palabras: no creo que mi opinión merezca ser grabada en las tablas de la ley. Pero estoy seguro, como siempre que las dichosas buenas intenciones están en juego, de que el fondo ideológico será lo más determinante en buen numero de esas opiniones positivas. Como en Liberto o en El triángulo azul (sí, multipremiado; sí, multialabado; un ladrillo, se pongan como se pongan). ¿Quieren una prueba del nueve? Es muy simple. Lleven al teatro a alguien que abomine de las opiniones políticas que sustentan la función y ya me dirán. Vi hace unas semanas Mi princesa roja, que tiene un tufo ideológico, una peste a maniobra de barnizado del fascismo que juzgo repugnante. Pues bien, teatralmente funciona, aunque uno no se case con el fondo. Preséntenme un neoliberal furioso que diga lo mismo de Nada que perder, y me comeré todo lo dicho.

En algunos momentos, se toca fondo: el regodeo en la feliz idea de los cobradores ataviados de Cervantes o la escena entre el concejal y su madre, en la que la representación de la anciana roza el teatro aficionado. Pero hay dos cosas que merecen la pena en la función. Una, Javier Pérez-Acebrón. La otra, la irrupción de la pantera. Es un recurso del texto de una hermosura poética que brilla como una gema en medio de un páramo de lugares comunes.

Nota final. He puesto más arriba que me parecía una cosa antigua, sin dar más detalles. No sabría explicarlo bien: una fábula ambientada en lo más pedestre de lo cotidiano, clara voluntad alegórica, cimiento ideológico, estética feísta... Se me antoja un montaje de hace treinta años sobre texto de Fo (a muchos kilómetros de Fo, claro está). Pero estas cosas son muy difíciles de expresar con palabras. Fíjense que casi todo esto que acabo de decir se puede aplicar a Mi relacion con la comida y, sin embargo... Decía el otro que, si no se puede hablar de algo es mejor callar, pero es que resulta tan divertido hablar de lo que no sabemos.
P.J.L. Domínguez