martes, 29 de septiembre de 2015

REIKIAVIK

Sala: Teatro Valle-Inclán Autor y director: Juan Mayorga Intérpretes: Elena Rayos, César Sarachu y Daniel Albaladejo Duración: 1.40'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Elena Rayos, César Sarachu y Daniel Albaladejo
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

 Es frecuente encontrar textos dirigidos por sus autores. Más raro, que ambas tareas –escribir y dirigir- se desempeñen con igual excelencia. Eso ocurre en Reikiavik, donde Mayorga da una lección exhaustiva de sabiduría teatral. 

    Sabiduría destila el texto, en todos sus aspectos. En su compleja pero diáfana construcción, que multiplica los planos narrativos sin confusión. En el cuidadoso regateo a los géneros que lo acechan. En la incorporación de un tercer personaje: apenas habla, pero es fundamental en la dramaturgia. En la osadía de una escritura –que multiplica personajes y atmósferas- para cuyo montaje el Mayorga escritor sólo ha confiado en el Mayorga director, con buen criterio.

    Porque sabiduría destila también la dirección. En la inmejorable elección de los tres intérpretes y en la asignación de caracteres; de registro y tono. En la opción de reducir a lo esencial la escenografía. En el espacio ocupado con coreografía impecable. En la trabazón perfecta de las escenas.

    Rayos hace exactamente lo que debe: sostener la función desde un lugar entre fuera y dentro. Albaladejo y Sarachu son dos prodigios, hay que verlos. Me quedo con la mujer que el segundo encarna. Apenas un fogonazo, pero qué milagro que, de pronto, se convierta en una figurilla frágil y traslúcida.

Y lo que no cabía allí:
(las negritas enlazan ambos textos)

Planos narrativos sin confusión. Vemos a dos hombres en un parque, obsesionados por recrear una y otra vez partidas de Fischer y Spassky en Reikiavik. Vemos las partidas que recrean. Las idas y venidas entre uno y otro plano no producen la menor dificultad de comprensión. Hay algún brevísimo salto a un tercer plano, que es el de la explicación del porqué hacen esto. Brevísimo, pero no por ello menos relevante. Hacen todo esto –ya lo dije en la crítica correspondiente- por lo mismo que nos cuenta el protagonista de El minuto del payaso, por lo mismo que nos cantan los de Cabaret (que vi anoche): para dejar la vida olvidada ahí fuera. Fuera del parque, en este caso. Con una diferencia: los personajes de esas dos funciones trabajan para que otros olviden sus vidas, trabajan en el circo, en el cabaré. Estos sudan para olvidar las propias. Para olvidarse incluso de sí mismos, como en el cuento Non voglio più essere quello che sono de Papini. Un lugar común (y común no quiere decir falto de interés, es uno de los temas de nuestro tiempo, vean las drogas y los avatares) enredado en tal madeja de temas mayúsculos entretejidos que un amigo me decía ayer “vaya cabeza tiene este hombre” (“este hombre” es Mayorga). 

Vista de Reikiavik, foto de Diego Delso.


El ajedrez como metáfora del mundo y la vida, la representación (las dos: la ficción dentro de la ficción que los personajes interpretan para sí y para el niño, y la ficción primaria que los actores interpretan para nosotros) como metáfora de la vida, el mundo como escenario (en el escenario del Valle-Inclán, en el parque, en el pabellón deportivo de Reikiavik), el teatro (el arte) como alternativa a la vida. Tranquilos, no me pierdan la respiración. La cabeza de “este hombre” hace que todo esto se metabolice sin sentir, como las tostadas de mi infancia. El paquete, que leí durante miles de mañanas, decía “por efecto de la diastasa el almidón se dextrina, por lo que su estómago lo tolerará sin el menor esfuerzo por recibirlo predigerido”. Mayorga es la diastasa de este multiforme y formidable almidón. En la relación de altibajos que mis habituales saben que mantengo con su obra (pinchen el tag de la columna derecha) Reikiavik es un subidón difícilmente superable.



Tercer personaje. Si aún no la han visto y van, pongan atención. El niño, que pasaba por ahí y que Waterloo pesca casi a lazo, es la clave de bóveda, que no les despiste. Respecto a la narración, funciona como pretexto para poder darnos la información de que Waterloo está gravemente enfermo (lo quiere pescar porque necesita un heredero que asuma su papel en estas peculiares representaciones). Respecto a la construcción dramatúrgica, permite explicaciones –pocas, breves y efectivas; Mayorga no se ha perdido en manuales de instrucciones- sobre lo que está ocurriendo. Alguna indicación sobre las reglas del juego que estos dos practican. Hasta aquí, lo fácil de decir. Lo difícil de decir es que la presencia constante del niño modifica la impostación de los otros dos personajes. No actúan para nosotros, sino para él. En fin, no sé explicarlo mejor, pero ese niño ahí es crucial para que la función sea como es. Está dentro (del juego de ambos) y fuera (con nosotros); es uno de nosotros, progresivamente absorbido, como nosotros, por ese mundo dentro del mundo. Por poco que nos interesen los alfiles, terminamos comprendiendo que aquí no se habla de ajedrez, que algo de las vidas de todos está en juego. El niño es Elena Rayos (la de la foto), pero tampoco se me asusten por esto, no parece la típica chica joven haciendo de niño. Otra cosa. No sé muy bién qué, pero parece otra cosa. A ratos, una espectadora que se ha bajado al escenario para cuestionar de cerca a estos tipos.



Multiplica personajes y atmósferas. Además de Reikiaivik (la sala donde juegan, los respectivos hoteles), vemos otros ámbitos, suenan otras voces que preceden o rodean a las partidas: la vida anterior de Fischer, la de Spassky, la madre de uno, la mujer del otro, los asesores de éste, los asesores de aquél, la Unión Soviética de Brézhnev (y aquí nos damos cuenta de que Famélica es un curioso reverso bufo de algunas partes de Reikiavik), los EE.UU. de Kissinger… Esto es un lío de narices que sólo es comprensible –no se me asusten, es fácilmente comprensible- por la claridad de escritura, la habilidad de dirección y la prodigiosa interpretación. Ya dije en la crítica en papel que Albaladejo y Sarachu eran un prodigio, pero ahora que han pasado varios días desde que los vi, lo repito con mayor convencimiento. Los artificios escénicos son casi nulos: la utilería de personaje a la que echar mano para que sepamos cuándo hablan el ajedrecista, el jesuita, el comisario político, el otro ajedrecista… se reduce a un echarpe, una gorra, un sombrero, pero ellos echan a correr, cambian de sitio en el escenario y en relación al otro, y ya está. La primera mención a la mujer de Spassky hace referencia a que era bailarina. Es el pretexto de Sarachu para colocar los brazos en primera posición y repetir el gesto cada vez que ella vuelve a encarnarse en él. Lo dicho: prodigioso.


Lo tienen en la foto de la derecha, haciendo teatro en Suecia en 1998. Espero que le caiga algún premio por el papel que aquí se marca, aunque ya conocen mi fe en los premios.

Cuando escribo esto a la función le quedan cuatro semanas en cartel y CONTADAS localidades libres. Corran.
P.J.L. Domínguez
          

domingo, 27 de septiembre de 2015

EL ARQUITECTO Y EL EMPERADOR DE ASIRIA

Sala: Matadero Autor: Fernando Arrabal Directora: Corina Fiorillo Intérpretes: Fernando Albizu y Alberto Jiménez Duración: 1.35'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Las fotos son de Carlos Furman
Que me perdonen filólogos y exégetas, doctorandos y catedráticos, críticos y directores de escena, llegados al teatro mucho antes de que a mí me diera por soltar lo que se me pasa por la opinión y, en la mayoría de los casos, con mucho más conocimiento que yo. No veo por ninguna parte las pretendidas virtudes del texto. No le niego el mérito exclusivamente literario, leído en la soledad del confortable sillón de casa debe de ser otra cosa. ¿Representado? Noventa y cinco minutos, en esta versión, de bostezo ininterrumpido. 

¿Encontraría algún testigo que declarara a mi favor? El crítico de La Nación apenas osó decir "al texto, a su estructura, se le notan los años, y no está mal". Eso, y otra cosilla que encontrarán en un enlace más abajo, resulta escaso contrapeso para tanto partidario: Ordóñez asegura que éste es su texto favorito de Arrabal. Es posible que también el público testifique a mi favor cuando tengamos los datos de taquilla. ¿Puedo aportar alguna prueba ante este tribunal? Una: hace casi cuarenta años que no se representa la pieza, al menos por compañía de envergadura suficiente para dejar memoria (luego siempre sale un grupo universitario de Lugo que resulta que la montó). Tiene que venir Pérez de la Fuente, denodado defensor de las corrientes de vanguardia histórica de nuestro teatro (y luego le llaman conservador), y encargarla. ¿Dónde está por tanto toda esa gente que asegura que estas cosas de Arrabal son la bomba a la hora de elegir textos para montarlos? ¿Por qué no los hacen? Alguien estará pensando en contraejemplos, y en el más evidente de todos: El público. Pero casi no hace falta decir que los motivos de la etapa subterránea del Lorca vanguardista fueron muy otros y que, ahora mismo, El público ha alcanzado el estatus de algo así como el examen final para optar a la plaza de Gran Director de Escena. Nada que ver.

En fin, no seré yo quien niegue -contra el mundo- los méritos de Arrabal y, sobre todo, su condición de figura paradigmática de un momento histórico, pero a El arquitecto y el emperador de Asiria no le encuentro por ninguna parte los delicados equilibrios, las estructuras ausentes pero intuidas que requiere un texto teatral que abandona las convenciones narrativas. Que se lo digan a Jarry, a Beckett, a Pinter o al ya mencionado Lorca. En la sesión que me metí anoche entre pecho y espalda, apenas dos destellos de drama, de algo que ocurre, de un estímulo que exija la atención de nuestros mecanismos de percepción: el monólogo del petaco (que Albizu borda) y la corta escena de "me iré a la otra isla", "no veo ninguna isla", "espera que quito la montaña" (cito de memoria). Luego llega el juicio, me dirán ustedes, eso es prácticamente una estructura dramática convencional. Sí, pero llega tarde, cuando el aburrimiento ya nos tiene a todos semimuertos y mirando insistentemente al reloj.


¿Y la puesta en escena? Pues no sé qué decirles. "No es posible", pensarán, "éste no calla jamás". Pues no, esta vez no sé qué decirles. Por una parte, esto de muevo el mueble, lo tumbo, enseño el culo, grito, cojo el cornetín, me revuelco entre los papeles... me parece un catálogo de arbitrariedades de imposible justificación. Por otra, me pregunto si cabe hacer otra cosa ante los casi cien minutos de texto imposible. Veo los súbitos cambios de estilo interpretativo - que los actores ejecutan de forma impecable- y una parte de mí los agradece, porque sacuden un momento el sopor, pero la otra me dice que es lo primerito que se lo ocurriría a cualquiera, que una dirección con más recursos habría encontrado otras opciones. Les dejo aquí el enlace a una crítica escrita tras la representación en Buenos Aires que opta por la primera de mis voces: ante un texto trasnochado ("tras un conveniente tamizado revela que lo único que queda en pie de aquellas tendencias es Samuel Beckett", luego me dirán a mí que soy un radical), la multipremiada Fiorillo habría acertado al tirar por el desparpajo. Así que no lo sé. Vayan y decidan, si se atreven. Y si alguno de ustedes es director de escena, ya nos contará si se le ocurren otras vías para levantar el cadáver.

Los que no me suscitan la menor duda son los actores, no creo que esto se pueda hacer mejor. Fernando Albizu, ya lo decía más arriba, da un auténtico recital en el monólogo sobre el petaco (o máquina del millón) y la existencia de Dios, mientras forcejea con unas medias, un corsé y una mesa. Es un hombre especialmente dotado para la farsa (estaba estupendo también en Trágala). Le veo siempre un trasfondo de sarcasmo vasco que lo emparenta con Gurruchaga, pero no me hagan mucho caso en estas cosas, en ocasiones veo... y todo eso. Alberto Jiménez es otro espléndido intérprete. No está teniendo mucha suerte en el teatro últimamente en las cosas que yo le he visto, pero se las arregla siempre para salir bien parado. Aquí está perfecto, habría que preguntárselo a Fiorillo, pero da la sensación de haber sido barro fresco en manos de la directora, plegándose a cualquier intención como un perfecto instrumento. Se me antoja que estaria bien verlos ahora a los dos en alguna otra cosa en la que el talento pudiera obtener mayores réditos.
P.J.L. Domínguez
          

viernes, 25 de septiembre de 2015

EL MINUTO DEL PAYASO

Sala: Teatro Español Autor: José Ramón Fernández Director: Fernando Soto Intérprete: Luis Bermejo Duración: 1.10'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)



Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

El payaso espera el momento de salir a escena. Reniega, se cambia, sigue renegando. Entre esto y aquello nos cuenta algo de su vida, del chino de Burgos, de cómo Miliki tiene la culpa de que dejara de hacer de Augusto y, por tanto, de todo. Es un hombre amargado, guarda rencor a su padre, al jefe de pista cuya voz llega por unos altavoces. Se superponen los tics del neurótico y los toscos ejercicios de preparación. Un poco exagerado, piensa uno al principio, quizá demasiada contractura gestual y emocional.


    Pero hay que dejarle avanzar por esa vía del tipo avinagrado y… por las salidas que de pronto se abren a otro mundo: ¿ahora nos ve? ¿nos habla? ¿la pieza ya no es sobre un payaso sino la actuación de un payaso? Va emergiendo un gran monólogo enmarcado por la delicada escenografía de Boromello. El texto es, quizá, lo mejor que conozco de su autor. Bermejo se desata en la escena del plátano (para mí el plátano,  para ti el kiwi) o en la de la guitarra (shoooort / ¡déjate hacer! / Maricarmen sácame de aquí) y grita con el público “¡Papá Pancho!” en una invocación colectiva al espíritu de Jardiel. Antes desfilan, explícitos o implícitos, Grock, Charlie Rivel, Zampabollos, Viyuela, Chiquito o Gurruchaga. A Bermejo le van a pedir esta función, que nace siendo un clásico, durante el resto de su vida.

Y lo que no cabía allí:

1.- Me gustaría saber en detalle hasta dónde llega el texto y dónde comienzan los vuelos que intérprete y director han emprendido aquí y allá. Debería hacerme con él y leerlo, claro está, pero cada vez que empiezo a pensar en cuándo tendré tiempo, termino llegando mentalmente a la jubilación. Incluso eso me parecería aceptable, pero ya saben lo que dicen: en la misma tarde del día en que uno se jubila, no consigue recordar ni una sola de las cosas que se había propuesto hacer. 

Sería un monólogo decente aun quedándose en el relato estándar que este señor nos hace de sus desventuras. Decente, recogido, con un cierto aire neorrealista a base de altavoz retro y andanzas circenses (el circo tiene siempre un no sé qué de neorrealista, hasta en Zampo y yo, de la que recuerdo sobre todo unos solares vacíos en la periferia sesentera de Madrid, paisajes muy De Sica, emparentados con el mencionado altavoz, la tablilla y el baúl de este escenario). Pero llegan los vuelos, y la altura del espectáculo sube de golpe. Creo recordar que el primero arranca cuando ese tipo, supuestamente solo en el sótano de un teatro, empieza a quejarse de tener que ignorar nuestra presencia. Para ser exactos: de que alguien (será el director) le insiste en que nos ignore... pero que nos incorpore. Jerga y quejas tópicas de actor. No sabemos si del actor Bermejo, porque las ha puesto él, o de un segundo personaje (el actor que encarna al payaso), porque ya estaban en el texto de Fernández. 

Creo también recordar que el siguiente vuelo comienza con la merienda. El payaso saca un plátano y un pulcro trapito para usar de mantel sobre el baúl, y ahí deja de ser ese tipo, profesional del circo, que está esperando a que le llamen a escena y comienza a comportarse como si estuviera ya actuando, en registro de payaso, con los comentarios sobre lo monísimo que es el trapo y lo mucho que le gusta el plátano (pa´mí) y lo poco que le gusta el kiwi (pa´ti). Y, ya al final, llega el vuelo estratosférico que mencionaba en la crítica en papel y que me dobló en dos de risa. Piensa uno "¿Este estupendo payaso es el mismo tipo de Maridos y mujeres, el mismo de Jugadores?" "Eso es un actor", estarán pensando, "alguien que cambia como los camaleones". Vale, lo que quieran, pero me sigue maravillando, por eso sigo yendo al teatro.

2.- Boromello demostró ser una excepcional escenógrafa en El señor Ye ama los dragones...

[Me paro aquí. Estaba pensando si contarles algo horrible que me ha sucedido mientras redactaba uno de los párrafos anteriores y había decidido que no, que esto es un blog de teatro. Pero aparece ahora casuamente El señor Ye, un maravilloso alegato contra la xenofobia, y es como si el azar me exigiera que se lo contara. Así que lo haré, más abajo.]

Todo aquella abundancia en lo extenso -gran escenario, larga pasarela, enorme pantalla- y lo intenso -minuciosa recreación de los salones de las protagonistas- se convierte aquí en unos pocos trazos de ambiente: altavoz, tablilla, baúl, silla, tiros con sus contrapesos. Acierta otra vez.

3.- El público, que cree asistir a un monólogo en el que se estará calladito en su asiento, termina por gritar una y otra vez "¡Papá Pancho!" (léase papapancho), espoleado por el payaso, que va entrando,  arrebatado por la musa, en un trance digno de un freneticlop en los últimos minutos. Esto es nada menos que una cita de Cuatro corazones con freno y marcha atrás de Jardiel y, por tanto, toda una declaración de principios. En este  enlace se encontrarán a Amparo Baró, que se lo pone en contexto. Cualquier cosa que se coloque bajo el amparo de Jardiel (y de Amparo, toma calámbur) tiene mi bendición, aunque a esas alturas ya estaba yo entregado. Le he visto a Fernando Soto esto y la estupenda Constelaciones, que se repone ahora en los Luchana, así que convendrá no perderlo de vista.

4.- Saben que me gusta andar buscando coincidencias entre las cosas que comparten cartelera. El texto de José Ramón Fernández hace referencia a la capacidad del payaso (y, por extensión, del espectáculo, diremos) para hacer olvidar las miserias de la vida que queda fuera. Ya saben, entrenerse, que al fondo siempre está la muerte, como diría Cortázar. Eso mismo ocurre en Reikiavik, en la que los dos personajes huyen de la vida (y de la muerte) en un rincón de un parque. Antes o después hay que regresar, pero que nos quiten lo bailao. Miren ustedes por dónde, yo voy a regresar ahora mismo. Quien quiera, que me acompañe.


AQUÍ SE ACABÓ EL TEATRO
(lo que sigue es otra cosa, si sólo le interesaba la crítica, sálteselo)

Me he ido un rato a escribir esto al bar del Pavón. Muchos de ustedes lo conocerán, porque ha sido durante años la sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (el Pavón, no el bar). Hasta hace muy poco tenía un aspecto convencional de bar de siempre, tirando a cutre. Ahora se ha convertido en uno de esos lugares hipster, con wifi y decorados entre vintage y chamarilero. En ese barrio de progresía y tolerancia, en ese bar con una media docena de modernos (ordenadores portátiles, gafas de pasta), ha entrado la china del modestísimo negocio de enfrente. Una mujer de mediana edad, pequeñita, muy amable, que apenas habla castellano. Las que lo hablan son sus hijas, pero hoy no estaban. Ha entrado, porque -según he deducido- el camarero que atendía la barra había ido antes a comprarle algo, y no se habían entendido. Insisto: ha tenido la amabilidad de desplazarse. Como, al parecer, tampoco se entendían ahora, el camarero (medio metro más alto y quince años más joven que ella) se ha puesto a gritar como un energúmeno que cómo se puede alguien permitir tener una tienda y no hablar ni palabra de castellano. La señora se ha retirado del bar sonriente (!) y confusa, aguantando el torrente de improperios, que ha seguido soltando el camarero incluso después de que ella se ha ido. El resto de clientes ha mirado con un aire sorprendido, pero no ha dicho nada. He pagado y le he afeado la conducta.  Aunque se me ha olvidado decirle que esa señora puede ser perfectamente tía, o prima, de la excelente actriz china de El señor Ye, que es amiga de mi amiga D., o de la encantadora pareja que regenta el restaurante que frecuento en la Plaza del Ángel o de Pascal, el amigo chino de mi hijo que tiene nombre de filósofo francés. Supongo que le hubiera importado un bledo, pero he decidido escribir estas líneas (las primeras que no son de teatro en este blog) no por una militancia social que no practico, sino por ellos. ¿Qué es este asqueroso acuerdo general que recluye a "los chinos", así, en general, en el último peldaño de la consideración social?

Y me he vuelto a casa arrastrando el alma entre los pies, porque cada vez que asisto a un comportamiento de este tipo, en el que mis congéneres hacen alarde de una violencia verbal que uno imagina fácilmente transformándose en otra cosa si las circunstancias ayudaran, me dan ataques de impotencia y descorazonamiento. El domingo tuve primero una bronca con un amigo que llegó a asegurarme que "los chinos" gozan de una legislación específica que les hace tributar menos que los demás en los comercios que abren aquí. Abrió Google y descubrió en menos de un segundo que es una falacia como un piano (ya saben, los judíos comen bebés recién nacidos, etc.). Nos sentamos luego en la terraza de un bar, donde le tocó ser víctima a una florista (casualmente, latinoamericana) a la que dos energúmenos gritaron a placer, porque ella se quejó de que su perro le había destrozado una planta. Todo esto es xenofobia, así, con todas la letras, y si no nos quejamos en voz alta cada vez que veamos que asoma su pata negra, tendremos nuestra parte de culpa el día que se desboque. Ah, y nos tocará a todos: todos somos extraños para alguien.
P.J.L. Domínguez
          

jueves, 24 de septiembre de 2015

VANITY FAIR DE AGOSTO

Aquí les dejo la página de agenda con la que colaboro en 



Corresponde al número de AGOSTO. Si la quieren ver (y, de paso, juzgar a toro pasado si acierto en el interés de las previsiones) den al botón derecho y elijan "abrir en una pestaña nueva": así, las dimensiones serán aptas para el ojo humano. En los móviles no sé yo...




martes, 22 de septiembre de 2015

VANITY FAIR DE SEPTIEMBRE

Aquí les dejo la página de agenda con la que colaboro en 



Corresponde al número de SEPTIEMBRE. Si la quieren ver (y, de paso, juzgar a toro pasado si acierto en el interés de las previsiones) den al botón derecho y elijan "abrir en una pestaña nueva": así, las dimensiones serán aptas para el ojo humano. En los móviles, no sé yo...

lunes, 21 de septiembre de 2015

WINDERMERE CLUB

Sala: Teatro Fernán-Gómez Autor: Óscar Wilde (versión libre de Juan Carlos Rubio de El abanico de Lady Windermere) Director: Gabriel Olivares Intérpretes: Natalia Millán, Susana Abaitua, Teresa Hurtado de Ory, Javier Martín, Emilio Buali y Harlys Becerra Duración: 1.30'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Harlys Becerra, Natalia Millán y Susana Abaitua


No es que haya nadie que lo haga rematadamente mal en Windermere club. Pero Juan Carlos Rubio, cuyo talento está fuera de duda desde Las heridas del viento, dice en el programa de mano "no me interesaba la época victoriana, no me interesaba el discurso sobre la moral y las buenas y malas mujeres, no me interesaban algunos personajes que reflejaban un estilo y un momento definitivamente obsoleto", y ya vamos mal. Por una parte, no es completamente cierto que no le interese: toda la función está taladrada por la clasificación de las mujeres en buenas y malas. Y es, toda ella -tanto en el original de Wilde como en la versión de Rubio- un discurso moral. No en vano gira sobre el acto de bondad cometido por alguien que, hasta ese momento, es presentado como el paradigma de lo peor (hizo lo peor que una mujer puede hacer, incluso en 2015: abandonar a su hija; aparte de irse con... catorce hombres, como Katy se apresura en detallar). 




Esto de las malas y buenas mujeres es tan central en la obra que basta un vistazo a la wikipedia para enterarse de que dos de las versiones cinematógraficas se titulan Historia de una mala mujer, una, y A good woman, la otra. El tema -eso que nos enseñaban a mencionar en primer término en los análisis de textos del bachillerato- no es otro que las relaciones entre la bondad y las conductas rechazadas socialmente o, en otras palabras, la posibilidad de que un apestado sea buena persona. Vamos, talmente La dame aux camélias (cuarenta y cuatro años anterior a nuestra pieza, tienen a Greta Garbo en la foto) o Boule de suif (doce años anterior). El cine calcaría después en innumerables ocasiones el tipo de la antiheroína que se sacrifica al final para que el chico se vaya con la buena. En el caso de las mujeres -siglos de discriminación obligan- la mala es casi siempre una perdida, una mujer que se va con un hombre (o con catorce, para eso es una perdida) que no se le había asignado, una transgresora de la moral sexual. 

Pero lo que Rubio diga al definir lo que hay o no hay en su propio texto no es lo que nos importa. Un artista puede decir lo que quiera sobre su obra (a veces, eso que dice es parte de la misma, por lo menos desde Dalí y Warhol), aunque lo más habitual es que no acierte mucho. Lo que lastra la función desde su origen es que el intento por sacarla de su asfixiante ambiente original deja al drama sin sustancia. Me explico. 

Mrs. Erlynne (madre de Lady Wintermere) abandonó a su marido y a su hija hace veinte años. Tan abominable crimen fue castigado con la damnatio memoriae: fue completa y definitivamente expulsada de su círculo social y de su familia, y su hija creció creyéndola muerta. Como en Pakistán ahora mismo, salvado el ácido. El ácido parece ser un medio muy popular para ejercer violencia contra las mujeres en la península del Indostán, pero no vayan a creer que la Inglaterra victoriana se quedaba muy atrás, basta que recuerden a Jack. En definitiva, Mrs. Erlynne pudo considerarse afortunada por salvar el pellejo a cambio del ostracismo, de ser una apestada, una puta (Santiago está a punto de pronunciar la palabra, pero Sara le cierra los labios) con la que ninguna mujer decente estaría dispuesta a mantener una simple conversación. Esto es lo que se jugaba la que se atrevía a meterse en una cama prohibida. Esto es lo que subyace bajo La regenta, Madame Bovary y Ana Karenina. ¿Tengo que recordarles los agradables finales de las tres? 

Y de esto es de lo que Mrs. Erlynne quiere salvar a su hija. Y por eso está dispuesta a sacrificar la vía de regreso a la aceptación social que había diseñado cuidadosamente. Y por todo esto le dice Natalia Millán a Susana Abaitua, en la escena más conseguida del montaje: "estás al borde del abismo". Y miente. Ella sabe que miente, y todos sabemos que miente. Porque una mujer que deja a su marido en el Windermere Club de Miami en 2015 rehace después su vida (como dirían en Sálvame) sin que nadie le vaya a decir a su niño que murió y no le permita volver a verlo en lo que le quede de vida... etc. Este abismo es, frente al abismo que se abría a los pies de Lady Wintermere, un abismito, un abismín de nada, una amenaza insignificante -la de una catástrofe sentimental- que le roba a la pieza toda su grandeza y -lo que es más- el espectacular contraste entre lo dramático del fondo y lo liviano de su tratamiento, que es característica central del estilo de Wilde. Él mismo terminaría experimentando en sus propias carnes lo que suponía transgredir los códigos de una sociedad machista e hipócrita sin guardar las apariencias debidas: de dandy liviano a presidiario aplastado por el peso del rechazo social.


En Pequeñeces, el Padre Coloma no vio necesario que la sociedad se tuviera que molestar en alejar a la mala de su hijo.  Llega la justicia divina y el niño se ahoga, hala. Dumas hijo, el autor de La dama de las camelias, fue apartado de su ilegítima madre.

¿Era posible trasladar a los Wintermere al Miami de 2015? Por supuesto, siempre que se mantuviera la envergadura de la amenaza. Miren West side story, un Romeo y Julieta en Nueva York y en 1957. ¿Por qué se sostiene? Porque los protagonistas son tan cafres como los originales, y sabemos desde el primer momento (como en Shakespeare) que aquí puede correr la sangre. Avancemos en el tiempo: Hey boy, hey girl. Aquí no sólo los personajes son tan descerebrados como para haberse metido en este engranaje diábolico del reality, sino que la presencia aplastante del monstruo mediático hace -como dije en su día- que la certeza del final trágico esté siempre ahí al fondo. Claro que Windermere Club ha intentado algo parecido con la reportera chismosa y su columna en el Herald, pero no es suficiente. Habla Vallejo de "la temida reacción visceral de su esposo" (Lord Wintermere / Santiago / Harlys Becerra), pero a mí me parece que, para mantener el nivel de presión del texto original, su reacción tendría que estar mucho más cerca de la navaja o el estrangulamiento, aunque entonces la función sería otra, y no el amable pasatiempo que es. Ese exquisito equilibrio que Wilde guarda, decíamos, entre el fondo del drama y el ligero envoltorio de comedia de salón necesita de esa sociedad victoriana que a Rubio no le interesa o de un equivalente capaz de hacer el mismo daño, de desgarrar las vidas de los transgresores con la misma eficacia que aquélla. Y en esta versión no hay nadie dispuesto. Katy, la reportera, es noqueada por la perdida en menos de un minuto. El marido celoso tira más a gatito desvalido que a maltratador.
* * *
Si añadimos a todo esto que

(ATENCIÓN, SPOILER)

el final está alterado para que todos sean felices y coman perdices, que los personajes están dibujados sin mucho matiz e interpretados, sobre todo los secundarios, como personajes cómicos de carácter, y que todo está bañado por una pátina de anécdota amable, lo que resulta es una comedieta sin mucha sustancia, sin que llegue a tener tampoco mucha risa. Con algún detalle incomprensible, como que la dirección haya ubicado a Javier Martín en un lugar cercano a Cantinflas -no exagero- de manera que sólo la habilidad del actor consigue encajar a su personaje a duras penas en el grupo. 

También hay alguna escena lograda: el diálogo final de Santiago y Sara y, desde luego, la escena central entre Natalia Millán y Susana Abaitua. Es como si las dos se dijeran, "al fin solas y tranquilas, vamos a actuar, que es de lo que se trataba". Todo lo que dice Millán, una mujer con el glamour incorporado de serie, eleva un poco el tono general de la función, que queda bastante por debajo tanto de la actriz como del personaje, un personaje rodeado por un aura de elegancia, perdición, sabiduría... que exige un entorno de cierto nivel para resplandecer. Es como esperar que Ava Gardner brillara en Aída, ya me entienden. 


Y a Susana Abaitua estaba esperando volver a verla desde una maravillosa prostituta que encarnó en Naturaleza muerta en una cuneta (la tienen en la foto, con Raúl Prieto). Está aquí ingenua, adorable, tierna... como tiene que estar. Espero verla más a menudo, me parece que tiene talento para intentar cualquier cosa.

Los demás están bien, ya les he dicho al comienzo que nadie ha hecho nada muy mal. Lo que no tira es el invento en su conjunto.
P.J.L. Domínguez
          

domingo, 20 de septiembre de 2015

CANÍCULA

Sala: Cuarta Pared Autora: Lola Blasco Director: Vicente Colomar Intérpretes: Joshean Mauleón, Nerea Moreno, Eva Trancón, Rulo Pardo, Juan Antonio Lumbreras y Antonio Gómez Celdrán Duración: 1.20'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Moreno, Gómez Celdrán, Pardo, Lumbreras y Trancón (detrás, Mauleón).


Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


Lola Blasco se asomó a la cartelera antes del verano con la excelente adaptación al teatro de HardCandy y lo hace ahora con un texto en el que hay de todo: crónica familiar, esperpento y gag; lenguaje evangélico, costumbrismo y ecos lejanos, no sabe uno si de voces dadas por Beckett o por La Zaranda. Se estará preguntando el lector si tanta disparidad encuentra algún concierto, y lo cierto es que sí, que el resultado presenta un nivel de cohesión suficiente para salvar la función. Y digo suficiente, porque los episodios de carácter más onírico –los de la transformación de Mauleón en cabra- encajan con alguna dificultad, no sabría decir si por vicio de origen (en el texto) o porque la puesta en escena no ha dado con el ensamblaje adecuado.

    Para todo lo demás –el dúo de las gemelas y el trío de los hermanos- Colomar ha sabido sacar partido al lujoso elenco. No era fácil sentar en el mismo sofá a dos actores con estilos tan marcados como Pardo y Lumbreras, pero el invento funciona con Antonio Gómez en el medio (tanto del sofá como de la interpretación). Eva Trancón y Nerea Moreno se merecerían un spin-off que desarrollara estos inolvidables personajes. El impagable vestuario de Guadalupe Valero y una música que va del Cara al sol a Rocío Dúrcal acompañan a una función a la que quizá sobre un ratillo, pero que deja surco en la memoria y carcajadas en el recuerdo.

Y lo que no cabía allí:

Las dos hermanas: Nerea Moreno y Eva Trancón
A veces, titula uno las críticas de mala manera, como le consienten el tiempo (siempre escaso) y la inspiración (siempre corta, en mi caso). Pero esta vez la titulé a conciencia: Surco en la memoria. Nadie tiene el secreto de lo memorable, una cualidad de títulos de novelas, de escenas o frases de películas u obras de teatro que no se nos despegan del recuerdo, y respecto a las que muchas veces nos ponemos todos de acuerdo ("Yo he visto cosas que vosotros no creeríais..."). La puesta en escena de Canícula creo que contiene dos, aunque esto no lo podremos confirmar hasta que pasen unos añitos: la pareja de hermanas y el trío de hermanos. Memorables por un conjunto de elementos que convergen, en ambos casos, a maravilla: el vestuario de Guadalupe Valero, el texto que tira al absurdo pero que define de forma potente a los personajes, la interpretación.

Los tres hermanos: Juan Antonio Lumbreras, Antonio Gómez Celdán y Rulo Pardo.
Si estas dos imágenes mentales tienen la capacidad de pervivir, como me parece, dentro de un tiempo volverán a nuestra memoria llamadas por el parentesco con algo que veamos o pensemos, y probablemente ni siquiera recordaremos de dónde salen. O sí, y en ese caso el numen de Vicente Colomar se pondrá a dar saltos de contento. 

* * *
Nerea Moreno es uno de mis cromos favoritos de mi álbum de actrices, desde antes de Haz clic aquí. Todo lo coloca bien. Está de muerte con un auricular en la oreja (el otro lo lleva su hermana), balanceándose al compás de lo que ellas (que no nosotros) oyen y comiendo pipas. Corrijo: las dos están de muerte, no me explico cómo no había visto nunca a Eva Trancón. Actúa en el Edipo de Sanzol, que evito desde antes del verano, porque me da una pereza tremenda una función que -por lo que me han dicho ya varios chivatos de mi confianza- no pasa de ser una lectura dramatizada. En fin, a lo mejor voy por confirmar esta excelente impresión sobre la actriz. Perdonen el tópico, pero no puedo evitar verlas a ambas en unas Criadas entre siniestras y bufas.
* * *
Lumbreras y Pardo presentan todas las ventajas y todos los peligros de los actores con un estilo personal muy marcado. La ventaja es que sacan adelante cualquier cosa. El peligro, que hay que ser un director con mucho músculo para evitar que se lleven el gato al agua, o sea: la función a su terreno. Se me ocurre Los Mácbez de Lima (que era, en general, un desastre) como ejemplo de Pardo despardado en cierta medida (aunque no por completo, reproché en la crítica que se le dejara resbalar en algún momento hacia su composición habitual). Pero Lumbreras era él hasta donde menos se podía esperar: el Esperando a Godot de Sanzol, que tiraba a lo cómico. Colomar los ha dejado exactamente como son, y funcionan bien con Antonio Gómez Celdrán de cojinete interpuesto para amortiguar el roce. No sé de quién es la foto del sofá que les he copiado, pero es estupenda: están retratados exactamente en las actitudes características.
* * *
Lo que impide a Canícula ser una función redonda es el encaje del hermano al que han ido a visitar al hospital, y que se está transformando en cabra (¿o demonio?). No, desde luego, por culpa de Mauleón, que defiende su parte con talento y ganas. El texto se complica: hasta ahí, las cosas pueden ser absurdas, pero son simples y cotidianas (la enrevesada relación entre las hermanas, la simpleza y mentecatez de los hermanos) y, además, la comicidad las salva en cualquier caso. Los parlamentos del sexto hermano se tiran por el camino de la metáfora, de la teoría sobre las relaciones de esta extraña familia, vuelan a otra galaxia. Se hacen largos. No sé si precisan de un recorte o de otra puesta en escena, pero perjudican al conjunto.
P.J.L. Domínguez
          

viernes, 18 de septiembre de 2015

NUESTRAS MUJERES

Sala: Teatro La Latina Autor: Éric Assous Director: Gabriel Olivares Intérpretes: Gabino Diego, Antonio Garrido y Antonio Hortelano Duración: 1.25'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)



Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Éric Assous ha hecho en Francia todo lo que un escritor puede hacer en el negocio del espectáculo: radio, televisión, cine, teatro. El éxito allí de Nos femmes propició su reposición, con Jean Réno en escena, el pasado mes de febrero, y hasta una versión cinematógrafica. En 2015, Assous ha estrenado On ne se mentira jamais! (¡Nunca nos mentiremos!). Al ritmo de importación de comedias francesas que llevamos, apuesto a que la veremos traducida en breve.

    Ciertamente, es una comedia magnífica. Arranca como un tiro: uno de los tres amigos que se reúnen a jugar a cartas llega demudado porque acaba de estrangular a su esposa. Y no decae. Su impecable factura clásica en tres actos contiene la dosis justa de réplicas hilarantes y giros sorprendentes, y no falta la pequeña medida de amargura, el punto de sazón, que destilan las tres relaciones de pareja. A ellas nunca las vemos, pero ellos no hablan de otra cosa.


    Se podía sacar más partido a este gran texto. Creo que el mayor lastre de la versión de Olivares es que los tres actores se mueven en tres estilos distintos: realista, bufo y pasado de vueltas (respectivamente, Hortelano, Diego y Garrido). Pero la potencia de la pieza es tal que la narración se impone, pasa por encima de este inconveniente y el público se divierte.

Y lo que no cabía allí:

Ya lo he escrito en la crítica correspondiente, pero toca repetirlo aquí: la coincidencia entre Nuestras mujeres y Bajo terapia es notable. Hasta que Bajo terapia hace catacroc y deja de ser una comedia, claro está, pero eso es mucho tiempo. Ustedes dirán, "anda que no hay historias con tres parejas". Las hay. Ya puesto el cerebro en Francia, me sale a bote pronto Les petits mouchoirs (Pequeñas mentiras sin importancia), donde si no eran tres, eran tres y pico, y que si no fue teatro antes de cine no es porque no lo mereciera. Y no hay más remedio que mencionar Escenas de matrimonio, un sainete que hacía reír hasta a quienes aseguraban no verlo. En fin, que haya unas cuantas le quita algún valor a la coincidencia, pero no por ello deja de ser inevitable la comparación. Ya sé que las comparaciones son odiosas, pero como les digo siempre, sólo conocemos por comparación, y en este caso salta a la vista lo mucho que Nuestras mujeres ganaría si la coherencia interpretativa fuera la de Bajo terapia.

Mencionaba en la crítica en papel los tres registros en los que se mueven los tres actores. Antonio Hortelano: realista; salvada alguna pequeña distancia, parece que sale de una serie de televisión. Gabino Diego: bufo, ya me dirán ustedes si no corresponde ese adjetivo a la gesticulación necesaria para parecer un señor mayor con problemas en las articulaciones. Antonio Garrido: pasado de vueltas. Aunque este último está, desde mi modesto punto de vista, muy pasado de vueltas, es el estilo que más se parece al de la película francesa. No encuentro grabaciones de la versión teatral, pero las promocionales hacen pensar en algo más pausado. Como suelo decirles, y lo repetiré pronto a propósito de Milagro en casa de los López, me parece que las líneas cómicas de este tipo de pieza burguesa (así se llamaban antes) ganan si se dicen con parsimonia. El contraste chusco entre lo absurdo de la situación y lo adusto de la expresión provoca la carcajada.

Otra coincidencia: escenografía mejorable. Claro que entendemos que el apartamento de Max debe ser frío e impersonal, trasunto de la personalidad de su dueño. Pero una cosa es frío y otra un quirófano. Observen la foto de más arriba y compárenla (ay, odiosas comparaciones) con el apartamento de la puesta en escena original. 



Frío e impersonal, pero habitable. Da, además, la necesaria idea de un cierto bienestar económico: los tres son individuos muy bien situados, y la trama se sostiene precisamente en un medio de ese tipo. Lo de La Latina da la sensación de que no han tenido tiempo de pintar o de un apartotel (¿se dice todavía?) de medio pelo. Dicho esto sobre su aspecto, quede claro que cumple con la funcionalidad que el texto exige.

En pocas palabras, esta versión no deja de ser una oportunidad perdida para una maravillosamente bien escrita comedia, pero queda a la altura suficiente como para pagar entrada y pasar la tarde. Además, es muy posible que el instinto teatral de los tres se haya puesto ya a trabajar y que tras unas docenas de funciones estén juntos en el mismo planeta. Ojalá.
P.J.L. Domínguez