jueves, 24 de enero de 2019

MESTIZA

Sala: Teatro Fernán-Gómez Autora: Julieta Soria Director: Yayo Cáceres (dramaturgia: Álvaro Tato) Intérpretes: Gloria Muñoz y Julián Ortega (músicos: Manuel Lavandera y Silvina Tabbush) Duración: 1.10'  
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que ya no está en cartel)


POR FIN, una foto que da idea cabal de todo. Es de David Ruiz.

SI VA MUY LENTO CON EXPLORER, INTÉNTELO CON CHROME

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio: 

Hay mucho aquí dentro, bastante más de lo que uno espera a partir de la sinopsis: un encuen­tro entre Tirso de Molina y Francisca Pizarro, la hi­ja del conquistador y de una princesa inca. Como siempre en el buen teatro, todo lo que está al fon­do se metaboliza sin el menor esfuerzo. Los alega­tos contra la discriminación –de género, racial, de clase– no acaban en panfleto, como tantas veces ocurre. Bien al contrario, el espectáculo se presen­ta como un objeto de divertimento, entretenido y amable, cuyas cargas de profundidad el especta­dor decodifica por su cuenta.


El estilo de Yayo Cáceres es bien conocido, pero es preciso subrayar que –de lo que le he visto– esto es lo más redondo. La pieza de Julieta Soria tiene el atractivo de bucear en nuestro pasado –siem­pre presente– americano, un filón de tramas que la ficción explota poco (y el término de comparación son las demás expotencias coloniales europeas). La mezcla de texto, música en directo y discretas licencias de humor actual e interpelaciones al pú­blico funciona de miedo, porque no en vano la en­cargada de llevarlo todo a puerto es Gloria Muñoz, que nunca ha dado puntada sin hilo. Su recital tie­ne el apoyo de Julián Ortega, otro que tal baila, actor todoterreno que las pone todas en su sitio. Excelente la música de Lavandera y Tabbush. En resumen, le alegran a uno la vida.

Y alguna cosilla que no cabía:
(si quiere saltarse el rollo y llegar directo a la crítica, pase de los cuatro primeros párrafos, puede leer desde "bingo")

Contra lo que casi todo el mundo opina, nunca -hasta ahora- había encontrado el punto a Cáceres. Me refiero a Yayo Cáceres, no a la capital homónima. No sé si se encuentran a menudo en ese brete de no entender nada de lo que ocurre a su alrededor. Yo acabo de repasar las opiniones sobre Crimen y telón que Ron Lalá tiene colgadas en su página y no abro la boca de asombro porque suelo evitar la sobreactuación cuando estoy solo delante del ordenador. Que si no... Se las copio:

Ron Lalá ha alcanzado la cima. El espectáculo es redondo. Cinco estrellas de obra maestra (Javier Villán, El Mundo) / Una gozada. Estos espadachines de la transversalidad trenzan lo culto y lo popular en un discurso divertidísimo (Juan I. García Garzón, ABC) / La compañía demuestra otra vez un talento sin parangón entre los nuevos creadores (Raúl Losánez, La Razón) / Los ronlaleros bordan el final más redondo de su carrera, que deja boquiabiertos a los espectadores (Marcos Ordóñez, El País).

A mí aquello me pareció tan, pero tan malo, y las opiniones ditirámbicas son tan unánimes, que tengo que admitir -siquiera como hipótesis- una aversión natural que tenga yo instalada en algún lugar de las conexiones sinápticas. ¿Saben lo que ocurre con el cilantro? Al parecer, un porcentaje de la población es incapaz de asociar su sabor con una sustancia comestible y le repugna de forma invencible. De ahí deriva su nombre, que aludiría en griego a su infecto olor. ¿Cómo sé esto? Aparte de mi tendencia a almacenar información inútil, porque me pasa a mí, y estaba harto de sostener ante impávidos consumidores de la hierba que aquello olía a limpiador industrial. Pues bien: tiene un motivo genético. El cilantro no huele ni sabe igual para todo el mundo. Lo mío con Ron Lalá debe de ser algo así, porque también Cervantina me pareció una tontería (ahora me agacho para esquivar las pedradas). Como esta tarde estoy un poco más pusilánime que de costumbre, voy a admitir que todo el mundo tendrá razón y que lo mío será genético. Una tara como cualquier otra. Ya batallaré otro día.

Todo esto viene a que me fui a ver Mestiza rogando a los dioses que me gustara. Alguna vez les he contado que mantener una constante opinión negativa sobre el trabajo de alguien puede resultar desagradable para el criticado, pero no lo es menos para el crítico. Ya saben, las lindes entre lo personal y lo profesional, y todo eso. Entré al teatro cruzando los dedos.

BINGO. Hay motivos objetivos para que la pieza me haya gustado (y bastante), a diferencia de los ejemplos citados más arriba. El texto es más... ¿diremos "serio"? Me encanta el teatro cómico (llevo una temporada empezando a considerar seriamente si los logros cómicos de la literatura no son superiores a los dramáticos), pero es obvio que la comicidad de Ron Lalá -me pasa lo mismo con José Mota- no atraviesa mis meninges. Rimas simplonas (no hay vacuna ni aspirina que quite la cervantina), slapstick por aquí, canciones naif por allá... Esto de Soria (tampoco es una capital, es Julieta Soria) se mueve en un terreno más realista, próximo a esos encuentros entre personajes históricos que tanto le gustan a Flotats

Y, claro, el tema ha dado con una veta de oro. La riqueza simbólica de -nada menos- la hija de Pizarro y una princesa inca es difícilmente superable. Como apuntaba en la crítica en papel, el envoltorio del personaje está compuesto de muchas capas. En primer lugar, es una mujer en el siglo XVI, y no les tengo que explicar que la cuestión de la condición femenina está más en boga que Rosalía (afortunadamente). Después, un personaje de alcurnia situado en el centro de las tensiones y las luchas por el poder y la riqueza. Pero, además, es el testimonio hecho carne del choque de dos mundos: alientan en ella la respiración del conquistador y el conquistado, del ave rapaz y de la presa. Todo son contradicciones en el interior de Francisca. Orgullosa de ser una Pizarro y desgarrada por la pérdida de su madre. Castellana de la cabeza a los pies y nostálgica del quechua desvanecido entre las nieblas de la infancia. Todo eso se desprende del texto de Soria con naturalidad, sin la menor cercanía a la lección de historia o a la didáctica de la moral en la que se convierten con frecuencia este tipo de intentos. El humor, el sosiego, rezuman drama. En el buen rendimiento de los intermedios cantados (por cierto, qué bien canta Ortega) o de los paseos por la platea alguna parte tendrá tambien Álvaro Tato, a quien el programa asigna el crédito de la "dramaturgia".

La riqueza de lecturas y significados de un cataclismo de las dimensiones de la conquista de América tiene, ya lo decía en la Guía, una presencia extrañamente escasa en nuestra cultura. Me voy a poner bruja Lola. Hace más de veinte años le largaba a todo el que me quisiera oír que me parecía incomprensible el nulo uso que nuestra ficción televisiva hacía del pasado reciente (pongamos desde el XIX hasta mediados del XX), mientras en otros países europeos (Francia, Italia, Reino Unido...) se lo encontraba uno hasta en la sopa. Esa anomalía se acabó. Ahí tienen los puentes viejos, las acacias, las galerías Velvet, las chicas y los cables. Pues bien, el pasado imperial (por el que transitamos poquísimo desde aquellos tiempos de Alba de América, En Flandes se ha puesto el sol o Jeromín) debe de estar a punto de aterrizar en nuestro presente. He dicho.

Cáceres ha plantado esta historia en una escenografía sencilla y molona de Carolina González (sabe sacar partido a la sencillez, lo hizo en El mercader de Venecia de Vasco, muy bien iluminada por Miguel Ángel Camacho (un tipo que no patina nunca). Si no se fijan bien, lo que hace Gloria Muñoz les parecerá una cosa ligera y simpática. El RESULTADO es ligero y simpático, pero eso es siempre complicadísimo de lograr. El trabajo que se tiene que marcar no es ni ligero ni simpático, sino jorobado y meritorio. Siempre que la cito les enlazo El señor Ye ama los dragones, porque es uno de los mejores recuerdos de todo el teatro que llevo casi veinte años viendo en Madrid. No sé si saben que Julián Ortega es su hijo, y es de aplicación lo del palo y la astilla. También da la sensación de la fluidez, de la facilidad con la que todo sale. Talento y oficio.
P.J.L. Domínguez
          

lunes, 14 de enero de 2019

HERMANAS

Sala: Teatro Pavón Kamikaze Autor y director: Pascal Rambert  Intérpretes: Bárbara Lennie e Irene Escolar Duración: 1.20'  
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que ya no está en cartel)


Ochenta minutos gritando así. El espectador ni siquiera ve ese paisaje de listones de madera: fondo blanco y tubos fluorescentes. El marco está tan vacío como el texto. La foto es de Vanessa Rabade.


SI VA MUY LENTO CON EXPLORER, INTÉNTELO CON CHROME


No sé si recordarán aquello de Aristóteles (¿de Aristóteles?) de cómo eran los procesos de degeneración de los regímenes políticos de su época. De su epoca, les aconsejo que no se pongan a trasponerlo a la nuestra porque se hacen un ovillo las neuronas. Me parece que la evolución era de monarquía a tiranía, de aristocracia a oligarquía y de democracia a demagogia (sobre esto último es sobre lo que les recomiendo que no reflexionen demasiado). En esto del teatro hay también degeneraciones cantadas. La comedia degenera en brocha gorda, el drama en Echegaray (pobre, hace decenios que nadie lo lee -de representarlo, ni hablemos- y lo seguimos usando de ejemplo negativo) y la tragedia en Muñoz Seca. Mire usted por dónde, éste es un ejemplo positivo. Se me ocurren algunos negativos que me voy a callar. 

¿A dónde va a parar el teatro con pretensiones intelectuales cuando se tuerce? A lo pretencioso. Pretencioso, pedante,  vacuo. O sea: Hermanas.

Me perdí La clausura del amor. Les seré sincero, no tenía yo los circuitos cerebrales para dramas de pareja. Supongamos que era, como todo el mundo dijo, la octava maravilla. Resulta que no me perdí Ensayo, así que con ésa no me la dan. Cuatro interminables monólogos sucesivos, de los que sólo uno (el de Orazi) tenía algún interés literario. Sí, ya sé que era un texto premiado y que aquí provocó los elogios más encendidos. Vale, no me crean, léanla si pueden y me lo cuentan. El interés dramatúrgico de la yuxtaposición de los cuatro monólogos era poco más que nulo. Su autor / director debe de tener tal fe en la potencia de su pluma que prescinde de cualquier artificio escenográfico o de iluminación, todo se reduce a un espacio espartano. El resultado era un ladrillo de cuidado.

Muy a menudo, las frases hechas vienen de perlas. Por eso son frases hechas. Parece que me encaja ahora ésa de que se puede engañar a muchos mucho tiempo, pero no a todos todo el tiempo (¿Era así? Me encanta inventarlas). Sólo he leído un par de cosas sobre Hermanas, pero mi admirado Kritilo (lo digo completamente en serio) ha pasado de elogiar Ensayo a escribir "conocimos Ensayo, e igualmente sondeó terrenos metateatrales, esta vez con cuatro intérpretes, que exprimió al máximo en la implosión de una compañía. Pero ahora, con Hermanas, tan solo se aprecia un manierismo. Una dejadez en las perspectivas dramatúrgicas, ya sin gestos metaficcionales, ni monólogos abusivos". Yo no veo la menor diferencia entre la dejadez y el ladrillismo de ambas, y -dicho sea de paso- diría que Hermanas es una sucesión de monólogos abusivos, pero da igual: la verdadera religión acoge con los brazos abiertos a cualquier converso. A ver si me acuerdo de ir mirando qué dicen los demás.

Despachados así los aspectos generales de la pieza, un par de notas más. Las dos intérpretes se pasan la hora y veinte gritando, prácticamente sin descanso. No haría falta añadir nada más, pero repetiré por si acaso esta obviedad: si empezamos a gritos y seguimos a gritos, al rato ya no es que no nos importe si Medea se carga a los niños, es que nos da igual hasta si hace salchichones con ellos. Aquí no hay niños muertos, los personajes pelean por si papá prefería a ésta o si el novio de la otra era un perfecto idiota. Lo siento, no da para tanto alarido. Claro, las pretensiones son tan altas que quién se va a parar a pensar en eso tan antiguo y tan pedestre del arco dramático. Hay UNA cesura digna de tal nombre, y mejor olvidarla: interludio musical bailado.

Segunda nota: la sucesión de monólogos deja algún pequeño resquicio, no diré al diálogo, pero sí a breves intercambios de palabras aisladas. Mal dirigidos.

A estas alturas, alguien habrá diciéndose a sí mismo "este pobre crítico de corta mirada convencional se ha creído que lo de Rambert es realismo y, claro, como realismo no le funcionan ni los monólogos ni los conatos de intercambio de palabrillas ni el bailongo intermedio ni...". Nones. El atractivo que lo de Rambert podría tener si tanta pretensión hubiera dado lugar a un trabajo más humilde es, precisamente, que intenta plantear un equilibrio imposible entre el realismo y el antirrealismo, una tensión constante entre lo verosímil y lo metateatral, entre el drama familiar convencional y el taller de interpretación, entre la narración y el psicodrama. Lo entendí, soy capaz de llegar hasta ahí. El problema no está en lo que uno quiere hacer sino en cómo consigue hacerlo. ¿Cuándo he dicho yo esto mismo? Ah, sí. Ayer. A propósito de Tres canciones de amor, otro sopapo en la capacidad de aguante con sorprendentes puntos de contacto con Hermanas. Como se ponga de moda lo de monologar en grupo me pego un tiro.

Observación final. Lo que hacen Lennie y Escolar es sobrehumano. El esfuerzo físico y psicológico que se les ha pedido tiene que ser agotador. No por estar metidas en un montaje radicalmente fallido dejan de hacer honor a su talla de actrices, que es superlativa. Lástima de tanto trabajo digno de mejor causa.
P.J.L. Domínguez
          

domingo, 13 de enero de 2019

TRES CANCIONES DE AMOR

Sala: Cuarta Pared Autora y directora: Patricia Benedicto Intérpretes: Elena Corral, Laura Lorenzo, Lúa Testa, Eugenio Gómez, Sergio Torres y Carlos Jiménez-Alfaro Duración: 1.35'  
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que ya no está en cartel)


Es lo único que encuentro que dé alguna idea del aspecto escenográfico. Alguna.


SI VA MUY LENTO CON EXPLORER, INTÉNTELO CON CHROME


Por si alguien aterriza aquí por primera vez, me apresuro a señalar que comulgo a pies juntillas con los anhelos de igualdad de género. Pero una cosa son los anhelos y otra su envoltorio estético. Estaba a punto de escribir "quien sólo pretenda transmitir conceptos que escriba un ensayo", y sería una recomendación errónea, porque también el ensayo precisa de talento literario. Todos tenemos opiniones, pero muy pocos la capacidad de convertirlas en objetos aptos para la transmisión estética. El teatro no va anhelos, sino de ese tipo de transmisión. Una pieza puede tener un trasfondo conceptual repugnante y ser una proeza de escritura dramática. Y, al contrario, las mejores intenciones se dan un tortazo mortal cuando olvidan el pequeño detalle de que la forma exterior que adoptan debe estar a su misma altura. Cuanta más presencia social adquiere un asunto (y en mi vida he visto nada comparable, afortunadamente, al clamor actual por la igualdad de género, exceptuada la exigencia de democracia durante la transición) más presente está el riesgo de ampararse en él, y tengo la sensación de que ese impulso de reivindicación nubla a menudo la mente del creador: ocupada más en la reivindicación que en todo lo demás. Cuando "todo lo demás" es, precisamente, su trabajo.

Como hace meses que no toco el blog, en vez de tirarme a los ejemplos negativos, voy a darles dos positivos. Ahí tienen Refugio de Miguel del Arco. Una bofetada en toda la jeta respecto a nuestra indiferencia criminal ante la migración de los miserables, pero -sobre todo- una impecable propuesta teatral. Ojo, antes de que nadie se encocore: "sobre todo", porque éste es un blog de teatro. Y porque si la función es mala, ya me dirán qué diferencia hay en gritar contra la injusticia con una representación de hora y media o con un tweet de dos líneas. La diferencia es contra la función: se come el tiempo de los espectadores sin aportar nada que el tweet no dijera. Del Arco está ensayando ahora mismo Jauría, asunto de género y violencia. Si tienen que apostar, lo más probable es que le salga redondo, como casi siempre.

Segundo ejemplo: Mauthausen. La voz de mi abuelo. Les juro por Snoopy que un par de días antes de la polémica de Pérez-Reverte me encontré en la mesa de novedades de una librería a La tatuadora de Auschwitz y a otro profesional, que no recuerdo pero del mismo campo, como títulos de sendas novelas. Otro asunto peligroso de bordear, porque si a uno no le gusta algo dedicado a semejante horror corre el riesgo de que cualquier indocumentado le llame nazi. Pues bien, como todo el mundo, he visto auténticos ladrillos dedicados al tema, al lado de obras inmensas como Shoah o El pianista. Lo de Almansa en Nave 73 está muy bien urdido (la crítica en papel salío ayer, a ver si se la cuelgo pronto). Lejos de confiar en que la simple condena o la descripción descarnada del horror bastan (que no bastan) se ha currado un espectáculo humilde y luminoso que cumple con todo, como cumplen los buenos espectáculos: describe, condena, pero también entretiene, en el más alto concepto de entretener: ése que indica que el trabajo de quien monta un título es mantenernos con el culo pegado a la silla, los ojos despiertos y la mente abierta, y que el tiempo vuele.

Proferidos los gritos de ordenanza, que me han llevado dos párrafos, llegamos ya a Tres canciones de amor. Simplemente insufrible. No me la quise perder, porque La Trapecista Autómata tuvo un éxito considerable con Moscú 3.442 Km y se me pasó. Aquello sería estupendo, pero esto no tiene un pase. Repito: ni UN pase. Estoy pensando desde ayer si podría mencionarse ALGÚN atractivo de la obra y no se me ocurren más que los escasos minutos en que suenan algunas canciones clásicas. Tres actores y tres actrices van desgranando sucesivos monólogos durante una hora y treinta y cinco minutos (que se dice pronto). ¿Hay algún vocablo que una los conceptos de "sucesivos" y "muchos"? Muchísimos. Exactamente como una sarta de chorizos. Una sarta de chorizos -que es una analogía muy útil cuando uno tiene que explicar a sus alumnos lo que es la forma en las artes del tiempo- puede tener dos chorizos o dos mil. No hay ningún motivo para que sean seis o trece (sólo depende de la longitud de la tripa que, como quizá sepan, hace mucho que es sintética). Una obra de teatro, como una sinfonía, dura lo que debe durar. Estas cosas son inefables, pero gran parte de nuestra satisfacción estética al salir de un teatro depende de esa adecuación de los tiempos y las duraciones. Aquí, la cosa podía haber terminado perfectamente a los cincuenta minutos sin que nadie se hubiera dado cuenta de que faltaba una docena de chorizos. De la misma forma que, llegados a los noventa y cinco minutos, podríamos haber seguido hasta las seis horas. (Nos hubiéramos dado cuenta, por una didascalia oral que la pieza incluye, pero de eso hablaré más abajo y es irrelevante en este punto).

Alguien pensará ahora "si no hay una narración lineal este principio no rige". ¡Ja! Es cuando más rige. En ningún caso es más evidente que el dominio de los tiempos es el alma del teatro (como de la música) que cuando falta la narración, que casi todo puede apoyarlo. Aquí no hay narración lineal, ya les he dicho que son sopocientos monólogos sucesivos. También tengo que decirles que ninguno (repito: ninguno) tiene el menor interés literario. Es una colección de banalidades sobre el amor, los conceptos de género, las diversas fases de una relación amorosa... 

Ya no tengo que decir que la construcción dramatúrgica brilla por su ausencia (y no me refiero sólo a la dramaturgia narrativa, sino a todos los elementos textuales, gestuales y de cualquier madre o padre que construyen un espectáculo), ya lo han deducido de todo lo anterior. Pero me gustaría señalar una torpeza mayúscula. Ya les decía más arriba que hay una didascalia oral. Los intérpretes van anunciando el título de cada una de las tres partes, subtituladas, respectivamente, "tesis", "antítesis" y "síntesis". Como consecuencia directa de las normas que rigen nuestra percepción, cuando un artefacto que se desarrolla en el tiempo tiene partes, la última es más corta. Esto lo sabe de forma racional todo el que se dedica profesionalmente al teatro y, de forma intuitiva, todos los espectadores. Cronometren, por ejemplo, los musicales. Lo habitual, seguramente a más del 90%, es que la tercera parte de cualquier cosa sea la más corta (y amontone la pirotecnia, es el "más difícil todavía" del circo). Pues bien, aquí, la tercera parte es mucho más larga. Con una penosa consecuencia directa: perdí la cuenta de las veces en que parece que se acabó lo que se daba. Y no. En teatro no hay reglas fijas, mañana llega alguien, hace lo mismo y le sale de miedo. Pero es MUCHO más difícil.

Combinen esto con otro elemento peligrosísimo siempre. Cualquier pista que la función da sobre sus propias duraciones es un arma mortal, porque se carga uno de los pilares de su atractivo: la imprevisibilidad. Recuerdo un espantoso monólogo en el que la actriz interactuaba, uno por uno, con un montón de objetos dispuestos en orden. Desde el segundo o el tercero, todo el público seguía el avance temporal de la obra como si hubiera un reloj en escena. Horroroso. Y tengo el contraejemplo: una función en la que había un reloj que daba la hora real. La cosa iba como un tiro, porque quien lo hizo era consciente del reto y tuvo la capacidad de integrarlo. Pero es MUCHO más difícil. Ah, que ya lo había dicho.

En Tres canciones de amor sucede no sé cuántas veces que los seis intérpretes hablan uno detrás de otro, en orden. El espectador ya se lo sabe. Entonces llega uno de esos momentos en los que parece que este cuento se ha acabado. Entonces uno empieza a hablar. Y el espectador sabe que, por lo menos, queda la intervención de los otros cinco. Es la definición perfecta del anticlímax.

Me siento incapaz de decir nada sobre los intérpretes. No se merecen ser juzgados por esto.
P.J.L. Domínguez