viernes, 13 de noviembre de 2015

EL ALCALDE DE ZALAMEA

Sala: Teatro de la Comedia Autor: Pedro Calderón de la Barca Directora: Helena Pimenta Intérpretes: David Lorente, Pedro Almagro, José Carlos Cuevas, Clara Sanchis, Jesús Noguero, Óscar Zafra, Francesco Carril, Álvaro de Juan, Alba Enríquez, Nuria Gallardo, Rafa Castejón, Joaquín Notario, Egoitz Sánchez, Alberto Ferrero, Jorge Vicedo, Karol Winsniewski y Blanca Agudo (músicos: Juan Carlos de Mulder / Manuel Minguillón, Rita Barber)  Duración: 1.35' (creo, ha pasado mucho tiempo, y no la anoté)
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no esté en cartel)


Joaquín Notario y Carmelo Gómez, tanto monta...

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

 Pega menor: Pedro Crespo saca siete años a su hijo y cinco a su hija. Digo que es menor, porque esta extraña elección de actores se disuelve al poco rato en la verosimilitud. Pega mayor: me pregunto por qué toleramos en los clásicos convenciones que, en cualquier otro género, llamaríamos sobreactuación. Así está aquí la soldadesca, de principio a fin, con la notable excepción de Don Lope. ¿Deben por fuerza gritar siempre y, a poder ser, con voz rasposa? En la misma función se encuentra la prueba de que otro carácter casi siempre sobreactuado –el del gracioso- admite otro registro: el breve Nuño que borda Álvaro de Juan.

    Cuando los soldados callan, tanto brillan todos que hacen olvidar el vocerío. Todas las escenas de los papeles principales son de altísimo teatro, en el que luce tanto la capacidad de Pimenta en la dirección de actores como el talento de éstos: los forcejeos y la socarronería de Don Lope y Pedro Crespo; la partida del hijo a la guerra; el reencuentro con la hija violada… Notario todo lo ha hecho y lo ha hecho todo bien. Pero Carmelo Gómez, que pisa menos los escenarios, se consagra como uno de los más grandes.

Y lo que no cabía allí:

(Las frases en negrita enlanzan ambos textos; para enterarse bien, mejor leer primero aquél)



1.- Por qué toleramos en los clásicos con­venciones que, en cualquier otro género, llamaría­mos sobreactuación. La culpa no es de los actores o de la directora en la medida en que podría parecerlo. Es una tradición que, me decía un amigo el otro día, lo mismo resulta que se remonta al siglo XVII. Soldados y graciosos, sobreactuados. Aunque se remontara al Neolítico, me parece una de esas tradiciones que sería conveniente ir pensando en abolir. ¿No hemos dejado de tirar cabras desde el campanario aquel? ¿Por qué no probamos a que Rebolledo empiece la función -Cuerpo de Cristo con quien  / de esta suerte hace marchar / de un lugar a otro lugar / sin dar un refresco- como si realmente estuviera cansado. Porque lo está: ¿A qué entrada, si voy muerto? Imaginen la misma escena en el cine o en la tele, con un grupo de españolitos destacados en Bosnia o en Afganistán. El episodio comienza con un soldado muerto de cansancio que se queja de que los tengan de la Ceca a la Meca. ¿Creen que al director de turno se le pasaría siquiera por la cabeza pedirle que se ponga a bramar con voz de cazalla? Es infinitamente más efectivo que estas cosas se digan entre dientes, se mascullen. La sensación del tipo curtido y de poco fiar -de legionario de los de antes- da mucho más miedo si no se grita. Son principios tan de primero de interpretación (y dirección) que debe de ser que se ven completamente distintas desde la butaca y desde el escenario. Pimenta no tiene un pelo de tonta. El error que comete no puede ser de primero de dirección. Por eso, me inclino a pensar que lo que hace es plegarse a una larga tradición que le exige que estos tiparracos (y la tiparraca: Sanchis está pasadísima de rosca en todas y cada una de las líneas que dice) sean así de elemental y primariamente brutos, sin concesiones a la mínima maldad o torcedura siquiera algo disimulada. Y sobre todo: que está cansado, puñeta, que está cansado. 

Nota: los tiparracos son los personajes, no los intérpretes. Por si acaso.

¿Ven esa colección de muecas? Así, toda la función. No hablamos sólo de la voz, sino del repertorio gestual extraenergético que todos derrochan con entusiasmo.

Los de la foto son personajes secundarios -aunque de cierta relevancia en el caso de la Chispas y Rebolledo-, pero el caso más sangrante es el del Capitán (es el que la lía parda, el violador). El papel tiene miga, está en el centro de la trama y admite muchos matices, pero en este mapa de contornos nítidos (soldados desatados por aquí, protagonistas centrados por allá) Noguero se ha quedado lamentablemente en el primer grupo. Le ha salido un personaje de cartulina que no llega ni a Alatriste, que ya es decir. La Chispas y Rebolledo funcionan bien en una sola ocasión, y no lo digo en broma: cuando Pimenta les hace decir sus cinco últimas líneas allá en lo más alto de la escenografía, saliendo de la oscuridad y volviendo a ella como las figuritas de los relojes centroeuropeos. Es lo único que pronuncian en tono normal.

2.- Otro carácter casi siem­pre sobreactuado –el del gracioso– admite otro re­gistro. ¿No les pasa a ustedes que el gracioso de las funciones clásicas casi nunca les hace gracia? El motivo es el mismo por el que los soldados no les dan miedo. No basta exagerar y hacer volatines, el teatro -al menos este teatro de texto- provoca emociones cuando entendemos al personaje, lo otro es circo. Con los payasos nos reímos también, pero ellos no largan complejas estrofas de versos barrocos, hacen chistes elementales mientras se estampan las tartas en la cara y les brotan las lágrimas a chorros. Francesco Carril está bien como Don Mendo, pero es Álvaro de Juan (el de la foto, que ya me gustó en La cortesía de España) el que ofrece una lectura natural y sin aspavientos de un estereotipo que aparece por doquier en nuestro teatro clásico. A ver si hay suerte y crea escuela.

3.- Todas las escenas de los papeles principales son de altísimo teatro. Poco más añadiré. Decía el ruso que todas las familias felices lo son de igual modo, pero que las infelicidades son todas distintas. Es muy fácil hablar de lo que está mal, pero lo que está bien admite poca glosa. Si algo tuviera que destacar sobre lo demás sería la escena del reencuentro entre padre e hija: esa escena en la que ella espera ser sacrificada en aras del honor (talmente como en Pakistán ahora mismo) y donde Calderón presta a su padre el sentido común (ni siquiera necesitamos contar con el amor paternal) suficiente como para ubicar las culpas -y colocar el castigo- donde se hallan. Aún sale todos los días en el Telediario alguien que no ha entendido estas cosas elementales. Carmelo Gómez y Nuria Gallardo la representan como si todo esto hubiera ocurrido hoy mismo, el hipotético director de televisión invocado más arriba no creo que tuviera necesidad de cambiar el mínimo gesto. Por eso conmueven, porque se creen lo que dicen y -en vez de exagerar- simplemente dejan que su exterior esté en coherencia con lo que cualquier llevaría en el interior en este trance.

4.- Llevamos unos meses en los que es difícil encontrar una función sin micrófonos (ayer me tocaron en Nora 1959, ya les contaré) y/o cantante. Aquí no hay micros (demos gracias a los dioses), hay cantante. Canta bien, está bonito lo que canta... pero tampoco parece venir a mucho. Ojo, el efecto no es espantoso, como en la Medea de Lima o el Don Juan de Portillo, pero no acierto a ver lo que aporta.

5.-  El final. He recogido bastantes comentarios de gente a la que le ha gustado todo menos la aparición final del rey. Verán, es que el final es imposible. Calderón plantea en la obra un conflicto entre ley y moral completamente irresoluble con el bagaje conceptual de la época. Si Crespo cumple la norma, el culpable se queda sin castigo. Calderón hace lo único que puede hacer: descarga al alcalde y a Don Lope de continuar tomando decisiones (imposibilísimas de plantear, porque pasan por la ejecución del héroe o por su recurso a la sedición armada, lo que destrozaría el marco conceptual no ya político, sino teatral) y descarga el peso sobre la instancia superior: el rey. Les voy a proponer un divertido -y disparatado- paralelismo. Crespo quiebra la ley para sacar adelante lo que su conciencia le dice que es moralmente necesario. El entuerto lo arregla el rey (Felipe II en el texto, reinaba el IV cuando se escribió). Estos días tenemos a los independentistas catalanes diciendo prácticamente lo mismo: que están dispuestos a quebrantar la ley para hacer lo moralmente correcto. ¿Quién aseguró ayer mismo que la Constitución prevalecerá? ¡Otro Felipe! Felipe VI. ¿Qué comparación admite la autoridad esgrimida para arreglar el desaguisado de Zalamea con la que ahora podría usar el reinante para encarrilar la situación? Y me da igual que sustituyan al rey por el presidente del gobierno o el Papa de Roma. Ese tipo de autoridad se desvaneció con el Antiguo Régimen.

No estoy hablando de política, sino de que el artificio usado por Calderón pudo perfectamente no ser percibido como un Deus ex machina por sus contemporáneos, que lo encontrarían perfectamente lógico, al margen de la mayor o menor verosimilitud de que el rey pasara por allí en ese momentito exacto. Hoy, sin embargo, las cuerdas del mecanismo chirrían. O se plantea un delirio deconstructivo (hermosísimo como en Pandur, hondísimo como en Lenz, me valen otras opciones...) o el final es imposible de hacer bien. Dicho más corto: éste de la Pimenta está bastante bien.
P.J.L. Domínguez
          

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