domingo, 16 de marzo de 2014

DIONISIO RIDRUEJO UNA PASIÓN ESPAÑOLA

Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: Ignacio Amestoy Director: Juan Carlos Pérez de la Fuente  Intérpretes: Ernesto Arias, Jesús Hierónides, Paco Lahoz, Nerea Moreno y Daniel Muriel Duración: 2.00'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Hierónides, Arias, Lahoz y Muriel.

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Treinta años han pasado desde la escritura de Dionisio Ridruejo. Una pasión española. El título fue calcado después en Azaña, una pasión española, cosa que produce, ahora, un sugestivo juego de espejos entre ambos personajes.
    La pieza tiene mucho de teatro documento y de teatro ritual, características tempranas entonces. Pero esto es lo de menos. Lo de más es su gran altura literaria y dramatúrgica, diametralmente opuesta a la reconstrucción histórica y el didactismo que, a menudo, también recientemente, hieren de muerte a las glosas biógraficas para la escena. Ridruejo se refleja en un grupo, tan esperpéntico como realista, de militares recluidos en 1975 en un sanatorio. Eso basta para reconstruir una peripecia cuyo tema central es, creo yo, la posibilidad del arrepentimiento político.

    Pérez de la Fuente ha hecho un magnífico trabajo de director y de escenógrafo, al que me parece que no es ajena la simultaneidad con Dalí versus Picasso, evidente sobre todo en la arrabaliana escena de la enfermera con los pechos al aire. Paco Lahoz, transfigurado: habría que premiarlo. Arias desgrana con vigor hipnótico la desaforada prosa fascista, hermosísima en la forma y repugnante en el fondo. Muriel, Hiéronides y Moreno (enfermera falangista con un terrorífico toque Salò) estupendos. Las dos horas pasan volando.

Y lo que no cabía allí:


I

Ridruejo. Siempre me intrigó, desde que me enteré de quien era allá por mi adolescencia. Precisemos: siempre me intrigó el aprecio que le demostraron, en vida y después de muerto, los adversarios del régimen franquista de la generación de la transición. Un arrepentido. Todo el mundo tiene derecho a arrepentirse y a ser perdonado. Nuestra cultura no se ha movido un milímetro de ese postulado desde hace miles de años, con la excepción de un nietzcheanismo que todos sabemos a dónde condujo. No seré yo quien niegue ese derecho, pero el texto de Amestoy -y la propia historia de Ridruejo- plantean otra cosa. Plantean si es posible un arrepentimiento tal que permita al reo volver a tener protagonismo público, allí donde perpetró sus fechorías. El debate se reproduce constantemente: está ahora muy vivo en Colombia respecto a las conversaciones de paz con la guerrilla y entre nosotros con la cuestión del final de ETA, la acción política de Bildu, etc. Digo yo que en esto, como en todo, hay grados.

No voy a emitir opinión en un blog de teatro sobre la guerrilla colombiana o sobre ETA, asuntos endiabladamente complejos, pero como sólo conocemos por comparación, me parece oportuno comparar. La cantidad de violencia y sufrimiento infligidas por cualquier grupo terrorista europeo del siglo XX, o incluso por movimientos con estructura de ejército como las FARC, no guardan proporción con nuestra Guerra Civil, y no hace falta ni explicar esta afirmación. El discurso de Ridruejo en Valencia, que Amestoy rescató de la transcripción del diario Levante y que Arias reproduce en la función, es de 1940. En 1940, cualquier intelectual informado y decente que hubiera descorchado el champán el 18 de julio de 1936 sólo podía estar en un sitio: en su casa, muerto de asco y de miedo. De hecho, es como estuvieron muchos. Me parece oportuno recordar aquí el nombre de Unamuno. Tras apoyar el golpe, le bastaron TRES MESES para darse cuenta de la barbarie que lo rodeaba y dar público testimonio de su oposición. Testimonio que no le costó la vida por el canto de un duro. Yo no le pediría a nadie que fuera un héroe en semejante tesitura -cosa que el anciano Unamuno fue- pero sí, desde luego, que se mantuviera discreta (y acongojadamente) al margen.


Había que ser de cierta pasta para pasear tan contento por Barcelona el 26 de enero de 1939 a la vera del general Yagüe, ¿no?

En 1940, después de que en España se registraran los primeros bombardeos de la historia sobre población civil, después de una cantidad inimaginable de muerte y destrucción, después de -lo peor, si me apuran- una horrenda merienda de aprovechados, canallas y advenedizos que campaban a su aire, Ridruejo canta las poéticas alabanzas de Franco, una bestia violenta y casposa que no le llegaba a él mismo a la suela del zapato. Digámoslo con claridad: si hubiera sido alemán, nadie lo hubiera librado de los juicios de Nuremberg. Si veinte años después, tras salir de la cárcel, hubiera pretendido fundar un partido socialdemócrata, no está claro si los socialdemócratas alemanes se hubieran partido el bazo de risa o le hubieran partido a él la cara dura. Nadie está libre de su cuota de contradicciones, las tienen hasta R2D2 y 3PO, que ni siquiera son personas, pero... ¿de corifeo entusiasta de una ideologia de muerte a restaurador de la democracia? Parece una contradicción un poco excesiva.

Sigamos. ¿Cuándo le llega el arrepentimiento? ¿De manera espontánea, al comprender que las ideas políticas no pueden imponerse por la fuerza bruta? No. Le sobreviene cuando comprueba que la fuerza bruta no ha servido para imponer sus convicciones -fascismo puro y duro- sino para restaurar los intereses de otros (el conservadurismo tradicionalista español de siempre, idéntico a sí mismo como desde el Cid o por ahí). ¿Y si le hubiera salido bien esa revolución que a España le costó lo incalificable? Pues a lo mejor tan contento, ¿no? En la cumbre de su precioso estado fascista, después de machacar en las trincheras y fusilar en los paredones a todo el que se hubiera opuesto.


Perro anónimo con Ridruejo. Qué simpáticos.

Las cosas le salieron mal. Su revolución falangista nunca se llevó a cabo. Además, el paso por un lugar tan agradable como el frente ruso le hizo ver la violencia de cerca, y debió de darse cuenta de que era bastante más chunga de como se la imaginaba desde su despacho de poeta-soldado. Bien está el arrepentimiento, eso lo salva quizá de la infamia. Lo que no entiendo es el deje de admiración con el que toda esa generación que mencionaba se refiere a él, a veces con disculpas de manual de disculpas, tipo "un buen muchacho confundido". Vean si no lo que dice alguien tan poco sospechoso de ingenuo como Antonio Muñoz Molina: "En 1941 Dionisio Ridruejo era un excelente escritor y una buena persona casi completamente cegada por su ideología fascista". ¿Puede alguien explicarme qué es una buena persona cegada por la ideología fascista? Lo entiendo hasta 1936. Después, no. ¿Acaso "una buena persona" está para definir a alguien que no buscaba su provecho personal sino, honestamente, el bien común? Bueno, es la diferencia entre Goering y Goebels, que se creyó el asunto lo suficiente como para sacrificar a sus propios hijos. Este olvido entusiasta de los pecados de Ridruejo sólo puede deberse a una especie de síndrome de Estocolmo de los protagonistas de la transición. "Fijaos: el más listo de ellos, ahora nos da la razón". Algo así.

Su biógrafo, Rafael Fraguas, dice de él: "Ridruejo fue un hombre de su tiempo, vital y extravertido, dotado de simpatía personal y de un singular estro poético y artístico que puso al servicio de su vocación política. Al decir de sus allegados, fue castellano recio, hombre culto y refinado, provisto del don de la amistad, más la humildad, la simpatía y la llaneza, con buen gusto estético, de modales serenos y afables". Esto puede importarle a su biógrafo, a un moralista, a un curioso de la época (yo mismo), y a mucha otra gente, pero a la Historia (así con mayúsculas) le importa un bledo. Le importa tan poco como saber si Tutankhamón tenía halitosis o Catalina la Grande se acostaba con sus caballerizos.


Ésta es buena también, ¿eh? Dionisio Ridruejo, José Antonio Gimenez Arnau, 
Velez y Rivera de la Portilla salen de la segunda sesión del Consejo Nacional de 
 F.E.T. y de las J.O.N.S. en Burgos (marzo de 1938). Los relatos del ambientillo
que reinaba por allá son escalofriantes.

En fin, volviendo al asunto, que era un función de teatro, no sé si recuerdan. Es posible que quienes conocieron al personaje la vean como una celebración de su recuerdo. En el estreno estaba Enrique Múgica, hubiera estado bien preguntarle. Sin embargo, para quienes tengan una distancia objetiva -para los más jovenes- el discurso megafascista que la pieza rememora será lo más potente y lo más memorable, por repugnante. No sé si ésta era la intención de Amestoy (no creo), pero ya se sabe que una vez paridos, los hijos y las obras van por donde se les antoja.

Para terminar, les dejo uno de los poemas más conocidos de Ridruejo. Un soneto que se titula Burgo de Osma. Mola bastante. Suena un poco borgiano.


Como la nieve fluye y va sonora
de haber sido silencio, así mi olvido
de las cumbres del ser en que ha dormido
baja al tiempo natal y fluye ahora.

Ya es celeste el hollín en la herrería
y el chirriar de la rueda con estopa
del cordelero y riza la garlopa
una miel inmortal de todavía.

Vuelve la yunta de ganar el valle
con su lanza arrastrada y la campana
vuelve a pasar entre la luz y el puente.

Vuelve el mercado a empavesar la calle
con soportales. Vuelve todo y mana
el para siempre ayer eternamente.


II

Decía en la crítica impresa que el historicismo y el didactismo (palabro que me he inventado para abreviar el "interés por transmitir datos", publicar en papel obliga a esas maniobras) arruinan mucha biografía escénica. En otras palabras: una cosa es un ensayo y otra una pieza teatral. Les pondré tres ejemplos de los últimos años; con uno estará de acuerdo todo el mundo, con el segundo habrá división de opiniones y respecto al tercero recordarán quizá que la crítica fue unánimemente elogiosa (esto me pasa a menudo): La monja alférez, El diccionario y La colmena científica o el café de Negrín, dedicados, respectivamente, a Catalina de Erauso, María Moliner y Juan Negrín. Ciertamente, no estaban los tres al mismo nivel -la monja era un texto desastroso- pero compartían esas dos etiquetas (ya saben que a los críticos, seres estériles y clasificadores, nos pirran): detalle histórico y amontonamiento de datos.

Todo lo contrario esta vez. Respecto a lo histórico, la línea argumental principal de Dionisio Ridruejo ni siquiera está ambientada en los días del glorioso pasado fascista, sino mucho más tarde, en 1975. O sea, muy poquito antes de su escritura, así que Amestoy está hablando de su propio tiempo. Está hablando, además, por boca de un tipo de personaje fuertemente caracterizado, al menos entonces: militares. Hoy en día, supongo imposible distinguir a un militar en una foto de su comunidad de vecinos, pero entonces los cazaba uno al primer vistazo. Cuatro tipos de militar: viejo general victorioso, mando intermedio tronado, chusquero y joven militante de la UMD (los demasiado jóvenes, sigan el enlace si quieren enterarse). Sólo he entrado en un cuartel dos veces en mi vida, pero sabemos que estos personajes son creíbles por el mismo motivo que sabemos que lo son los militares de Chejov o, tanto da, los chinos de La condición humana: por su coherencia. Son, sobre todo, los diálogos entre los tres primeros, en un idiolecto de casta sumergido en un mar de connotaciones y sobreentendidos, los que ubican la época, sin ningún inútil derramamiento de datos, como diría Mafalda. Sin caer, además -y era un peligro enorme- en el rancio costumbrismo cuartelero.



El coronel Arenas, Ernesto Arias -ahí en la foto con la enfermera- no ha soportado bien sus contradicciones personales y políticas. Se le va un poco la pinza. Y en las idas, se transmuta en Ridruejo, o deja que salga, o lo que sea. Esas apariciones bastan para materializar la figura evocada, que se refleja en los cuatro individuos encerrados en ese gimnasio. No sé si la intención del autor iría por ahí, pero le han salido (como en las novelas de Huxley) cuatro paradigmas de la reacción a la dictadura de Franco: adhesión incondicional (el general), sometimiento del paniaguado (el comandante Castro), esquizofrenia (el coronel Arenas) o rebeldía (el capitán).

Decía en la crítica impresa Pérez de la Fuente ha hecho un magnífico trabajo de director y de escenógrafo, al que me parece que no es ajena la simultaneidad con Dalí versus Picasso. Magnífico trabajo de escenógrafo: el espacio realista es un gimnasio presidido por un enorme escudo de los que ahora llamamos "preconstitucionales" (es como si se llamaran "preconstitucionales" la cruz gamada en Alemania y las fasces en Italia), muy logrado en la imitación de la textura de pintura sobre pared (Sfumato fecit). Lo apreciamos quienes los vimos. El espacio no realista está representado por unas gigantescas fotografías de esculturas de ángeles en las paredes laterales. Así explicado no pega ni con cola. Incluso visto, uno se dice que no pega ni con cola. Pero pega. Esas huidas en los lados recuerdan un poco al papel de ambos laterales también en Dalí versus Picasso, aunque allí son salidas a otros lugares y aquí simples escapadas visuales. El detalle de la utilería asociada a la enfermera es un pequeño hallazgo: bandejas de idénticos frascos de medicinas alineados perfectamente. Eso, el uniforme y el peinado redondean a un personaje que, desde la primera entrada, parece anunciar que la cosa no es ni tan simple ni tan realista ni tan lineal como su arranque quiere hacernos creer.   


Por la tangente.

Magnífico trabajo de director: en primer lugar por la ubicación y frecuencia de las tangentes por las que la puesta en escena deriva a trayectorias excéntricas, propiciadas por los delirios de Arenas. También por la dirección de actores. Esto de tener a cuatro personas dialogando en el mundo real, añadirles las irrupciones de la enfermera tirando a sado-maso falangista (algo muy explotado por la ficción en plan nazis cachondonas, incluso en el porno, pero mucho menos frecuente en nuestra versión del fascio) y ponerlos a ratos a subirse por las paredes (Arias) o remedar a Franco (Lahoz) podía terminar en desastre monumental, pero las dosis están en su medida justa y los actores manejados con equilibrio.


Hiéronides, perfecto chusquero: "Donde mejor están los inútiles es en el coro". Muriel carga con el personaje menos lucido. Ya saben, en medio de un coro de dementes, un joven rebelde con la cabeza en su sitio no es lo más brillante, es como el galán en una comedia de Jardiel. Sale airoso, tengo la sensación de que va a resultar ser uno de esos actores que bregan con todo, actores-trabajo que siempre sacan adelante lo que les toque: el monólogo de Steve Jobs, La mecedora, Las heridas del viento, esto... Además, se le está quitando ese aspecto de jovencito guapito, tan buena para unas cosas y tan maldita para otras. Arias, ya lo he dicho en la crítica impresa, larga el discurso de Ridruejo con tal vigor y poder de convicción que, durante un momento, casi le dan a uno ganas de aplaudir: de aplaudir el discurso, quiero decir. Lo mismo dicen los que llegaron a escuchar a Hitler en directo. Cómo me gusta este hombre (Arias, no Hitler), sin ningún aspaviento, seguro hasta cuando llora. Respecto a Lahoz (en la foto), sólo añadiré una cosa: merecería la pena la función sólo por ver cómo Franco escucha a Ridruejo.

Mención aparte para Nerea Moreno. En primer lugar, rotundo acierto de casting. Da el físico perfecto. Pero, sobre todo, acierta a mezclar la rigidez falangista, el erotismo y la guasa en un personaje que no creo que se me olvide.
P.J.L. Domínguez
           

1 comentario:

Anónimo dijo...

Se olvida usted que el primer bombardeo de la historia sobre poblacion civil, se produjo el 18 de julio de 1936 sobre la mezquita de Tetuan abarrotada de fieles musulmanes. Fué realizado por la aviacion del gobierno "legitimo" en un intento de desestabilizar el territorio en manos del alzamiento.
Huelga decir que esta accion mas politica que militar, fue una masacre.

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