Sala: Teatro Nuevo Apolo Autores: Josep Mollà y José Doménech Director: José Tomás Cháfer Intérpretes: Naím Thomas, Erika Bleda, Carles Montoliú, Aitor Caballer, Marino Muñoz, Víctor Lucas, Fátima Gregorio y Ángel Crespo Duración: 1.25'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)
Vaya en primer lugar que el personaje del cuento se ha llamado en castellano Aladino, desde tiempos inmemoriales. Esto de cambiarle el nombre empezó con el Aladdin de Disney, no sabe uno si por sortear los derechos de títulos anteriores o si por imbecilidad pura y simple. Derechos: en el cine esto son palabras mayores, pero en teatro la cosa es -o, al menos, parece- más relajada. Azaña, una pasión española reprodujo el título de Dionisio Ridruejo. Una pasión española, escrita -y publicada- bastante antes, aunque sin estrenar hasta ahora mismo. Continuidad de los parques calca el de un cuento breve (brevísimo) de Cortázar. No sé si este Aladín se llamará así, una vez más, para evitar algún título anterior, o para rememorar, precisamente, a Disney (astutamente, con una sola de). Imbecilidad: es improbable que no conozcan la historieta, pero cuando se habla de estas cosas no puedo resistirme a citar la más fastuosa traducción de título de todos los tiempos. Ice princess, que dio en castellano Soñando, soñando... triunfé patinando (así, con puntos suspensivos y todo). El día que comenzó su promoción, los teléfonos de la distribuidora no paraban de sonar con las llamadas jocosas y estupefactas de los colegas.
Vamos con el espectáculo. Aladín es, si tomamos como términos de comparación a los monstruos de la Gran Vía y a las pequeñas producciones de teatro infantil, un musical de presupuesto medio. Oí un par de audios, y me pareció que sonaban con excepcional dignidad. Así que empecé a ver fotos, y se confirmó la sensación de dignidad. Al Nuevo Apolo.
Aladín funciona perfectamente. Tiene todo lo que un musical necesita: canciones agradables y pegadizas, buenos cantantes... y hasta un libreto comprensible y bien armado, algo relativamente poco frecuente en todo el teatro musical. Puedo afirmarlo con rotundidad, porque fui acompañado del crítico más exigente que uno pueda imaginar respecto a la efectividad con que una historia es contada: un niño de diez años. Su atención no flaqueó un instante, y entendió todo lo que ocurría. Por tanto: primer y principal mérito, la dramaturgia de Josep Mollà. Segundo mérito: las canciones de Doménech.
Además, está bien interpretado. De Naím Thomas poco tengo que decirles que no sepan, tiene todo lo que el género reclama: excelente cantante, simpático hasta decir basta, guapete (consejo: cámbienle la peluca, por Dios). Los demás están todos en su sitio, y sacan adelante no sé cuántos papeles por barba. Destaca -el papel obliga y ayuda- el genio de Carles Montoliú. Escenografía y vestuario, eficaces y suficientes, iluminados con habilidad por Juanjo Llorens (el iluminador, nada menos, que de Juicio a una zorra o De ratones y hombres). Algunas escenas tienen un gancho notable: la aparición del genio o la llegada del príncipe Alí.
Muy bien integrados los pequeños artificios mágicos. Estupendo el elefante (lo tienen aquí abajo). Quizá podría ahorrarse algo de humo en el vuelo de la alfombra, sin comprometer la necesaria veladura del mecanismo.
En resumen, se divierte uno durante ochenta y cinco minutos, que era el objetivo. Si algún día tenemos una industria del espectáculo en vivo estable y que abarque a todo el país, tendrá que sostenerse sobre productos de este tipo, que garantizan la pervivencia económica del tejido profesional y -no es secundario- crean público.
Vaya en primer lugar que el personaje del cuento se ha llamado en castellano Aladino, desde tiempos inmemoriales. Esto de cambiarle el nombre empezó con el Aladdin de Disney, no sabe uno si por sortear los derechos de títulos anteriores o si por imbecilidad pura y simple. Derechos: en el cine esto son palabras mayores, pero en teatro la cosa es -o, al menos, parece- más relajada. Azaña, una pasión española reprodujo el título de Dionisio Ridruejo. Una pasión española, escrita -y publicada- bastante antes, aunque sin estrenar hasta ahora mismo. Continuidad de los parques calca el de un cuento breve (brevísimo) de Cortázar. No sé si este Aladín se llamará así, una vez más, para evitar algún título anterior, o para rememorar, precisamente, a Disney (astutamente, con una sola de). Imbecilidad: es improbable que no conozcan la historieta, pero cuando se habla de estas cosas no puedo resistirme a citar la más fastuosa traducción de título de todos los tiempos. Ice princess, que dio en castellano Soñando, soñando... triunfé patinando (así, con puntos suspensivos y todo). El día que comenzó su promoción, los teléfonos de la distribuidora no paraban de sonar con las llamadas jocosas y estupefactas de los colegas.
Erika Bleda y Naím Thomas. |
Aladín funciona perfectamente. Tiene todo lo que un musical necesita: canciones agradables y pegadizas, buenos cantantes... y hasta un libreto comprensible y bien armado, algo relativamente poco frecuente en todo el teatro musical. Puedo afirmarlo con rotundidad, porque fui acompañado del crítico más exigente que uno pueda imaginar respecto a la efectividad con que una historia es contada: un niño de diez años. Su atención no flaqueó un instante, y entendió todo lo que ocurría. Por tanto: primer y principal mérito, la dramaturgia de Josep Mollà. Segundo mérito: las canciones de Doménech.
Además, está bien interpretado. De Naím Thomas poco tengo que decirles que no sepan, tiene todo lo que el género reclama: excelente cantante, simpático hasta decir basta, guapete (consejo: cámbienle la peluca, por Dios). Los demás están todos en su sitio, y sacan adelante no sé cuántos papeles por barba. Destaca -el papel obliga y ayuda- el genio de Carles Montoliú. Escenografía y vestuario, eficaces y suficientes, iluminados con habilidad por Juanjo Llorens (el iluminador, nada menos, que de Juicio a una zorra o De ratones y hombres). Algunas escenas tienen un gancho notable: la aparición del genio o la llegada del príncipe Alí.
Muy bien integrados los pequeños artificios mágicos. Estupendo el elefante (lo tienen aquí abajo). Quizá podría ahorrarse algo de humo en el vuelo de la alfombra, sin comprometer la necesaria veladura del mecanismo.
En resumen, se divierte uno durante ochenta y cinco minutos, que era el objetivo. Si algún día tenemos una industria del espectáculo en vivo estable y que abarque a todo el país, tendrá que sostenerse sobre productos de este tipo, que garantizan la pervivencia económica del tejido profesional y -no es secundario- crean público.
P.J.L. Domínguez
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Ánimo, comente. Soy buen encajador.