miércoles, 8 de mayo de 2019

CUANDO CAIGA LA NIEVE

Sala: Teatro Fernán-Gómez Autor: Javier Vicedo Alós Director: Julio Provencio Intérpretes: Juan Carlos Talavera, Fernando Delgado-Hierro, Fabián Augusto Gómez y Chupi Llorente
(la función ya no está en cartel)


Fabián Augusto Gómez y Juan Carlos Talavera
VA MUY LENTO CON EXPLORER, INTÉNTELO CON CHROME

Si sólo le interesa la crítica, sáltese los párrafos iniciales hasta encontrar unas estrellitas como éstas:
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En casi veinte años, y con miles de cosas vistas, no creo que me haya salido de nada en más de media docena de ocasiones. Por muchos motivos. Uno de ellos, que a veces la liebre salta cuando menos se la espera. Hay montajes que se entienden -y se justifican a posteriori- en los diez últimos minutos. Pocos, pero los hay.  Hay otro motivo, no menor. El crítico entra gratis. Es bastante feo llegar invitado y largarse, así que esa media docena de abandonos han sido siempre casos extremos de indignación por el derroche de tiempo que supone estar sentado en una butaca frente a algo incomestible (creo que la última vez se trataba de la función de fin de curso de una academia, detalle que la comunicación omitía). Por último, y esto pesa en el ánimo de cualquiera que quiera tomar las de Villadiego, la conformación de la sala es fundamental a la hora de la huida. De una butaca trasera y de pasillo en el Lara sale uno sin que se entere nadie, pero inténtelo en el Teatro del Barrio, por ejemplo. 

Aquí se cruza, seguramente también en el ánimo de muchos de mis lectores, la cuestión del "respeto". En su versión extrema -la de mi amigo C. y la de muchísimos intérpretes, que la defienden a capa y espada- la exigencia de respeto incluye hasta el aplauso (!), porque "hay que agradecer el trabajo". Me troncho. ¿A ustedes les aplauden cuando hacen mal su trabajo, por mucho esfuerzo que hayan invertido? Si un fontanero les destroza las cañerías de casa, ¿le agradecen efusivamente el trabajo invertido antes de solicitar la indemnización por daños y perjuicios? Es curioso que muchos de quienes sostienen esta tesis peregrina sean también muy activos en la censura implacable de las actuaciones que juzgan negativas en otros colectivos (políticos, gestores... por no hablar de los prestadores de servicios como los de telefonía o ferrocarril, por poner ejemplos que a todos nos exasperan), a los que juzgan no por el esfuerzo, sino por los resultados. El ejemplo paradigmático serían los futbolistas que, ojo, también están a cuerpo gentil ante su público y tienen que aguantarlas de todos los colores.

A mí me parece que una mala función le hace al espectador un estropicio cósmicamente incomparable al del fontanero. Le roba su bien más preciado: el tiempo. Y creo que, aunque las reacciones activas puedan ser discutibles (quejas, silbidos, abucheos, lanzamiento de hortalizas), la legitimidad de las pasivas (no aplaudir, irse discretamente) está fuera de toda duda. Una apreciación final: la extrema radicalidad de la tesis del respeto considera ilegítimas hasta las críticas negativas. Estarán sospechando que estoy usando ahora el viejo truco retórico de inventarme el adversario. No es así. Es lo que subyace muy a menudo en la famosa (y carente de base conceptual) diferenciación entre las críticas constructivas y las destructivas. Pero de eso ya les he hablado otras veces.
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Venía esto a que todo mi ser pugnaba por huir de esa silla que me sostenía en la sala pequeña del Fernán-Gómez, porque Cuando caiga la nieve no hay por dónde cogerla. Está la quinta en el ranking de Tragycom, cosa que califica más al propio ranking que a la función (Kritilo le ha puesto un dos, claro). El texto es justito. Se cree en exceso su capacidad lírica. En estas cosas, los textos funcionan a veces como los andaluces que no son graciosos, pero se ven en la obligación de comportarse como si lo fueran (permítanme un estereotipo que todos entendemos, YA SÉ que es un estereotipo, espero que los andaluces que me lean tengan sentido del humor). Aquí se pretende verter lirismo a cada vuelta de esquina, con un resultado moroso y cargante. No obstante, una puesta en escena inteligente quizá hubiera podido sacar algo decente. No es el caso. La puesta es también morosa y cargante. De los cuatro intérpretes tengo vistos a tres (Fabián Augusto Gómez en En la ley, Juan Carlos Talavera en La pechuga de la sardina y Fernando Delgado-Hierro en Scratch, La distancia e Iliria...¡Iliria! Uno de los mejores montajes que he visto en Madrid en dos décadas) y ninguno de los dos era un mal actor antes. Los intérpretes no van a peor; se estancan o van a mejor. Así que si estos tres dan casi pena, la culpa no es suya, sino de quien los dirige.

Mortal aburrimiento.

Nota final: el suelo de plumón puede ser muy mono (me temo que pretende también ser muy lírico), pero no es de recibo si pequeños fragmentos filamentosos terminan por colarse en las vías respiratorias del público. Repitan conmigo: las vías respiratorias del público son sagradas. El Fernán-Gómez tuvo que poner cartelitos avisadores.

Ahora sí, nota final: como les digo a veces, uso el blog como archivo. Da un rendimiento colosal. Me sonaba mucho el nombre del director, y el blog acaba de darme la respuesta: Placenta. Cuando la realidad es coherente me produce un asombro gozoso. Aquí he puesto "morosa" y allí puse "morosamente". Aquí hablo de la silla que me sostenía y allí de la butaca en la que me revolvía (extraño, en la Guindalera no había butacas, ¿o sí?). La estructura era también de monologos sucesivos, eso que pone tan nervioso a mi colega Kritilo. Lo entiendo (su nerviosismo, digo).
P.J.L. Domínguez

          

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