miércoles, 1 de mayo de 2019

EL ÚLTIMO RINOCERONTE BLANCO

Sala: Teatros del Canal Autor: José Manuel Mora (sobre El pequeño Eyolf de Henrik Ibsen) Directora: Carlota Ferrer Intérpretes:  Verónica Forqué, Cristóbal Suárez, Julia de Castro, Carlos Beluga, Lucía Juárez, Alejandro Fuertes Marciel, Mateo Martínez y Emilia Lazo Duración: 1.35'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


La foto es de Antonio Castro para Madridiario. Es un spoiler en sí misma, pero no he podido evitar la tentación. Ya les hablaré el viernes del rinoceronte hinchable.


Si su aprecio por la obra de Carlota Ferrer deriva de Los cuerpos perdidos, colóquense en la actitud mental necesaria para superar los prejuicios. En esto de la creación, el contador se pone a cero cada vez. Después de Los nadadores nocturnos, el patinazo mexicano fue de aúpa, pero El último rinoceronte demuestra otra vez el extraordinario pulso de Ferrer para lo performativo o -dicho de otra manera- para amalgamar elementos heterogéneos en un todo armónico.


Enlace a mi crítica en la Guía del Ocio

No me sean perezosos y léanse eso antes, que, si no, no se me enteran de nada.


Dirección de actores, verosimilitud, dicción.- Como la cartelera está plagada de casualidades, Andrea pixelada me ha proporcionado el ejemplo perfecto -en negativo- para ampliar esta idea de que lo más flojo de El último rinoceronte son las escenas convencionales (ya saben: personajes verosímiles dialogando en entornos verosímiles, y sin dar brincos o disfrazarse de pingüinos). Por dos motivos. Primero, y eso pasa en ambas funciones, porque el acento puesto en todo lo demás (lo gestual, lo coreográfico, lo musical, lo metateatral, lo conceptual... hasta el rinoceronte hinchable) deja poca energía o poca concentración para dedicarlas a la dirección de actores de-toda-la-vida. Y segundo -y esto ocurre en el Rinoceronte pero no en Andrea- porque los tics prosódicos de los montajes "de vanguardia" se importan a donde no se deben importar. ¿Qué son los tics prosódicos? Imposible explicarlo sin un archivo de audio. Pero si tienen en mente el muy reconocible estilo declamatorio de los montajes de Rodrigo García, comprenderán de inmediato que es imposible representar Melocotón en almíbar dicho así. Eso ocurre en alguna escena del Rinoceronte. Que mascan las palabras donde no deben, porque la situación es de teatro de texto convencional. Siempre las casualidades: tengo otro ejemplo perfecto, éste en positivo. En Shock (el cóndor y el puma) de Lima, que espero colgarles pronto, hay una amalgama de elementos heterogéneos mayor, si me apuran, que en el montaje de la Ferrer. Pero cuando tienen que ponerse realistas y verosímiles, se ponen. Todas las veces. Y mira que tenía yo mis dificultades con el Lima no-convencional en los últimos tiempos.

Ibsen.- No se me depriman porque no hayan oído hablar nunca de El pequeño Eyolf, la base de la que parte el espectáculo. Como si tuviera tiempo que perder, me puse a investigar un rato, y he encontrado representaciones en 1919 (una compañía que se llamaba Atenea), 2010 (dirigida en Sevilla por José Luis Sánchez) y 2011 (versión catalana de Toni Casares en la Sala Beckett), además de una version para televisión que dirigió Federico Ruiz en 1969 y otra cinematográfica (The frost) de 2009, coproducción hispano-noruega. Seguro que hay más, pero, en cualquier caso, por mucho Ibsen que lo firme, esto no lo ha visto en escena ni el Tato. Don't panic, siguen siendo igual de cultos. Del aspecto melodramático del original queda poco -algunos llantos, el clima del diálogo entre la Mater lacrimarum y el niño- pero la estructura sigue ahí para sostener el invento. La trama y los personajes siguen visibles, por decirlo de otra manera. Mora ha tratado al clásico con la falta de respeto debida. Me pregunto cuándo se generalizarán estas operaciones con nuestros propios clásicos. Y no me vengan con Ron Lalá, por favor. No me refiero a un simpático enfoque "fresco", sino al despiece. "Deconstrucción" lo llaman ahora los horteras.

Monólogo.- Párrafo propio para el monólogo de la Forqué. Un texto que amalgama lirismo y desparrame, la vida loca y la mística. Es arriesgado decirlo habiendo visto la función una sola vez, pero tengo la sensación de que es el nodo en el que se cruzan todos los temas que asoman -unos más nítidos y otros menos- en la obra. La maternidad, la vida, la muerte, el amor, la juventud, el compromiso, la integración en el todo... No, no se asusten. Entiendo que, leído así, el rechazo es instintivo, pero en El último rinoceronte blanco no se hace ni alarde ni -en la mayoría de los asuntos- mención explícita. Es como cuando uno se come algo cocinado con mil ingredientes: el resultado puede ser óptimo sin que, necesariamente, se distingan todos en el paladar. Ahora pongan ese monólogo en manos de Verónica Forqué, y agárrense a la silla: la entrada, la competición con las otras voces (al comienzo hablan los demás en segundo plano), el desarrollo dramático, el arrobamiento con el que cuenta la extraña, confusamente alegórica, plásticamente redonda escena final... No tiene desperdicio.

Música.- Ya lo decía en la Guía. Algunas cosas son nauseabunda y deliciosamente manidas. El Nessun dorma, por ejemplo. Supongo que el efecto de contraste kitsch es buscado, y no lo es no me importa: funciona como un tiro. El piano en directo sirve también para añadir algunos fragmentos románticos estereotipados, que ayudan. La otra música, la actual, ejecutada en directo, encaja también perfectamente. Sobre todo la última canción de Julia de Castro -que se quita la peluca al final, como los travestis, un gesto redondo- superponiéndose al derrumbamiento del...

Hinchable.- (spoiler) Lo tienen en la foto de más arriba. Aparte de que permite rematar la pieza con un efecto visual muy potente, está ahí balizando algo importantísimo: EL FINAL. ¿Saben cuántas cosas veo que terminan tres o cuatro veces o que no terminan nunca? Saber terminar es un arte sutil. Rino se derrumba, la pieza se acaba.  Un punto final perfectamente comprensible, gracias. 

Vestuario.- Sí, más de uno me ha dicho que le chirría el atavío africano de Beluga. Pues a mí no. Si algo adoro en el teatro son las justificaciones a posteriori. Resulta que, de todo el vestuario de la función, ése ese el único traje que le permite hacerse algo horroroso muy cómodamente. "Mira tú, qué bien estaba puesto el traje". Por no decir que esto no es La malquerida. Es un artefacto prácticamente a medio camino entre el teatro de texto y la performance, y como si quieren salir de astronautas. Si cuela, cuela. Y "colar" es aquí un verbo que nos remite a las extrañas armonías entre la trama, el aspecto visual, lo gestual, el ritmo de la pieza... A mí me coló.

Pues eso: que vayan.
P.J.L. Domínguez

          

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