domingo, 3 de mayo de 2015

HEDDA GABLER

Sala: Teatro María Guerrero Autor: Henrik Ibsen (versión de Yolanda Pallín) Director: Eduardo Vasco Intérpretes: Cayetana Guillén Cuervo, Ernesto Arias, José Luis Alcobendas, Verónika Moral y Charo Amador Duración: 1.30'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)




Quizá sea obligatorio comenzar cualquier comentario sobre Hedda Gabler subrayando su sorprendente frescura. Esta gente va con nosotros a trabajar, nos los encontramos en la puerta del cole de los niños y cenamos con ellos los viernes, ya saben, plan de parejas. La última de las numerosas adaptaciones al cine es de 2014. Por eso está tan bien traído el comentario de Vasco en el programa de mano acerca del estupor que debió de invadir al público madrileño allá por 1901. Los personajes no llegaban de Noruega, llegaban del futuro (como aquella individua plateada de los anuncios de lejía), y traían noticia de todos los problemas nuevos ligados al bienestar (hay que tener tiempo libre para plantearse la realización personal como un problema) y a la disolución de las sociedades tradicionales: la neurosis, la angustia. Teatro escrito cuando la modernidad ya había llegado, pero los sicofármacos aún no habían sido inventados. Hoy en día, Hedda desfogaría su insatisfacción en el gimnasio, la sublimaría en algún trastorno alimenticio o la sobrellevaría a lormetazepán limpio. O las tres cosas a la vez. El único que recurre a alguna sustancia es el pobre Lovborg, que sólo encuentra alcohol a mano. Las opciones eran pocas, y sólo se las podía dosificar uno mismo. Mal asunto. Son los decenios en los que irrumpen la absenta, el opio y la morfina en la literatura, y la explicación freudiana en la visión del mundo. Está bien ver esto y el Maeterlinck del Valle Inclán a corta distancia: mismas zozobras, distintas lecturas.

He mirado mi crítica de El malentendido de 2013, y encuentro que hay un párrafo que estaba a punto de escribir otra vez, así que acabo antes copiándolo: Vasco tiene un talento notable para la creación de atmósferas. Es uno de nuestros directores de escena que mejor combina la interpretación, lo visual y el sonido (no en vano pasa por ser el inventor de la expresión "espacio sonoro") en un mensaje único que impacta al espectador por todos los flancos. Lo ha vuelto a intentar ahora, y, como en El malentendido, el intento ha fallado. No es una catástrofe, pero no funciona. Por diversos motivos:

El envoltorio estético. O sea, escenografía, vestuario, música… Uno entiende hacia dónde se quería ir, pero no se llega. El aspecto visual de la escena es potente (no encuentro fotos): una gigantesca cortina central, más alta que ancha, con diseño geométrico decó; el escenario se desparrama por delante en un ancho escalón que recorre toda la anchura del proscenio (donde se sienta Cayetana en la foto de arriba) y se estrecha a media profundidad, dejando ver al fondo un espacio con unas sillas en el que esperan a veces los actores que salen de escena (en la foto se adivina uno de los respaldos); todo, salvo cortina y sillas, es negro, suelo brillante, paramentos mates; un piano de media cola. Todo esto está bien, es hermoso (aunque algo diremos luego sobre la excursión de las sillas hacia la zona exterior y su uso ahí delante). Es cierto que el gran espacio vacío y la alta verticalidad de la cortina -y la frecuente ubicación de los intérpretes en los bordes, sea en el proscenio, en ambos extremos laterales o al fondo cuando no les toca parte- crean una sensación de aplastamiento de los personajes que puede incluso leerse en sentido metafórico: están metidos en una situación demasiado grande para su capacidad de maniobra o de cambiar el curso de las cosas. No me pareció que la exageración de estas dimensiones vacías incidiera negativamente en la función (al contrario que en El malentendido, frigorizada por el espacio gélido y gigante). Hasta aquí lo que va bien.

La chaqueta de Tesman.
El vestuario es un desastre. Caprile ha hecho cosas estupendas con el mismo Vasco (por ejemplo, Las bizarrías de Belisa o el propio Malentendido, en el extremo opuesto de sencillez y discreción). Aquí hay alguna pieza excelente, pero ni casan entre sí ni encajan con el relato. Empecemos por lo más espectacular: Hedda. Aparece en escena pirotécnica, con las hechuras de Cayetana Guillén Cuervo, con ese vestido de la foto, veinte centímetros de tacón (no exagero) y una melena de ondas como esculpidas en su fijeza (la melena hace un curioso efecto de solidez, como si fuera de cera) y de un rubio intenso que adquiere matices de oro viejo bajo algunos efectos de iluminación. Espectacular, ya lo he dicho. Y todo muy apropiado... si la protagonista tuviera que sustituir a Mónica Naranjo en una actuación en Pachá. El aspecto no se habla con el personaje de Hedda ni con la ambientación de conjunto. Que, por cierto, no existe. Yo no fui capaz de percibir una intención común, ni visual ni de época concreta; el vestido de Hedda (también el negro que se pone después) podría encajar con la intención aparentemente Decó o Secesión o similar. El de la tía es el único que se ajustaria quizá a lo que esperaríamos de la época de escritura de la pieza. Los trajes de Brack y Lovborg no tienen connotación temporal, casi podrían ponérselos ahora. Tesman se pasea por casa ataviado con unas gafas y una chaqueta mostaza que le hacen parecer Cary Grant en una de esas comedias amables de los años cuarenta. Y el vestido de Thea... el vestido rosa de Thea es sencillamente horroroso, y le sienta como un tiro. Vale, esta pobre mujer es todo lo contrario de la elegante Hedda, y eso se habrá querido decir con este vestido. Pero en teatro la justificación no basta. Si lo que el espectador piensa en la entrada del personaje es "buf, qué vestido más horroroso", no hemos contribuido a la composición del carácter, sino a expulsar de la ficción al espectador. Algún día hablaremos más sobre esto.

El publico no tiene por qué ser especialista en vestuario histórico. Ni yo lo soy, obviamente. En teatro, las cosas no tienen por qué ser esto o aquello, sino parecerlo. Esto no parece ninguna época concreta. La pretensión podría ser la de poner en escena un muestrario de prendas de épocas distintas (como en aquel otro contraejemplo de Las dos bandoleras), pero tampoco se lee con claridad nada de eso. Sólo se percibe un desorden que molesta a la comprensión general.

Nos faltan, en este apartado, el pianista y su moño. Hay música en directo. No está mal. Aunque su función no parece justificar la sobreexposición de un pianista puesto en la mitad del medio, vestido (en medio de un montaje de vocación evidentemente esteticista) con un trajecito como de salir del paso y peinado con uno de esos horrendos moños ahora de moda para recoger en lo alto las melenas masculinas y que les dejo adivinar cómo se integra con todo lo demás (desde la cortina hasta la melena de Cayetana, pasando por el sombrero de la tía o el bolso de Thea). Pero aún es peor, como leerán en el párrafo siguiente.

La coreografía. Aquí, a medio camino entre lo puramente estético y la interpretación, algunas frases sobre el movimiento. Primero el pianista, ya que estábamos en ello. Además del traje y el moño, tiene que entrar y salir. Sus movimientos por ahí en medio no pintan nada. Hay un momento cumbre: ahí está la encantadora Hedda incitando al suicidio a Lovborg. El pianista se levanta de su sitio, se acerca, los zapatos chirrían ("esos zapatos están pidiendo Nugget a gritos", ¿se acuerdan?), le entrega a ella el manuscrito previamente escondido en el piano. Si la intención era destrozar la escena, el objetivo se alcanza con creces. Por Dios, la sala debe estar enganchada con fruición a la mirada de ambos, nada debe distraer la atención. Y menos el tipo del moño.

Hay otros extraños amaneramientos difíciles de comprender desperdigados por aquí y por allá. Hedda y Thea se enroscan de una manera tan forzada que les aseguro que el público se intercambiaba miradas a mi alrededor. Hay foto: pueden admirar la envidiable flexibilidad del talle de Cayetana. Hedda y Lovborg mantienen una de sus conversaciones arrodillados, uno a cada lado de la banqueta del piano. También muy natural. Hedda va sacando las sillas del fondo (¿Una por cada final de acto? No me atrevería a asegurarlo, me di cuenta demasiado tarde para fijarme bien) sin que se entienda qué aportan... hasta que, al final, Tesman y Thea se construyen una casita como ésas que hacen los niños en el salón para jugar a indios y vaqueros (ahora ya no, ahora sólo dan a teclas y botones), y se parapetan detrás para empezar a trabajar suficientemente alejados de la acción principal. Las sillas dieron a Vasco mucho juego en las mencionadas Bizarrías, pero la casita es ridícula.

La interpretación. Llevábamos un ratito de función y me susurra JM: "Prueba a cerrar los ojos. Parece radioteatro". En efecto. JM acierta siempre. La interpretación está completamente impostada, desde la primera frase. Ese registro sólo se modifica cuando entra en escena Alcobendas, que está -milagrosamente, no sé cómo lo consigue- en una zona mucho más natural, y que consigue incluso tirar un poco hacia abajo de la protagonista. También Verónika Moral se salva de la quema en buena parte (no puedo jurarlo, pero diría que tengo un buen recuerdo de ella en Violines y trompetas y Amar en tiempos revueltos). Guillén Cuervo no se aparta prácticamente en ningún momento de un tono monocorde y sostenido que va sirviendo lo mismo para un roto que para el proverbial descosido (y perdonen el pareado). La única excepción es algún sollozo. Nada entendemos de lo que lleva por dentro esta mujer para hacer lo que hace a los demás y a sí misma.

Resumen: no es un desastre, nadie se aburre, pero la función está lejos de ofrecer tanto una lectura profunda del texto como un espectáculo visual a la altura de otras realizaciones de su director.

Ah, que me lo dejaba: muy bien iluminada por Miguel Ángel Camacho.
P.J.L. Domínguez
          

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