Sala: Teatro Arenal Autor y Director: Antonio Muñoz de Mesa Intérpretes: Rosa Mariscal e Iván Villanueva Duración: 1.00'
La función ya no está en cartel
Lo siento, esta vez llego tarde. Me enteré de que asistía a la última representación cuando pisé el teatro. De todas formas, va siendo muy habitual que las funciones vayan saltando de sala, así que es posible que ésta reaparezca.
El curilla de la foto gestiona los seguros de la archidiócesis. La chica que lo acompaña representa a la compañía. Él pretende que la póliza de accidentes laborales cubra las compensaciones a las víctimas de abusos sexuales que pudieran producirse en sus colegios. Aunque el asunto se basa en un caso real ocurrido en Holanda, yo diría, con mis limitados conocimientos jurídicos, que una póliza de accidentes no podría cubrir semejante extremo en España. Pero no veo el menor inconveniente para que otro tipo de póliza sí los cubriera. Olvidando las implicaciones morales de la cuestión, claro está, que es mucho olvidar. El texto parece olvidar también que un juicio anulado no deja rastro de antecedentes penales en el acusado. Pero la mayor o menor verosimilitud de estos detalles tiene poca relevancia. Incluso, diría yo, tampoco es relevante, pasado el susto inicial, la pretensión de asegurar esas compensaciones. La elemental diferencia entre el derecho civil y el penal es ardua de interiorizar para quien no ha dedicado nunca un rato a analizarla, y ha estado sujeta a vaivenes culturales e históricos: en el antiguo derecho germánico todo (un asesinato, por ejemplo) era redimible mediante una multa. Aquí, el grave quid moral de la cuestión no estriba en realidad en el seguro en sí. Lo grave es que no están hablando de una eventual responsabilidad civil subsidiaria de la archidiócesis después de una decisión judicial. Sino de las cantidades a ofrecer a las víctimas para evitar la denuncia y, por tanto, asegurar la impunidad del agresor.
Fantástico cartel de La duda |
Esta combinación de los abusos a menores y la Iglesia Católica es una bomba. Llena periódicos y telediarios y sube a escena con cierta regularidad. Hace unos años, Natalia Menéndez dirigió La sospecha, una versión (bastante floja) de Doubt: a parable, que se tituló en el cine La duda (nada menos que con Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman). La pasan en la tele de vez en cuando, no se la pierdan si no la han visto. Es una magistral descripción de la nebulosa de indeterminación que a menudo rodea estos casos. Pero les diré, de paso, que el mejor texto que conozco sobre pederastia e Iglesia Católica comenzó a escribirse hace nada menos que un siglo, y se estrenó hace sesenta años. No pienso revelar cuál es, porque espero participar alguna vez en su puesta en escena, y me la quiero reservar. Algún día se enterarán.
Silvia Munt está dirigiendo ahora Dubte en el Poliorama de Barcelona, con Rosa María Sardá. Lluis Pasqual acaba de dirigir Blackbird -un adulto y una menor- en el Lliure. Hasta el pasado 5 de mayo ha estado en La Villarroel El principi d'Arquimedes, una historia que arranca con el beso que un monitor de piscina le da a un niño que tiene miedo al agua. O sea: tres obras sobre la pederastia en Barcelona y una en Madrid, casi simultáneamente, y probablemente se me escapan cosas. Dios me libre de restar gravedad a este asunto, pero es evidente que nuestra civilización atraviesa ahora un período de obsesión. Como dice uno de los personajes de El principi d'Arquimedes, hubo un tiempo en que los monitores se bañaban desnudos con los niños en el río, y hasta dormían con ellos si tenían frío. ¿Dónde perdimos la inocencia? Un conocido mío hospedó hace unos años a un amigo en Bruselas, donde vivía. Lo perdió un momento en el supermercado, y lo encontró justo cuando comenzaba un conato de linchamiento: el incauto español había acariciado la cabeza a un niño. Tuvieron que explicar a los enfurecidos ciudadanos que eso era normal en España, y que no suponía automáticamente una intención perversa. ¿A ustedes no les da cierto reparo mirar con ternura a los niños por la calle? A mí, sí. Es una cosa realmente horrible. Como no faltarán ocasiones, ya les contaré en otra ocasión qué pienso yo de todo esto. Baste con decir que me parece que quien abusa de un menor de dieciséis es un delincuente; pero que quien lo hace con uno de seis tiene un serio problema mental.
En fin, volvamos a la función. El texto de Muñoz de Mesa avanza a pasitos, como quien no quiere la cosa, con una estructura casi televisiva: escenas breves que, a menudo, se cortan casi en plena acción yéndose a negro (eso es lenguaje audiovisual; quiero decir que se apagan todas las luces). Vemos sólo las sucesivas entrevistas para la renovación de la dichosa póliza. Dura una horita escasa, y no pasa nada estrepitoso. O sea: puritito relato. Durante un buen rato espera uno giros radicales, gritos, o algo, hasta que entra en el carácter de la función. Porque termina entrando. ¿Y cómo? Pues a base de buen hacer.
Hablan, y vamos entendiendo el pastel, pero los diálogos están rodeados de detalles aparentemente inofensivos que acaban por tener una función dramatúrgica de primer orden: la silla que falta y que la chica tiene que traer de la habitación de al lado, la planta que hay que regar, la copita de vino que acompaña a las conversaciones... También el acompañamiento sonoro, a base de ecos de la Juventus (sí, de la Juventus; hay una cosa fantástica a base de mística del fútbol) y de locuciones de tema religioso en un exquisito italiano que debe de provenir de la Radio Vaticana (y que me transportaba instantáneamente a lo mejor de mi juventud). Elementos relevantes en dos aspectos. Por una parte, son un asidero formal para la percepción. Por otra, introducen pequeñas variaciones que terminan constituyendo minúsculas subtramas. En suma, repetición y variación, la base de toda forma conocida (esto nos encanta a los que hemos sido músicos alguna vez). Seguramente, el espectador medio los percibe vagamente. Pero para el espectador que acude con el ojo deformado por la práctica forense (o sea, yo), terminan siendo lo más memorable.
Conocerán a Rosa Mariscal e Iván Villanueva de Hospital Central y de Vaya semanita, respectivamente. Están muy bien aquí, coherentes, en su interpretación sin estridencias, con un texto y una puesta en escena que tampoco las tienen. El sacerdote de Villanueva es un poquito untuoso, lo justo para quedarse a las puertas de dar dentera, y sabe usar algunas de las armas que proporciona la simpatía. Lo justo para no parecer un monstruo repugnante (que sería lo más fácil, claro, siempre que esto fuera una de Disney). Me gustó sobre todo el gesto distraído pero meticuloso con el que mordisquea las obleas sin consagrar (supongo) que usa como aperitivo. Mariscal tiene un don evidente para la naturalidad, en un papel que parece facilito, pero que me parece que se las trae. Esto pasa siempre que hay que actuar dentro de la actuación. Me explico: la agente de seguros está actuando para el cura, además de para nosotros. Lleva su máscara de profesionalidad. Luego tiene que dejar entrever a la persona que hay debajo de esa máscara. Es siempre muy fácil que lo primero (algo que todos hacemos con gran soltura en la vida real) acabe en escena sobreactuado, para distinguirlo de lo otro, del personaje real desvelado. Algo dijimos al respecto hablando de Poder absoluto, pero desgraciadamente no nos sirve de ejemplo, porque ahí estaban sobreactuadas las dos fases (que ya es mérito).
En resumen, un buen ejercicio de teatro de cámara que no cae en ninguna de las trampas de lo facilón a las que el asunto se presta.
En fin, volvamos a la función. El texto de Muñoz de Mesa avanza a pasitos, como quien no quiere la cosa, con una estructura casi televisiva: escenas breves que, a menudo, se cortan casi en plena acción yéndose a negro (eso es lenguaje audiovisual; quiero decir que se apagan todas las luces). Vemos sólo las sucesivas entrevistas para la renovación de la dichosa póliza. Dura una horita escasa, y no pasa nada estrepitoso. O sea: puritito relato. Durante un buen rato espera uno giros radicales, gritos, o algo, hasta que entra en el carácter de la función. Porque termina entrando. ¿Y cómo? Pues a base de buen hacer.
Hablan, y vamos entendiendo el pastel, pero los diálogos están rodeados de detalles aparentemente inofensivos que acaban por tener una función dramatúrgica de primer orden: la silla que falta y que la chica tiene que traer de la habitación de al lado, la planta que hay que regar, la copita de vino que acompaña a las conversaciones... También el acompañamiento sonoro, a base de ecos de la Juventus (sí, de la Juventus; hay una cosa fantástica a base de mística del fútbol) y de locuciones de tema religioso en un exquisito italiano que debe de provenir de la Radio Vaticana (y que me transportaba instantáneamente a lo mejor de mi juventud). Elementos relevantes en dos aspectos. Por una parte, son un asidero formal para la percepción. Por otra, introducen pequeñas variaciones que terminan constituyendo minúsculas subtramas. En suma, repetición y variación, la base de toda forma conocida (esto nos encanta a los que hemos sido músicos alguna vez). Seguramente, el espectador medio los percibe vagamente. Pero para el espectador que acude con el ojo deformado por la práctica forense (o sea, yo), terminan siendo lo más memorable.
Conocerán a Rosa Mariscal e Iván Villanueva de Hospital Central y de Vaya semanita, respectivamente. Están muy bien aquí, coherentes, en su interpretación sin estridencias, con un texto y una puesta en escena que tampoco las tienen. El sacerdote de Villanueva es un poquito untuoso, lo justo para quedarse a las puertas de dar dentera, y sabe usar algunas de las armas que proporciona la simpatía. Lo justo para no parecer un monstruo repugnante (que sería lo más fácil, claro, siempre que esto fuera una de Disney). Me gustó sobre todo el gesto distraído pero meticuloso con el que mordisquea las obleas sin consagrar (supongo) que usa como aperitivo. Mariscal tiene un don evidente para la naturalidad, en un papel que parece facilito, pero que me parece que se las trae. Esto pasa siempre que hay que actuar dentro de la actuación. Me explico: la agente de seguros está actuando para el cura, además de para nosotros. Lleva su máscara de profesionalidad. Luego tiene que dejar entrever a la persona que hay debajo de esa máscara. Es siempre muy fácil que lo primero (algo que todos hacemos con gran soltura en la vida real) acabe en escena sobreactuado, para distinguirlo de lo otro, del personaje real desvelado. Algo dijimos al respecto hablando de Poder absoluto, pero desgraciadamente no nos sirve de ejemplo, porque ahí estaban sobreactuadas las dos fases (que ya es mérito).
En resumen, un buen ejercicio de teatro de cámara que no cae en ninguna de las trampas de lo facilón a las que el asunto se presta.
P.J.L. Domínguez
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