Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: Samuel Beckett (versión de Ana María Moix) Director: Alfredo Sanzol Intérpretes: Miguel Ángel Amor, Paco Déniz, Juan Antonio Lumbreras, Juan Antonio Quintana y Pablo Vázquez. Duración: 1.55'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)
Juan Antonio Lumbreras, Pablo Vázquez y Paco Déniz.
Cuando no se está de acuerdo con Marcos Ordóñez, mejor pensárselo dos veces. Ya me lo he pensado. El Godot de Sanzol no me gusta, a pesar de la excelente versión de Ana María Moix. Para que tengan más opiniones a mano, les pongo abajo del todo los enlaces a las críticas de Ordóñez (a favor) y Verdú (en contra).
Parece que ambos están de acuerdo en contra de la escenografía de Andújar. Un tipo versátil que, por ceñirnos a lo más reciente, ha hecho cosas tan distintas y tan logradas como el Dani y Roberta de Gual, la Orquesta de señoritas de Pérez de la Fuente o (con Esmeralda Díaz) la hermosísima Vida es sueño de Pimenta. Esta vez ha forrado la caja escénica del Valle-Inclán con una gasa de un azulón luminoso (no encuentro una sola foto que dé idea del color). Yo diría que ha dejado abierta toda la altura (o casi) que da la boca del escenario. Así que el espectador ve esa caja azul que se prolonga hasta muy, muy arriba. En algún punto de esa descomunal altura la vista se topa con un bosque de trusses que sostiene una infinidad de focos de distintos tipos (decimos "truss" para no decir "vigas tridimensionales de celosía" o algo peor, les he puesto una imagen para que me entiendan). Dice Ordóñez que parecen prisioneros en un colegio mayor donde acabara de celebrarse un congreso. Es verdad, pero es que ¿no podrían estarlo? Me parece que Andújar ha rodeado la acción con un contenedor que podría parecerse al auditorio de un colegio mayor o al San Carlos de Nápoles, da igual, porque no de deja de ser una preciosa caja que guarda una perla rara. Esta sensación se acentúa porque la escenografía a ras de tierra -el árbol, el sendero- se pliega perfectamente a las convenciones que suelen usarse para representar la pieza. A mí, la caja me gusta. El vestuario, también de Andújar, impecable.
No tengo objeciones a la interpretación, más bien al contrario. Sanzol ha procurado darle un tono divertido a todo lo que ha podido, y no me parece un enfoque errado a priori. Los actores están bien seleccionados para eso. Juan Antonio Lumbreras borda ese registro liviano, un poco de chiquilicuatre juguetón (hacía casi lo mismo en El inspector, el único intento conseguido sólo a medias que le he visto a Del Arco). Paco Déniz da perfectamente el estereotipo de hombre grandote y bienintencionado. Ambos casi en papeles de carácter.
La expresión "de carácter" se presta a constantes equívocos, he encontrado por ahí hasta una definición que deja al actor de carácter en "el que representa papeles de personas de edad". En realidad, se trata de la oposición entre un papel complejo, en el que un personaje muestra las variadas facetas de una personalidad retratada en su poliedria, y otro que se centra un uno sólo de los aspectos que lo definen. Como los enanitos de Blancanieves: éste siempre gruñe y el otro siempre tiene sueño. Los papeles de carácter se encuentran entre los secundarios del teatro clásico (el gracioso, por ejemplo), pero también entre los principales: Don Diego, el lindo, es vanidoso por encima de todo. Tartufo es fundamentalmente hipócrita. Etcétera. Y el resultado final de muchas obras de vanguardia, al menos desde el Ubú, que reducen al personaje a una especie de marioneta de madera, es también parecido. No está mal, por este último motivo, que Vladimir y Estragón, Lumbreras y Déniz, sean más bien unidimensionales en esta versión de Sanzol. Pozzo se ha planteado con mayor riqueza de registros, así que Pablo Vázquez (el de la foto) tiene más posibilidad de lucimiento. La aprovecha.
Juan Antonio Quintana está simplemente maravilloso. Maravilloso en toda la gestualidad del decrépito, exhausto e imprevisible Lucky, y maravilloso en el monólogo -cumbre del teatro del absurdo- que casi me tira de la butaca a base de carcajadas. En la foto, lo tienen caracterizado de Nono en una Noche de la iguana más bien mediocre, creo que de 2007, de la que salía indemne. Lo mejor de la función, con diferencia, era su famosa poesía final: Con qué serenidad la rama del olivo...
Buena versión, buenos escenografía y vestuario, buena iluminación (de Pedro Yagüe), buena interpretación... ¿Qué es entonces lo que no va?, se preguntarán. Verán, Beckett sólo se sostiene en equilibrio. Exige una escrupulosa medida de parlamentos, silencios, gestos... que aquí no he visto más que muy aisladamente (en ese sentido, me parece mucho más becktiano el Strindberg de Cortizo, ahora en cartel). Por ejemplo: Pozzo hace restallar el látigo, Vladimir deja caer el sombrero... y habla. Quince segundos de malabarismo teatral, milimetrado. Se supone que todo debe ser así. Sí, es un currazo infame, pero no hay más tutía. Además, se han estirado bastante los tiempos, a veces con elementos gestuales (silencios para voltear los ojos, pelea rodando por el suelo), de manera que mi función duró una hora y cincuenta y cinco minutos. Tras un vistazo a la red, confirmo mi primera impresión de que, normalmente, la función es bastante más breve. A mí, y a quienes me rodeaban, se nos hizo eterna, y bastante pesada a ratos. Lo dicho: el equilibrismo tiene que ser constante y patente, si no, no hay nada que hacer.
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