viernes, 3 de mayo de 2013

LA CHUNGA

Sala: Teatro Español Autor: Mario Vargas Llosa Director: Joan Ollé Intérpretes: Aitana Sánchez-Gijón, Asier Etxeandia, Irene Escolar, Tomás Pozzi, Rulo Pardo y Jorge Calvo. Duración: 1.20'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Meche y la Chunga, Escolar y Sánchez-Gijón.

Hoy les ahorro el suspense: esto es un fiasco que no hay por dónde agarrar. Despiecémoslo.

El texto

Más antiguo que la tos. Costumbrismo o, si me apuran, el paso siguiente: la superación del costumbrismo en el tono de La malquerida. Sólo que La malquerida es infinitamente mejor y de 1913. Sólo lo salva en parte un engañoso efecto de novedad parecido al que asegura a las historietas convencionales de amor un éxito mucho mayor si son gays. Si en vez de estar situada en una ciudad peruana transcurriera en Murcia, el público se saldría a media función o se troncharía de risa, que todo es posible.

Por si las moscas, aclararé que soy un decidido admirador de Vargas Llosa, al que considero (como casi todo el mundo) uno de los mejores novelistas vivos del planeta. Pero una cosa no quita la otra: los valores teatrales de La chunga brillan por su ausencia (ya lo decía, mucho mejor que yo, Eduardo Haro Tecglen en 1987). No hay ni rastro de eso que, a falta de mejor término, solemos llamar carpintería teatral. Pero es que fallan también, a mi modesto entender, cosas tan básicas como el dibujo del personaje principal. Sabemos mucho más de Meche o de Josefino que de la Chunga, y no me refiero a conocer hechos, sino a entender la estructura íntima del personaje. Si la intención era velarla, a modo de personaje enigmático, esa intención no se plasma en nada que funcione. Sigamos con la hipótesis enigma: la sucesión de relatos incompatibles entre sí sobre lo que sucedió en la noche de marras, cuando Meche se quedó con la Chunga, parece indicar que no hay pretensión de que el espectador resuelva su incertidumbre. Eso es legítimo, pero un fondo de ese tipo no puede ser narrado con un envoltorio formal exactamente opuesto. La narrativa del propio Vargas Llosa lo demuestra: la irrupción de lo que llamamos realismo mágico supuso también una renovación formal de la novela, como no podía ser de otro modo. 

Me parece que aquí se intentó verter el vino nuevo de ese realismo mágico en los odres viejos del teatro costumbrista. Y no hay quien se aclare. Viene al pelo la comparación con los textos de Spregelburd vistos recientemente en Madrid: la incertidumbre, o la superposición de relatos incompatibles, se sirven en una estructura (una carpintería teatral) que muestra a la percepción del espectador el camino para su asimilación,  que le está gritando "cuidado, esto no es un relato convencional, tienes que entenderlo de otro modo". Si tienen un rato, léanse este texto de Despeyroux, que me parece otro buen ejemplo. En La chunga, donde todo es realismo excepto, precisamente, esos excursos ensoñados, o lo que sean, al espectador todo le indica que espere una explicación, un final conclusivo, algo que le lleve a encajar de forma racional los pedazos del rompecabezas. Dicho de otra forma: hay demasiado realismo para entender la poca magia.

Sánchez-Gijón, Etxeandia, Pardo, Pozzi y Calvo.

Natalio Grueso anuncia en el programa de mano la representación de la obra dramática completa de Vargas Llosa en el Español. Procuro no hacer comentarios sobre política cultural, porque este blog no va de eso. Pero de programación sí opino, y diré que me parece una idea curiosa para el reparto de los presupuestos públicos de producción, que están por los suelos. Me recuerda a la del inefable Manzano de comprar todas las piezas de aquella exposición de Fernando Botero para amueblar Madrid. La típica idea del "agarrémonos a un valor seguro". Como el resto de la obra sea como La Chunga, vamos listos con el valor.

La dirección

Por supuesto, algo cabía hacer para superar, al menos en parte, las deficiencias de la obra. Algo, no sé, exprimirse un poco las meninges para, por ejemplo, sugerir en escena por dónde iba el relato lineal y por dónde las cavilaciones de los personajes, plasmadas en acción. Nada de eso hay. Aunque, quizá, ahora que lo pienso, habría que incluir en este apartado el teloncillo de sube y baja. Les cuento. Eso que llamo teloncillo se puede llamar también telón corto (porque no tapa la totalidad de la altura visible, sino sólo parte) o forillo, y según cómo le llamen se reirá de ustedes media profesión, o la otra media. Llamémoslo teloncillo. La escenografía reproduce un bar cutre, con una escalera que sube a la habitación de la Chunga. Ahí arriba es donde se escenifican las hipótesis alternativas de lo ocurrido en la noche de autos. Hay entradas y salidas de actores desde ahí. Pues bien, para ocultar o mostrar ese espacio del primer piso a la vista de los espectadores, el teloncillo sube y baja durante toda la función. Parece esa primera idea básica que se descarta de inmediato. Todo, ya se lo decía, es realista, pero un telón sube y baja en medio del bar. A veces, cuando menos conviene: en una salida de Etxeandia se pone en movimiento hacia arriba antes de que el actor termine de salir. Esto pudo ser un error de mi función, pero en cualquier caso los movimientos distraen, y el propio telón es incoherente con el aspecto visual del conjunto. Quería quizá -por eso lo menciono aquí- servir para subrayar las transiciones a lo ensoñado; tampoco sirve para eso. 



Sigamos. Estos cinco personajes hablan una variante del castellano de una región del Perú. No es que haya algún localismo, es que es, en su integridad, una variante intensamente coloreada. Eso no se puede hacer con acento de Valladolid. Imagínense que hablaran sevillano con acento de la meseta. El efecto es el mismo, insoportable. Es asimilable cuando es a la inversa: cuando nuestra variante se habla con acento ajeno (se me ocurren miles de ejemplos, ahí va uno reciente: Will Keen con Pinter en el Español). Uno de los actores, Pozzi, tiene acento argentino. Se agradece, porque, al menos, usa esta variante idiomática que no es la nuestra con un acento que tampoco es el nuestro. Molesta menos que el resto. Ya sé que planteo un problema formidable, previo incluso a pensar la puesta en escena. Siento tener que decirlo, pero estos problemas se resuelven, aunque todas las resoluciones posibles sean dolorosas, o se quedan ahí, en medio del escenario, como el fantasma del padre de Hamlet. Éste, en concreto, deja a la función herida desde su inicio. Resoluciones dolorosas: se contrata un reparto peruano; se adiestra al reparto español en el acento peruano; se reescribe una versión ambientada en España. No hay otra.

Sigamos. Además del teloncillo, se acumulan otra serie de pequeños errores que van restando verosimilitud a esto que, insisto, se presenta como realismo. Uno: la pared de fondo tiene dos aberturas. Una ventana primorosamente ambientada con la luz de la farola exterior y hasta la lluvia que golpea el vidrio. Y una puerta con cortinilla de cuentas que, al ser apartada, deja ver un fieltro negro como a cincuenta centímetros. O una cosa o la otra. O se simula un exterior realista, o no se simula, no se pueden hacer las dos cosas a tres metros de distancia. Otro: los dados hacen ruido cuando los jugadores sacuden los cubiletes. Pero si la acción principal está en otro sitio, los cubiletes dejan de tener dados, para eliminar el ruido. O sea: de pronto hay mimo. Y les ahorro lo de las máscaras en la escena sado-maso. Ojo: esto no son objeciones de crítico puntilloso y neurótico. Estos detalles se cargan el pacto primigenio con el espectador, que debe entender las reglas de representación en los diez primeros minutos. Si las reglas dicen "este barril representa un elefante", pues muy bien. Nos lo tragamos. Pero si el pacto evidente es "un bar representado con realismo", todas y cada una de las transgresiones contribuyen a resquebrajar la verosimilitud. Destruyen la famosa suspensión de la incredulidad que el espectador ha puesto en funcionamiento en cuanto se ha sentado.

Incluso todo esto, que ya es decir, hubiera podido ser atenuado por un desarrollo satisfactorio de los elementos intangibles de la función: cómo dicen, cuándo dicen, desde dónde dicen. Mal. Algo no va. 

La interpretación

Como exclamó JM en la escena de la Chunga y Meche en la habitación: "qué ocasión perdida". Miren ustedes bien el elenco. No tiene desperdicio. Aitana y Etxeandia se los saben ustedes de memoria. Pozzi, Pardo y Calvo son actores como la copa de un pino, dotados los tres de un enorme carisma, cada uno en su estilo. Qué les voy a decir de Irene Escolar. Una mujer que, a sus veinticinco años, tiene a su alcance todo lo que se proponga, a nada que la suerte la acompañe. Uno de esos fenómenos de la naturaleza que se adueñan del escenario en cuanto lo pisan. No la olvido en El mal de la juventud, De ratones y hombres, Agosto, Oleanna...



Pues poco se les ha hecho rendir. No sé exactamente qué es lo que no funciona. "Es que no se lo creen", me dijo un conocido a la salida. No sé si será eso. En algún momento, es como si cada uno de los cinco estuviera en una función distinta: no casan los gamberros vociferantes con la estampa de carcelera de la Chunga o el candor de Meche. Aitana está mortecina, incluso después de ser forzada a practicar una felación. Está así el noventa por ciento del tiempo: ausente. Supongo que la intención sería pintar a una mujer suficientemente machacada como para que todo le dé lo mismo. Vale, les ha salido una mujer simplemente aburrida. Pudo con una desorientación de dirección parecida en Babel, pero aquí no ha podido. Hay otro cinco por ciento en el que intenta expresar algo, sin que parezca que nadie le haya proporcionado una pauta perceptible, y el cinco por ciento restante, grita. Grita en un extrañísimo registro agudo y rasposo, como una urraca. Horroroso, nadie grita así. Para colmo, lleva puesto el único error de vestuario de la función. Le está de pena. Esto hay que explicarlo. El vestuario teatral no es para que a uno le esté bien. Es, por ejemplo, para que la malvada Bruja del Norte parezca horrorosa. Pero supongan que el traje de la Bruja, hecho para una determinada actriz, me lo pongo yo. Estaré horroroso en dos aspectos: con el horror de la Bruja, y con el horror de un traje que no me sienta. Pues a este segundo aspecto me estoy refiriendo. 

El resto sale como puede, y lo cierto es que no están mal: simplemente, no funciona el conjunto. Etxeandia, cuya habilidad para lidiar con papeles que exigen un punto de histrionismo es bien conocida, está sólo bien, cuando podría estar espectacular. Pozzi salva algún impasse a base  de oficio, voz y piruetas; a pesar de tener el papel más breve; Pardo se las arregla para que se aprecien sus capacidades; Calvo tiene el privilegio de estar en uno de los contados momentos en los que la cosa fluye: la conversación con Meche en la escalera. Irene Escolar (en la foto) derrama su aura de claridad sobre todo lo que toca: el momento cumbre de la función es, sin duda, su entrada en el bar. Esta mujer menudita adquiere una dimensión que, perdonen mis delirios, me recordaba a Rita Hayworth, sobre todo en el breve baile del pañuelo (lástima que no dure más). Ella sí, muy bien vestida. Como les decía, prácticamente la única conversación memorable es la que tiene con Lituma (Jorge Calvo) en la escalera. Con esa voz suya, que parece una cascada de perlas de seda mate. Me he puesto lírico, mejor les dejo ya.

Ah, se me olvidaba: una buena parte del público aplaudió puesto en pie.
P.J.L. Domínguez
           



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