domingo, 4 de noviembre de 2018

LOS CUERPOS PERDIDOS

Sala: Teatro Español Autor: José Manuel Mora Directora: Carlota Ferrer Intérpretes: Carlos Beluga, Julia de Castro, Conchi Espejo, Verónica Forqué, David Picazo, Paula Ruiz, Cristóbal Suárez, Jorge Suquet, José Luis Torrijo y Guillermo Weickert Duración: 2.00' 
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Les juro por la Ley de Procedimiento Administrativo que estuve media hora larga creyendo de buena fe que aquel batiburrillo iba a terminar por dibujar una dirección definida, que el conjunto de elementos heterogéneos terminaría por encajar en un rompecabezas de admirable armonía final, que el barco a la merced de cualquier brisa se revelaría capaz de llegar a puerto. Mi convicción se debía a que el piloto al timón era Carlota Ferrer, a la que le vi nada menos que Blackbird. 

Pues bien, nada de nada. El revoltijo inicial se queda en eso: en una cosa desflecada, un invento al que no se le ven ni las intenciones. Porque, a menudo, hasta en los mayores desastres ve uno a dónde se quería llegar. En este caso, no tengo la menor idea. Algo leo por ahí (los textos en prensa que suelen fusilarse de los que la compañía o el teatro envían) sobre el análisis de cómo alguien puede integrarse en el horror (el tenue hilo conductor de la pieza es la llegada de un profesor universitario español a Ciudad Juárez, en cuyo sistema de muerte encaja de inmediato). El término "inmediato" puede darles idea de la profundidad del análisis. El tipo se baja del avión y le da encantado una paliza al chófer del coche del baranda universitario que lo lleva a comer, en cuanto éste le propone el plan. Esto es todo lo que se nos cuenta sobre el proceso interior que conduce a alguien desde una vida normal a moler a alguien a golpes en el desierto mexicano o, después, a convertirse en proveedor de vírgenes para el martirio.

El textito, ni bien ni mal. Digo "textito", porque se podría pensar que las dos horas de duración pueden dar idea de su extensión, pero no es así. No consigo entender por qué, pero los tiempos están estirados hasta el bostezo a base de silencios incomprensibles y de números musicales más incomprensibles aún. Digamos de paso que lo mejor de la función son esos números, pero que más valía dar un concierto que ponerlos allí donde no venían a cuento. Sin hablar de las igualmente incomprensibles, banales y ramplonas coreografías que no sé quién firma, porque el programa solo menciona una "asesora de danza". Pero volvamos al hilo: a ojo de buen cubero, yo diría que el texto interpretado de manera convencional no llegaría ni a la hora de función. Todo lo demás es un relleno aleatorio. Igual daba poner esta canción aquí que aquel bailecito allá, que las pantomimas acullá (hay una especialmente lentorra y gratuita, que recuerde ahora: la de los animales comiéndose el cadáver). Boromello, que ha diseñado algunas de las mejores escenografías vistas en Madrid en los últimos años, está completamente ausente. La caja escénica se cierra por sus tres lados por una elegante drapería y una cuadrícula de focos cuelga desde arriba. Sumen un par de elementos móviles (el altar de la Forqué y el -perdonen el abuso del término- incomprensible cactus).

Como ven, todo espantoso, pero hay algo peor: el vestuario. Pretencioso, feo, inútil. Son importantes los tres adjetivos, porque, por ejemplo, un vestuario puede ser feo, pero absolutamente necesario en su fealdad para construir la dramaturgia y/o los personajes. Éste lo único que hace es despistar. ¿Recuerdan lo de los elementos heterogéneos que decía al principio? El vestuario y el ridículo monólogo inicial (micrófono incluido) se llevan la palma. ¿Por qué? ¿Para qué? se pregunta el espectador. A feo e inútil le he sumado pretencioso, porque es evidente la intención de "epatar" (el verbo se usaba mucho hace años), de que cada pieza llame la atención, que uno se fije bien en cada una. Con el único resultado de despistar y confundir. El vestuario, como todo, debe remar a favor del espectáculo, no hacia donde le apetezca. Es como eso que dicen de los futbolistas que trabajan para el equipo o solo quieren meter goles. Este vestuario mete varios, pero en propia puerta.

Estaba por terminar, pero me quedan dos cositas. La primera, que hay que tener mucho arrojo para atreverse con este asunto después del 2666 Bolaño-Rigola, que duraba cinco horas largas de las que no sobraba ni un minuto. Ya sé que las comparaciones son odiosas, pero, como les digo siempre, por muy lamentable que sea, sólo conocemos por comparación, y cualquiera que se atreva con Ciudad Juárez en un escenario sabe que tendrá que lidiar con ésa. Aquello era sobrecogedor. Aquí no hay un solo momento en que el dolor traspase el proscenio. Si les apetece, mi crítica de entonces está reproducida en la de El públicoLa segunda: yo estoy muy lejos de ser un especialista en México, pero no hace falta ni haber estado para percibir que lo que aquí se construye viene a ser el equivalente de una España de paella, sangría y toreros. Una ristra de lugares comunes.

En resumen: dos horas soporíferas.
P.J.L. Domínguez
          

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