jueves, 2 de febrero de 2017

JARDIEL, UN ESCRITOR DE IDA Y VUELTA

Sala: Teatro María Guerrero Autor: Enrique Jardiel Poncela (versión de Ernesto Caballero) Director: Ernesto Caballero Intérpretes: Chema Adeva, Felipe Andrés, Raquel Cordero, Paco Déniz, Jacobo Dicenta, Luis Flor, Carmen Gutiérrez, Paco Ochoa, Paloma Paso Jardiel, Lucía Quintana, Cayetana Recio, Macarena Sanz, Juan Carlos Talavera y Pepa Zaragoza Duración: 1.50'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no esté en cartel)



Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

REGATE A LA MELANCOLÍA

Un Jardiel montado con los medios necesarios es siempre motivo de alborozo. Incluso si se le agregan unos flecos al comienzo, al final y en los entreactos que maldita falta que le hacen y que dan pie al cambio de título. Porque, como todo el mundo adivina, la función es Un marido de ida y vuelta. Afortunadamente, son modestos y cortitos, y apenas molestan.

Apartada esa distracción, ahí está Jardiel, intacto en su salsa: un humor refinadísimo que oscila en­tre la pata de banco y el regate a la melancolía y el cinismo. La carcajada salta aquí o allá, pero el pla­cer se parece más a unas cosquillas suaves en el intelecto. Nunca terminaré de admirarme ante esta explosión de inteligencia.

Caballero acierta en la puesta en escena y, sobre todo, en la dirección de actores, perfectamente en estilo. Lucía Quintana ya lo estaba en la Maribel de la Extraña familia de Gerardo Vera, prima carnal de este teatro. Los maridos, Ochoa y Dicenta, y el mayordomo, Déniz, no dan una fuera. La amiga un poco torcidilla de Carmen Gutiérrez me recordó a Mónica Randall, y con eso están todos los elogios dichos. Paloma Paso Jardiel milimetra cada síla­ba en su lugar, una maravilla. La escenografía de Azorín no viene a nada, pero funciona que da gus­to, milagros del teatro. El vestuario de Domínguez, notable. Estupenda función.

Y alguna cosilla que no cabía allí:

1.- Supongo que algunos de mis lectores me imaginarán como el espíritu de la contradicción, disfrutando cada vez que algo me parece el exacto contrario de lo que todo el mundo dice, pero resulta que no, que me encanta coincidir. Según y con quién, claro. Hoy he leído la crítica de Ordóñez en Babelia a este Jardiel y me ha puesto de excelente humor comprobar que él y yo (que es como decir Dios y un hámster) hemos visto lo mismo: una excelente reconstrucción del modo en que estas comedias deben decirse. Él sabe más que yo de esto, desde luego, pero ¿es literalmente cierto que "la tradición se ha perdido", como dice? Elogia, y no es para menos, la certera puntería de Paloma Paso Jardiel para colocarlas todas, y me pregunto si la tradición no está ahí vivita y coleando. Ya que hablamos de tradiciones más o menos vivas, y después de verla en el Alfil en La madre que me parió me pregunto cómo estaría la Ayuso en un Jardiel después de que mostrara en aquel espanto de Los caciques que hay quien recuerda cómo se hacían las cosas. Escribo esa frase, me pongo a buscar diez segundos y -por supuesto- la Ayuso no sólo ha hecho a Jardiel, ¡sino que ha protagonizado Un marido de ida y vuelta! En la tele, el 69, aquí la tienen joven y guapa.

2.- Un montaje que se pliega a un estilo es el síntoma de la modestia del director. Una modestia bien invertida. Es lo mismo que ha hecho Lima en Las brujas de Salem, y también le ha salido bien. El viernes lo publico.

3.- La pieza es un bombón para un buen figurinista y una trampa mortal para uno malo, con ese montón de disfraces del primer acto que, si no se resuelven bien, se convierten en un carnaval barato. Juan Sebastián Domínguez, un tipo de gusto certero -y que no es primo mío- ha sabido aprovechar el fondo escenografico neutro. ¿Neutro?, se dirá más de uno. ¿Neutro, unos palcos y galerías calcadas del historicismo sui generis del María Guerrero? Pues sí. En cualquier otro sitio (por ejemplo, el escenario del Valle Inclán) sería un cañonazo visual, pero aquí no cabe imaginar nada más neutro que este espejo tridimensional. Es un decorado de camuflaje. Los trajes lucen como si estuvieran enmarcados. 


A pesar del forzoso torero que parece que el autor puso para hacer el empeño imposible, los disfraces iniciales (véase foto) evitan el tradicional efecto de función de instituto. ¿Y cómo? Muy simple. Engañando, que es como hay que hacerlo todo en el teatro. En el primer acto hay una fiesta de disfraces. ¿Cuál es la primera regla del vestuario teatral? Que no debe parecer disfraz, sino traje. Si pongo un montón de disfraces que parecen disfraces, es el horror. "¡Pero si tienen que ser disfraces!", dirán ustedes. Da igual. No puede ser. Así que llega Domínguez y hace unos señores trajes (vean ahí a Macarena Sanz de Catalina de Médicis arrodillada o a Lucía Quintana de Cleopatra) y añade alguna cosilla para sugerir el efecto disfraz, como los detalles dorados en el juglar o plateados en la dama (o el remate del peinado de la japonesa, que no me resisto a reproducir en fotografía).


En otras palabras: unos buenos trajes pueden hacer las veces de disfraces en la fiesta de disfraces representada en el escenario. Unos reales disfraces de baratillo parecen en escena... simplemente un horror. Estas paradojas de lo real y el engaño saltan constantemente en el teatro, a ver si esta semana les cuento la de El cartógrafo.

Después del baile hay que seguir vistiendo a un montón de gente, incluidos señores en pijama, bata y zapatillas. Con un par de piezas de résistance, el negligé y el vestido plisado final de la protagonista, Domínguez no da punto sin puntada (así lo decía mi abuela, y era modista, así que a callar).

4.- Repasando el archivo (una de las ventajas de la edad, estoy haciendo una lista para superar todas las desventajas que se encargaron de refregarme por los morros en La velocidad del otoño) me encuentro lo que escribí cuando Mara Recatero dirigió este mismo título, y se lo copio ahora para ahorrarme unas líneas:
    Como en cualquier forma de teatro cómico, lo esencial aquí es dar con el tono. La sutileza de la comicidad de Jardiel se apoya en eso o se diluye en la nada; pasa tan desapercibida que es como si las frases no se oyeran. Y me parece, después de vista la versión, que uno de los puntos cruciales de este teatro es que los personajes no son caracteres sino tipos. Esto es: la protagonista debe ser la coqueta frívola (si ésa es la decisión adoptada sobre el personaje, caben otras) todo el tiempo y por encima de cualquier obstáculo, por mucho que la frase se preste al drama o al sentimiento.
En los diez años que han pasado desde entonces mi pensamiento se ha hecho más rígido (claro, ¿qué esperábamos?) y me arrepiento ahora del "caben otras". Dudo de que quepan muchas interpretaciones, tanto de la protagonista como del resto de personajes. Son tipos, como los de la Comedia del Arte o los estereotipos de los teatros orientales. Más se acerca la interpretación al tipo, más hilaridad produce. Ése es todo el secreto de Paloma Paso Jardiel y la tía Etelvina: es la vieja tía faltona que ha hecho toda la vida lo que le pasaba por la peineta.

5.- Me encantó Carmen Gutiérrez. Miro su curriculum y veo que  es prácticamente como si la hubiera ido esquivando. Tengo que repasar mañana las notas sobre La condesa de Malfi a ver si la señalé. Espero topármela de vez en cuando. Imposible terminar sin citar el enorme encanto de Lucía Quintana, que sabe dosificarlo, ahí está la gracia.

NOTA DEL DÍA SIGUIENTE: Es maravilloso cuando a la realidad le da por ser coherente. Miro mi crítica de 2003 de La condesa de Malfi y me encuentro lo siguiente: Sólo se salvan en alguna medida las dos actrices y, sobre todo, Carmen Gutiérrez que, en el papel protagonista, consigue dar réplicas cabales a pies imposibles. Ya me gustó entonces.
P.J.L. Domínguez
          

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