Sala: Matadero (Naves del Español) Autor y director: Juan Mayorga Intérpretes: Blanca Portillo y José Luis García-Pérez Duración: 2.05'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no esté en cartel)
Ya saben que hay dos formas de calificar, algo que enfrentará a profesores, alumnos y padres hasta el fin de los tiempos. Los alumnos pueden recibir sus notas en estricta referencia a un ideal objetivo o de acuerdo con las capacidades de cada uno y al punto en que se halla en el proceso de mejora de su rendimiento. "¿Por qué no me has puesto un sobresaliente si estaba todo bien?" "Porque puedes hacerlo mejor". "¿Por qué lo apruebas con un cuatro y medio?" "Porque hace tres meses sacaba ceros y hay que estimularlo". El cartógrafo tiene la mala suerte de llegar después de Reikiavik, y es imposible sustraerse a la comparación. No es Reikiavik. Como dije en la crítica en papel, me ha parecido una función interesante. Cuando dos horas sentado en un teatro se pasan con facilidad, hay muchas cosas que tienen que estar bien. Pero creo que lo bueno ha sido ya resaltado por todo el mundo y voy a dedicar estas líneas a explicar por qué me parece que no llega a la altura de Reikiavik.
1.- El reto de Reikiavik era mucho mayor, porque el pasado que resucitaba es de una banalidad casi despreciable frente al horror que El cartógrafo rememora. La habilidad necesaria para conmover con la tragedia de Varsovia es evidentemente menor que la que se precisa para que el enfrentamiento entre dos ajedrecistas del pasado nos diga algo, por muy dramáticas que las partidas fueran en su género. Esto marca un abismo entre ambas piezas.
2.- A Reikiavik no se le ve ni una sola de las costuras. Me explico. A veces, el espectador se da cuenta de manera consciente de cuál es la función narrativa de lo que el dramaturgo le está colando en ese momento. Por ejemplo: un personaje le cuenta a otro los antecedentes de la situación, pero el espectador se percata de que es el destinatario real de toda esa información. Este ejemplo concreto se da hasta en las mejores familias, incluidos Lope o Shakespeare. Puede hacerse bien o mal, la atención puede verse desviada con mayor o menor intensidad de lo narrado a la forma de narrar, pero –en la mayoría de los casos- este desdoblamiento del perceptor en alguien que disfruta de lo que ocurre y en otro alguien que analiza el procedimiento narrativo no es deseable. El riesgo es cargarse la verosimilitud, porque se ve la tramoya, como cuando Langa hacía de Drácula y se escondía tras el sofá para desaparecer, pero se le veía un poquito (en mi vida me he reído más a gusto). A esto me refiero con lo de que se vean las costuras. He dicho más arriba “en la mayoría de los casos”, primero porque la edad me va enseñando que es más prudente no enunciar leyes generales. Pero, además, porque a veces –con formas no convencionales- se dan grandes festivales de la forma y el fondo cantando a dúo, objetos narrativos que producen placer estético por ambos lados en un grandioso efecto estereofónico. Me vienen a la cabeza Pandur, La cocina o Danzad malditos, tres ejemplos en los que ese goce duplicado -el primario que la narración produce más el secundario de apreciar simultáneamente los artificios formales que pedalean para que la bici no se caiga- no se debe al texto, sino a otros elementos. Hay también, aunque sean menos frecuentes, ejemplos en los que la complejidad del texto ya es capaz por sí sola de producir tal efecto. Me vienen a la memoria los grandes textos surrealistas de Lorca o las estructuras formales que Ionesco, Beckett y Pinter construyen con livianos ecos y resonancias. Pero volvamos al grano, que me voy por los atajos.
A El cartógrafo se le ve una costura. La protagonista se entrega al estudio de una anécdota del pasado con tal ahínco que había que justificar su desapego respecto al presente y, en particular, respecto a su marido. Modestamente, yo creo que se ha exagerado el tiro.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:
Y lo que no cabía allí:
PARADOJAS
El teatro es el territorio de las paradojas entre la
verdad y la ficción, campo de batalla de lo real, lo posible y lo verosímil. Diderot
habló del actor que es capaz de desatar con más intensidad las emociones del
espectador cuanto más domina las propias y lo llamó así: paradoja. Juan Mayorga,
José Luis García-Pérez y Blanca Portillo protagonizan otra: precisamente cuando
–ante la inmensidad del horror que un personaje de doce años debe describir-
interrumpen la representación, llega el momento más intensamente teatral y hermoso
de toda la función. Merecería la pena verla sólo por eso.
Como en Reikiavik, el pasado se revisita
obsesivamente. Como en Reikiavik, dos
intérpretes van saltando de uno a otro personaje. Sin alcanzar esa cumbre, El cartógrafo es un interesante
ejercicio que suma una trama hábilmente estructurada –tanto en el troceado de
la peripecia como en el reparto de papeles- y una puesta en escena reducida a
lo esencial. No hubiera sido posible contar tanto con tan poco sin la
iluminación de Gómez Cornejo. Que Portillo hace lo que quiere dando esa
maravillosa –y errónea- sensación de que lo hace sin el menor esfuerzo, ya lo
sabe todo el mundo. Me pareció que García-Pérez está quizá demasiado intenso
durante demasiado tiempo, pero esto va en gustos.
Y lo que no cabía allí:
1.- El reto de Reikiavik era mucho mayor, porque el pasado que resucitaba es de una banalidad casi despreciable frente al horror que El cartógrafo rememora. La habilidad necesaria para conmover con la tragedia de Varsovia es evidentemente menor que la que se precisa para que el enfrentamiento entre dos ajedrecistas del pasado nos diga algo, por muy dramáticas que las partidas fueran en su género. Esto marca un abismo entre ambas piezas.
2.- A Reikiavik no se le ve ni una sola de las costuras. Me explico. A veces, el espectador se da cuenta de manera consciente de cuál es la función narrativa de lo que el dramaturgo le está colando en ese momento. Por ejemplo: un personaje le cuenta a otro los antecedentes de la situación, pero el espectador se percata de que es el destinatario real de toda esa información. Este ejemplo concreto se da hasta en las mejores familias, incluidos Lope o Shakespeare. Puede hacerse bien o mal, la atención puede verse desviada con mayor o menor intensidad de lo narrado a la forma de narrar, pero –en la mayoría de los casos- este desdoblamiento del perceptor en alguien que disfruta de lo que ocurre y en otro alguien que analiza el procedimiento narrativo no es deseable. El riesgo es cargarse la verosimilitud, porque se ve la tramoya, como cuando Langa hacía de Drácula y se escondía tras el sofá para desaparecer, pero se le veía un poquito (en mi vida me he reído más a gusto). A esto me refiero con lo de que se vean las costuras. He dicho más arriba “en la mayoría de los casos”, primero porque la edad me va enseñando que es más prudente no enunciar leyes generales. Pero, además, porque a veces –con formas no convencionales- se dan grandes festivales de la forma y el fondo cantando a dúo, objetos narrativos que producen placer estético por ambos lados en un grandioso efecto estereofónico. Me vienen a la cabeza Pandur, La cocina o Danzad malditos, tres ejemplos en los que ese goce duplicado -el primario que la narración produce más el secundario de apreciar simultáneamente los artificios formales que pedalean para que la bici no se caiga- no se debe al texto, sino a otros elementos. Hay también, aunque sean menos frecuentes, ejemplos en los que la complejidad del texto ya es capaz por sí sola de producir tal efecto. Me vienen a la memoria los grandes textos surrealistas de Lorca o las estructuras formales que Ionesco, Beckett y Pinter construyen con livianos ecos y resonancias. Pero volvamos al grano, que me voy por los atajos.
A El cartógrafo se le ve una costura. La protagonista se entrega al estudio de una anécdota del pasado con tal ahínco que había que justificar su desapego respecto al presente y, en particular, respecto a su marido. Modestamente, yo creo que se ha exagerado el tiro.
ATENCIÓN, SPOILER
El recurso es el más devastador de los planteables: la muerte de una hija. Es de tal envergadura que, al menos por un momento, hace sombra a la línea principal y parece demandar un desarrollo para el que no hay sitio. Me viene bien la comparación con Invencible. También allí salta el niño muerto alejado de la trama presente, pero cumpliendo una función fundamental en el carácter del texto: la de sembrar la confusión respecto a su género (hasta ese momento el espectador puede estar pensando que se trata de una comedieta ligera). Esto es un dramón tremendo, la súbita revelación de esa muerte parece querer competir con la tragedia histórica, y me parece, aunque esto es pura subjetividad, que se hubiera notado menos el procedimiento (la costura) con cualquier otro recurso.
3.- Portillo y Sarachu, tanto monta. Pero García-Pérez no esta aquí a la altura de Albaladejo. Y que conste que cualquiera que lo viera en Viejos tiempos o Diario de un loco sabe que es un formidable actor. Portillo no lo dirigió bien en el Don Juan Tenorio y, me temo, tampoco Mayorga ha encontrado la tecla adecuada. En una función de dos horas hay que relajarse un poco en algún momento.
No olviden lo principal: El cartógrafo merece la pena.
P.J.L. Domínguez
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