Sala: Centro Cultural Conde Duque Autor: Jordi Casanovas (libremente basado en Romeo y Julieta de William Shakespeare) Director: José Luis Arellano Director artístico: David R. Peralto Intérpretes: Pablo Béjar, Ana Cañas, Enrique Cervantes, Ana Escriu, Jesús Lavi, Jaime Lorente, Quique Montero, Alberto Novillo, Raúl Pulido, Estibaliz Racionero, Sara Sierra y Álex Villazán Duración: 1.40'
Ésta fue mi critica en la Guía del Ocio:
El amor volcánico de la primera juventud es una de
las fuerzas indomables de la naturaleza. Lo retrató Shakespeare en su Romeo y Julieta, y lo actualiza
Casanovas en un juego de reflejos con el clásico, entreverado en el descarnado
lenguaje de la televisión más ordinaria y muy presente en su aparente ausencia.
Hey boy hey girl se desarrolla en la telerrealidad maloliente que perfuma nuestro ocio. Un espléndido
Javier Gutiérrez ejerce, desde la pantalla, como repugnante y extremadamente
verosímil presentador. ¿A quién me recuerda?
Arellano
dirige con pulso firme un elenco compacto de excelentes actores y actrices. El
texto exige voces, carreras, hormonas a chorro, pero todo esto se ha controlado
para evitar el nivel de saturación. Muy bien ubicados los momentos de expansión
lírica que interrumpen abruptamente el realismo. Muy lograda escenografía de
Silvia de Marta. Muchos grandes instantes aunque, puesto a elegir, me quedaría
con la mímica de ballet de los amantes, el subidón del número bailado y las
escenas entre Sara Sierra y Enrique Cervantes, transmutado en posmoderna
nodriza.
Y lo que no cabía allí:
1.- Amor volcánico. Con los años, olvidamos lo que es el amor de la primera juventud: una invasión total del ser que activa todas sus potencias al máximo y lo somete a la sensación -de evidencia abrumadora- de que su entera existencia depende del desenlace feliz del deseo. Por eso, muchos clásicos lo tildaron de enfermedad. Y por eso es una de las fuerzas que mueven al mundo: siempre habrá parejas empeñadas en tener retoños que se apelliden Montesco Capuleto y, de paso, en actuar de revulsivo contra el anquilosamiento de las sociedades. Ahora mismo, creo que en Lavapiés falta un suspiro para que los adolescentes latinos, árabes, chinos y banglas empiecen a provocar dramas familiares. Uno va cumpliendo años y se maravilla, supongo, de lo mismo que otros millones y millones de seres que han pasado por el mismo estadio vital. Se conoce que yo tenía que llegar ahora a este nivel de pasmo, porque nunca antes -y quién sabe cuántas veces habré visto cómo esta historia se desarrollaba en las calles de Verona o Nueva York- me había dado cuenta de hasta qué punto el huracán del amor juvenil, esa suspensión de las leyes de la cordura, puede conmover a la sensibilidad madura, que asiste estupefacta a la explosión de vida y al vibrante aniquilamiento de la convenciones sobre las que se asienta su lento resbalar hacia la senectud.
2.- La telerrealidad maloliente. Hace mucho tiempo que cambiar la ambientación de las historias se convirtió en un procedimiento familiar. Digo adrede "ambientación". En ocasiones -es muy habitual en la ópera y el teatro clásico- no se cambia ni una coma ni una nota, pero resulta que Così fan tutte transcurre en Miami. No tengo muy claro si esas operaciones agregan mucho. Quizá lo único que hacen es aportar variedad a la existencia del espectador que verá varias docenas de Traviatas en su vida (y a las de escenógrafos y figurinistas, no hace falta ni decirlo), y ya es algo. Pero oímos a menudo que transplantarlas visualmente a nuestra época viene a subrayar que los temas, las tramas y las eventuales moralejas son de completa actualidad, y que ahora sigue habiendo Medeas y Tartufos y enemigos del pueblo. A mí me parece que el espectador ya se da cuenta solito de todo eso, sin necesidad de subrayar conceptos ni de poner minifalda a las actrices. Hasta en una función superlativa como el MBIG de Martret era superflua la ubicación en una gran corporación. Afortunadamente, el texto original no se tocaba en ese sentido y, al menos, la operación sirvió para ampliar el papel de la gran Inma Cuevas. Pero Shakespeare no era más por eso.
Esto de Casanovas no tiene nada que ver con una actualización. La expresión que usa el programa de mano es "remix", y no está mal. Yo he puesto arriba del todo "libremente basado", que es lo que suele utilizarse, pero no le hace justicia. No es Romeo y Julieta. Pero Romeo y Julieta se adivina allá al fondo ("allá al fondo" me recuerda siempre a Cortázar y a la muerte, qué cosas). Acabo de reescribir la crítica de Un hombre con gafas de pasta para publicarla en papel y me doy cuenta ahora de que Casanovas parece tener una especial habilidad para colocar las cosas "allá al fondo". Ahí está la inquietud creciente del espectador en Un hombre, y ahí está también Shakespeare (y la certeza del final trágico) en Hey boy.
De la telerrealidad, no creo que vaya a decirles nada que no sepan. Es un ámbito tan desaforado, de despropósitos tan estentóreos que -en sustitución del circo de la mujer barbuda o del grand guignol- se ha convertido en el lugar donde todo puede pasar. Con una diferencia ética mayúscula respecto a los precedentes: ya no es un espectáculo, y por tanto una simulación, sino la retransmisión de vidas reales. Vidas completamente mediatizadas por la búsqueda del espectáculo, dirán ustedes. Vale, pero no por eso menos vidas reales de pobres desgraciados reales manejados como títeres por manipuladores visibles -en plató- e invisibles -en despachos, cabinas de realización y salas de redacción-. Estos manipuladores esgrimen diversas coartadas para disimular la degeneración moral que su actividad representa. La favorita es la demanda del público. El público somos usted y yo. Pero no se deje engañar. Las culpas también se reparten de forma alícuota en este ámbito. ¿No le han dicho que la culpa de la crisis la tenemos los ciudadanos? Pues el mismo fondo de sentido común que nos avisa de que la culpa de la jubilada del tercero y del consejero delegado de Goldman Sachs no puede ser la misma nos susurra también que el mantenimiento de tal cantidad de mugre en las ondas no puede atribuirse en igual medida a esa misma jubilada que aprieta el botón del mando a distancia y a la panda de buitres carroñeros con las plumas del cuello llenas de sangre que se lucran, en diversos modos, con este escaparate de las bajezas humanas. Y conste que cuando digo bajezas no me refiero tanto al comportamiento de los hámsters objeto de comentario, sino a los procesos de descuartizamiento de los pobres bichos y a la paralela degradación de nuestro sentido moral, pobres espectadores.
Volviendo a Hey boy: cualquier cosa puede pasar en este formato de televisión que parodia, en su estructura, a Gandía Shore y, en su presentador, a Sálvame. Quien tenga el hábito de leerme (los hay peores) recordarán, quizá, que tengo mis más y mis menos con Javier Gutiérrez. Sí, suscita aplauso unánime. Sí, acaba de llevarse un Goya por una película que no he visto (no llego, no llego...). Pero a mí me parece que a veces está superlativo (¡Ay, Carmela!) y otras veces no (Woyzeck, Los Mácbez). Aquí, superlativo. Sale en pantalla, es el presentador cuyas intervenciones nos cuentan la postura del programa frente a los hechos y, de paso, puntúan el fluir del relato (más abajo mencionaremos esto). Está vomitivo: melifluo, amanerado, sibilino... repugnante. Esas delicadas cualidades resaltan de golpe (por mucho que sean puro realismo) con esta operación de cambiar el estereotipo de uno a otro lugar: de la tele al teatro, en este caso. Es un efecto conocido: le ponen a cualquiera un vídeo de su propia discusión de pareja y se ve una cara de monstruo que se queda helado. ¿Saben lo que ocurre? Que nos hemos acostumbrado a la porquería de la tele de forma gradual y, cuando la vemos en su sitio de costumbre, ya ni nos inmutamos.
3.- El texto exige voces, carreras, hormonas a chorro, pero todo esto se ha controlado para evitar el nivel de saturación. Sería muy ilustrativo -una especie de clase práctica del curso "percepción del teatro"- ver seguiditas La ola y Hey boy hey girl. En ambos casos, hay que empezar -y seguir- corriendo y gritando. Bueno, en el primero, no necesariamente. Se ha optado por eso, porque son jovenzuelos de instituto, aunque hubiera sido posible también que fueran jovenzuelos más modositos. Pero dejémoslo, y supongamos que, como el segundo exige, ambos textos exigieran un nivel intenso de ruido y movimiento. En La ola esto sigue así hasta el final, dos horas y media (en algún momento paran, por supuesto, permítanme que hable así para entendernos; quiero decir que casi no paran). Resultado: alcanzado el nivel de saturación en algún lugar del primer acto, el sistema perceptivo del espectador le devuelve la calma del único modo en que sabe hacerlo. Colocando una pared de corcho entre el fuero interno y el espectáculo de ahí enfrente. En otras palabras: al espectador le daría igual que se mataran, imagínense lo que le importa que se griten. En Hey boy la saturación está cuidadosamente orillada mediante el bien acreditado procedimiento de interrumpir el flujo narrativo (que esté bien acreditado no quiere decir, en absoluto, que sea fácil de arbitrar).
Los trucos de interrupción que recuerdo ahora mismo son los siguientes: a) Intervenciones del presentador en vídeo y desde la pantalla. b) Parón general para que el elenco al completo se marque un baile (ver foto de arriba del todo). c) Desafío rapero. d) Desplazamientos al proscenio, con cambio de registro interpretativo incluido, para hablar con el redactor del reality. e) Abrupto abandono del realismo en un par de escenas en las que los intérpretes adoptan poses de ballet clásico (brazos sobre la cabeza) y entra una música clásico-romántica que hace trizas la actitud previa del espectador. Me pareció primero un lied de Schubert, pero me aseguran que todo es Beethoven temprano (incluido este dúo vocal acompañado por trío con piano del que no había oído hablar ni siquiera en mi precedente vida como músico).
Esto es, sin duda, lo más relevante de la función. Lo que la salva, lo que la hace amena, fluida, asimilable.
4.- Elenco compacto de excelentes actores y actrices. Se ha repetido muchas veces, pero quizá hay que repetir otra vez que no se trata de una actividad didáctica. Esto no es la función de una escuela de interpretación para jóvenes. Es una función tan profesional como Buena gente (recién estrenada por la Forqué en el Rialto y de la que ya les hablaré). Dicho esto, lo más sorprendente es, quizá, la homogeneidad del excelente nivel. Casi siempre hay altibajos en una función con tanta gente en escena, pero aquí no descartaría a nadie. Hay alguien -el cámara- que sufre el que, modestamente, denominaría único error de dirección de la pieza: el personaje se ha enfocado como suele hacerse con el gracioso del teatro clásico: exagerado, único personaje de carácter en un plantel realista. Arranca alguna risa, pero creo que bien merecía hacer el intento en el mismo plano realista del resto. La culpa no es suya.
Álex Villazán (Romeo) y Sara Sierra (Juli) dibujan una bonita pareja de ingenuos en medio de un paisaje intereses, frivolidad y falta de escrúpulos. Él, un poco sorprendido por esto que le está ocurriendo: transmite toda la ternura del muchachito guapo que renuncia a sí mismo por amor. Ella se coloca en el extremo menos ordinario de la gradación de ordinariez Juli-Merche-Capu. Casi diría que cuando más me gustó es cuando la Capu la maltrata. Las otras dos (Ana Cañas y Ana Escriu) están estupendas en esos dos escalones. Merche tiene algún atisbo de modales. La Capu es poligonera sin remisión. Las pondría a las tres de brujas de Macbeth, y seguro que darían miedo. Teval es el malo malísimo, quizá el personaje más plano. Tiene más matices Benvo, el musculitos que sabe sufrir por los amigos, trasunto de Benvolio hasta en el nombre, y muy bien encarnado por Pablo Béjar. Tiene el físico exacto para el papel, y borda esas caras de tipo básico capaz de seguir sus básicas convicciones hasta donde haga falta. Raúl Pulido acierta también con el estereotipo de Balta: adherido a un grupo sin el que no sería nada, un poco rastrero, mindundi de carácter endeble. Seguramente, el más frágil, como aquel perrillo de los dibujos animados que bailoteaba siempre alrededor de su adorado amigote, mandón y grande. El equivalente en el otro clan, Sam, es Jesús Lavi: más chulito, más repeinado, más violento. Estaba estupendo en El señor de las moscas y está bien aquí, en un papel más modesto. Alberto Novillo es el joven asentado en el sistema, culto, consciente de lo que está ocurriendo. Un papel incómodo -porque puede uno quedar como el único aburrido- del que sale airoso. Me dejo para el final a Enrique Cervantes. Ya me gustó mucho en La cena del rey Baltasar (un invento en las mismísimas antípodas) y me ha gustado mucho aquí. Pregunté a la salida a mi Detector Infalible (tiene once años) "¿Qué personaje te ha gustado más?" y respondió "Floro". Zas, infalible.
Lo dicho: lo más sorprendente de la función es el excelente nivel de conjunto de los actores y actrices. Sin olvidar el papel mudo de la ayudante de cámara, que creo que es Estibaliz Racionero, y a la que no le hace falta hablar para clavarlo.
Tienen unos vídeos muy resultones, que simulan ser los de promoción del programa de televisión y presentan a los personajes, en este enlace.
Última mención -breve, que si no, no publicaré esto nunca- para el vestuario (me encantó el atuendo de fiesta de Merche) y la escenografía (con unos cajones móviles lejanamente emparentados con los de Medida por medida de Donnellan) de Silvia de Marta.
2.- La telerrealidad maloliente. Hace mucho tiempo que cambiar la ambientación de las historias se convirtió en un procedimiento familiar. Digo adrede "ambientación". En ocasiones -es muy habitual en la ópera y el teatro clásico- no se cambia ni una coma ni una nota, pero resulta que Così fan tutte transcurre en Miami. No tengo muy claro si esas operaciones agregan mucho. Quizá lo único que hacen es aportar variedad a la existencia del espectador que verá varias docenas de Traviatas en su vida (y a las de escenógrafos y figurinistas, no hace falta ni decirlo), y ya es algo. Pero oímos a menudo que transplantarlas visualmente a nuestra época viene a subrayar que los temas, las tramas y las eventuales moralejas son de completa actualidad, y que ahora sigue habiendo Medeas y Tartufos y enemigos del pueblo. A mí me parece que el espectador ya se da cuenta solito de todo eso, sin necesidad de subrayar conceptos ni de poner minifalda a las actrices. Hasta en una función superlativa como el MBIG de Martret era superflua la ubicación en una gran corporación. Afortunadamente, el texto original no se tocaba en ese sentido y, al menos, la operación sirvió para ampliar el papel de la gran Inma Cuevas. Pero Shakespeare no era más por eso.
Montero, Villazán, Cañas y Pulido. |
De la telerrealidad, no creo que vaya a decirles nada que no sepan. Es un ámbito tan desaforado, de despropósitos tan estentóreos que -en sustitución del circo de la mujer barbuda o del grand guignol- se ha convertido en el lugar donde todo puede pasar. Con una diferencia ética mayúscula respecto a los precedentes: ya no es un espectáculo, y por tanto una simulación, sino la retransmisión de vidas reales. Vidas completamente mediatizadas por la búsqueda del espectáculo, dirán ustedes. Vale, pero no por eso menos vidas reales de pobres desgraciados reales manejados como títeres por manipuladores visibles -en plató- e invisibles -en despachos, cabinas de realización y salas de redacción-. Estos manipuladores esgrimen diversas coartadas para disimular la degeneración moral que su actividad representa. La favorita es la demanda del público. El público somos usted y yo. Pero no se deje engañar. Las culpas también se reparten de forma alícuota en este ámbito. ¿No le han dicho que la culpa de la crisis la tenemos los ciudadanos? Pues el mismo fondo de sentido común que nos avisa de que la culpa de la jubilada del tercero y del consejero delegado de Goldman Sachs no puede ser la misma nos susurra también que el mantenimiento de tal cantidad de mugre en las ondas no puede atribuirse en igual medida a esa misma jubilada que aprieta el botón del mando a distancia y a la panda de buitres carroñeros con las plumas del cuello llenas de sangre que se lucran, en diversos modos, con este escaparate de las bajezas humanas. Y conste que cuando digo bajezas no me refiero tanto al comportamiento de los hámsters objeto de comentario, sino a los procesos de descuartizamiento de los pobres bichos y a la paralela degradación de nuestro sentido moral, pobres espectadores.
Ana Cañas como Merche |
3.- El texto exige voces, carreras, hormonas a chorro, pero todo esto se ha controlado para evitar el nivel de saturación. Sería muy ilustrativo -una especie de clase práctica del curso "percepción del teatro"- ver seguiditas La ola y Hey boy hey girl. En ambos casos, hay que empezar -y seguir- corriendo y gritando. Bueno, en el primero, no necesariamente. Se ha optado por eso, porque son jovenzuelos de instituto, aunque hubiera sido posible también que fueran jovenzuelos más modositos. Pero dejémoslo, y supongamos que, como el segundo exige, ambos textos exigieran un nivel intenso de ruido y movimiento. En La ola esto sigue así hasta el final, dos horas y media (en algún momento paran, por supuesto, permítanme que hable así para entendernos; quiero decir que casi no paran). Resultado: alcanzado el nivel de saturación en algún lugar del primer acto, el sistema perceptivo del espectador le devuelve la calma del único modo en que sabe hacerlo. Colocando una pared de corcho entre el fuero interno y el espectáculo de ahí enfrente. En otras palabras: al espectador le daría igual que se mataran, imagínense lo que le importa que se griten. En Hey boy la saturación está cuidadosamente orillada mediante el bien acreditado procedimiento de interrumpir el flujo narrativo (que esté bien acreditado no quiere decir, en absoluto, que sea fácil de arbitrar).
Los trucos de interrupción que recuerdo ahora mismo son los siguientes: a) Intervenciones del presentador en vídeo y desde la pantalla. b) Parón general para que el elenco al completo se marque un baile (ver foto de arriba del todo). c) Desafío rapero. d) Desplazamientos al proscenio, con cambio de registro interpretativo incluido, para hablar con el redactor del reality. e) Abrupto abandono del realismo en un par de escenas en las que los intérpretes adoptan poses de ballet clásico (brazos sobre la cabeza) y entra una música clásico-romántica que hace trizas la actitud previa del espectador. Me pareció primero un lied de Schubert, pero me aseguran que todo es Beethoven temprano (incluido este dúo vocal acompañado por trío con piano del que no había oído hablar ni siquiera en mi precedente vida como músico).
Esto es, sin duda, lo más relevante de la función. Lo que la salva, lo que la hace amena, fluida, asimilable.
Ana Escriu como la Capu |
Álex Villazán (Romeo) y Sara Sierra (Juli) dibujan una bonita pareja de ingenuos en medio de un paisaje intereses, frivolidad y falta de escrúpulos. Él, un poco sorprendido por esto que le está ocurriendo: transmite toda la ternura del muchachito guapo que renuncia a sí mismo por amor. Ella se coloca en el extremo menos ordinario de la gradación de ordinariez Juli-Merche-Capu. Casi diría que cuando más me gustó es cuando la Capu la maltrata. Las otras dos (Ana Cañas y Ana Escriu) están estupendas en esos dos escalones. Merche tiene algún atisbo de modales. La Capu es poligonera sin remisión. Las pondría a las tres de brujas de Macbeth, y seguro que darían miedo. Teval es el malo malísimo, quizá el personaje más plano. Tiene más matices Benvo, el musculitos que sabe sufrir por los amigos, trasunto de Benvolio hasta en el nombre, y muy bien encarnado por Pablo Béjar. Tiene el físico exacto para el papel, y borda esas caras de tipo básico capaz de seguir sus básicas convicciones hasta donde haga falta. Raúl Pulido acierta también con el estereotipo de Balta: adherido a un grupo sin el que no sería nada, un poco rastrero, mindundi de carácter endeble. Seguramente, el más frágil, como aquel perrillo de los dibujos animados que bailoteaba siempre alrededor de su adorado amigote, mandón y grande. El equivalente en el otro clan, Sam, es Jesús Lavi: más chulito, más repeinado, más violento. Estaba estupendo en El señor de las moscas y está bien aquí, en un papel más modesto. Alberto Novillo es el joven asentado en el sistema, culto, consciente de lo que está ocurriendo. Un papel incómodo -porque puede uno quedar como el único aburrido- del que sale airoso. Me dejo para el final a Enrique Cervantes. Ya me gustó mucho en La cena del rey Baltasar (un invento en las mismísimas antípodas) y me ha gustado mucho aquí. Pregunté a la salida a mi Detector Infalible (tiene once años) "¿Qué personaje te ha gustado más?" y respondió "Floro". Zas, infalible.
Lo dicho: lo más sorprendente de la función es el excelente nivel de conjunto de los actores y actrices. Sin olvidar el papel mudo de la ayudante de cámara, que creo que es Estibaliz Racionero, y a la que no le hace falta hablar para clavarlo.
Uno de los cajones de la escenografía |
Última mención -breve, que si no, no publicaré esto nunca- para el vestuario (me encantó el atuendo de fiesta de Merche) y la escenografía (con unos cajones móviles lejanamente emparentados con los de Medida por medida de Donnellan) de Silvia de Marta.
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