jueves, 12 de febrero de 2015

LA OLA

Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: Ignacio García May Director: Marc Montserrat Drukker Intérpretes: Javier Ballesteros, David Carrillo, Jimmy Castro, Carolina Herrera, Ignacio Jiménez, Helena Lanza, Xavi Mira y Alba Rivas Duración: 2.30' (20' de entreacto)
información práctica (el enlace no operativo puede significar que ya no está en cartel)

Imposible encontrar una foto que dé idea de la estupenda escenografía. Ballesteros, Jiménez, Rivas, Lanza, Castro, Herrera y Carrillo.


Drukker montó L'onada en catalán con notable éxito. Es una pieza militante. Intenta reproducir en escena el experimento que, allá por los sesenta, puso en marcha un profesor de instituto norteamericano. Es archisabido que este hombre, para explicar a sus alumnos lo que había sido el nazismo, se inventó un movimiento perfectamente vacío de contenido y con todos los ingredientes del fascismo: normas de vestimenta y gesticulación, eslóganes simples, conducta homogeneizada, jerarquización, sumisión... El sometimiento entusiasta de sus alumnos a tal organización esperpéntica superó con creces todas sus expectativas, y se cita a menudo desde entonces. He leído por ahí que ha dado lugar a varias películas, aunque solo he visto una, alemana y de 2008.



El texto de García May se pretende pegado a la realidad de lo ocurrido en aquel instituto. Y creo que ése es su error de partida. Antes de seguir, les advierto que las críticas oscilan entre la aprobación y el entusiasmo, pero que a mí me pareció un ladrillo de cuidado. Lo siento, pero para gustos se hicieron los colores. Paso a explicarme.

Como todo el mundo sabe, la realidad es mortalmente aburrida. Por eso inventó la humanidad a los novelistas, los dramaturgos y los guionistas. El ejemplo tópico es, desde hace un tiempo, Gran Hermano (el de la tele, no el de Orwell). La visión de lo que captan las cámaras en tiempo real dentro de esas jaulas para hámsters es perfectamente insoportable. La de los resúmenes guionizados y editados también, dirán ustedes, pero por motivos muy distintos: motivos de contenidos, no formales. Diré más: una de las causas del indiscutible éxito es la gran habilidad con que se realizan esas guionizaciones, esa conversión de la realidad en narración. Lo de García May ha funcionado exactamente al contrario. Sin duda, los resultados del experimento de Ron Jones son estremecedores. No estoy hablando de eso, sino de sus posibilidades dramatúrgicas. Resulta que, si los hechos fueron los que García May expone, no tienen interés dramatúrgico suficiente. Sin ir más lejos, en la película que les decía que he visto (Die Welle), pasan, desde luego, más cosas que en el escenario del Valle-Inclán. Probablemente, muchas de ellas añadidas por los guionistas, pero indispensables para producir interés. Sólo un dato: la trama supuestamente cada vez más tensa se estira en escena durante dos horas y media sin que aboque a un solo acto de violencia física. En mi modesta opinión, la historia está pidiendo a gritos, a partir de un determinado momento, que le rompan las piernas a alguien. O al menos la cara. Repito: no estoy hablando del experimento real ni restando un ápice de importancia a lo que allí ocurrió. Pero lo que ocurre en el escenario parece una cosilla de muchachos de instituto que ni va ni viene. Entre otras cosas, porque hoy en día pasan cosas bastante más horrorosas. Por ejemplo, que dos adolescentes maten a otro de una paliza (Tafalla, ayer).


Siendo el fundamental, no es ése el único error del texto. Además, las cosas se repiten un número innecesario de veces. El retrato de los caracteres de los muchachos es redundante, los pasos en el progreso hacia el comportamiento fascista van mucho más lentos que la comprensión del espectador (de un espectador que, para más Inri, sabe perfectamente hacia dónde va la historia, porque si no ha visto la peli se lo han contado en el programa de mano), los detalles se alargan sin motivo (un solo ejemplo: ¿para qué tiene que mencionar tantos títulos la chica encargada de seleccionar las lecturas de sus correligionarios? ¿no bastaba con decir tres o cuatro?). Tengo una hipótesis. Creo que García May y Drukker están tan subyugados por esta historia -no es para menos-, tan obsesionados por contarnos sus detalles, que no han tenido valor para esgrimir con contundencia las tijeras de podar. Ojo: para contarlo todo en detalle, se escribe un ensayo o un libro de historia, no se monta un espectáculo. ¿Quieren un ejemplo óptimo de unas eficaces tijeras de podar en un ejercicio aún más literal que La ola? Ruz-Bárcenas. Pero, claro: duraba cincuenta y cinco minutos.


Yo creo que el texto no tenía mucha remisión, pero el director ni siquiera ha intentado redimirlo. Todos corren y gritan desde el primer momento. "Es una clase de instituto, los jóvenes corren y gritan", respondería el acusado. Sí, pero resulta que luego tienen que seguir gritando, no sólo porque son jóvenes, sino porque son ya jóvenes y fascistas, y dos hora y media de un elenco que grita terminan anestesiando las facultades perceptivas de cualquiera. También el profesor (Xavi Mira) grita desde el principio. Primero, porque se tiene que imponer a la clase. Después, ya por motivos que cada vez nos importan menos. Siempre les digo lo mismo, pero no deja de sorprenderme que éste sea, con diferencia, el error más frecuente en escena. El famoso Aurorita hija, que todavía no ha pasado nada. Hay en cartelera ahora mismo una función, Hey boy hey girl, en la que también tiene que haber bastante bronca desde el principio, por el carácter de la historia. Pero su director ha comprendido que, para permitir la digestión de los gritos, era imprescindible establecer pausas, respiros, cesuras que interrumpieran el flujo de intensidad.  



Esto no ocurre en La ola. El efecto de anestesia es tal que, en el clímax (?) final, el director se ve obligado a hacer repetir un número grotesco de veces lo que la Falange llamaba gritos de ordenanza (convertidos aquí en Comunidad, Disciplina, Acción), supongo que para intentar hacer mella en unos espectadores que ya han sufrido una ración estomagante de gritos. Ya a nadie le importa que lo griten mil veces. Un momento antes, la que parece escena cumbre desaparece con los actores (y los dos televisores mudos que se convierten en protagonistas) a ras de suelo y pegados a la primera fila de espectadores: escondidos, en una palabra. El final no existe.

Una reflexión paralela. Escriban y monten una función contra la pederastia, la explotación sexual, la violencia de género, el fascismo o la homofobia. Háganla mal adrede. Apuesto a que les costará lo suyo obtener una crítica negativa. ¿Por qué? Verán, cuando Gombrich habla del arte primitivo y comenta la estrecha relacion entre la imagen y lo real (creo que era él, hace mil años que leí esto), desafía el complejo de superioridad de nuestra época planteando una cuestión. ¿Seríamos capaces de perforar con un alfiler los ojos de la fotografía de un ser querido? Al fin y al cabo no es más que un papel. Nos sigue costando distinguir la realidad de su representación. Y aquí ocurre lo mismo. Encontramos una dificultad enorme en separar la realidad (la repugnancia que el fascismo nos inspira) de su representación (una función mediocre).


En medio de todo esto, no me atrevería a decir que ninguno de los intérpretes sea malo. Pero brillar, lo que se dice brillar, no es que puedan hacerlo en este contexto. Quizá lo mejor sean Carolina Herrera, que recuerda a veces (y esto es un gran elogio que ya le ha hecho Vallejo) a Gracita Morales, e Ignacio Jiménez (a quien vi muy resultón en La cortesía de España de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico). Aconsejaría muy en serio a ambos que, en la era de Google, recuperaran los hábitos de la era Cifesa y se cambiaran el nombre, ahora que están a tiempo. En el mundo global es imposible llamarse Carolina Herrera. Es sólo una opinión, están en su perfecto derecho de seguir llamándose así. [Nota del 13 de marzo: Resulta que acabo de darme cuenta de que a Carolina Herrera -tiene narices olvidar ese nombre- ya la vi estupendísima en Nápoles millonaria. Y ya le recomendé entonces el cambio de nombre, mira que puedo llegar a ser pesado. En fin, lo que cuenta es que esta chica es buena]


Mención final para la escenografía de Jon Berrondo. Era muy difícil reflejar con tanta habilidad y talento todos los lugares en los que la acción debía o podía transcurrir. Es, con gran diferencia, lo mejor de la función. No encuentro fotos que la reflejen adecuadamente.
P.J.L. Domínguez
          

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ánimo, comente. Soy buen encajador.