Sala: La Pensión de las Pulgas Autor y director: Jordi Casanovas Intérpretes: José Luis Alcobendas, Markos Marín, Inge Martín y Olga Rodríguez Duración: 1.15'
(la función ya no está en cartel)
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Inge Martin. Desenfocado en primer término, José Luis Alcobendas. |
Durante semanas, marqué Un hombre con gafas de pasta en la cartelera de la Guía del Ocio. Durante semanas, pensé "voy la semana que viene". Decido ir y me entero después de que es la última función: tan crítico, tan bloguero, tan alto, tan guapo y tan rubio (quiten los últimos tres elementos, que están sólo por motivos de estilo)... y parezco idiota. Menos mal que a veces es como si hubiera orden en el cosmos y repiten en el Lara en unos meses. Ojalá. Si no la han visto, podrán verla entonces. ¿Mantendrá la fuerza que le daba con la proximidad, casi promiscuidad, de La Pensión de las Pulgas?
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Jordi Casanovas es un autor prolífico, pero una de dos: o he estado yo especialmente despistado con él o es una de las tantas víctimas de la distancia teatral entre Barcelona o Madrid (bueno, tan víctimas nosotros como él). Sólo le conocía Ruz-Bárcenas, una función que acredita un considerable talento dramatúrgico, pero en la que no metió pluma. Me explico: los textos son los recogidos por las actas de los encuentros entre juez y reo. Casanovas no escribió, se limitó a recortar y pegar. Así, siendo rigurosos, Un hombre con gafas de pasta es lo primero que veo con textos salidos de su impresora.
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Jordi Casanovas |
También lo ha dirigido él. Llevo una racha de autores-directores. Además de Casanovas, Román con Luciérnagas, Padilla con Haz clic aquí, Sanzol con La calma mágica, Miró con El principio de Arquímedes, Cair con Eva ha muerto (de la que ya les hablaré). Salga bien o mal, una función dirigida por su autor aporta siempre algo interesante: es un testimonio irrecusable de la intención que tuvo al escribirla. Yo diría que el rasgo más pronunciado de ésta, puesto de relieve por la puesta en escena, es el baile de géneros que se produce a medida que avanza. Al comienzo, parece una comedia. Aina (sin tilde, debe de ser un nombre catalán) es una chica dulce, sin mucho carácter, fácilmente influenciable. Como suele suceder, ha atraído a una pareja que lo pasa bomba dirigiéndole la vida. "Tienes que hacer tal", "no puedes hacer cual", "Aina chica, es que así la fastidias" (no son citas). Conozco bien el paño, porque tenía una tía idéntica. Qué digo, YO soy idéntico. Afortunadamente, en mi caso no han funcionado los mecanismos que atraen a los mangoneables hasta el alcance de los mangoneadores, y todos los que me rodean muerden en cuanto se les toca la autonomía. Mejor para ellos y para mí. En fin, que comprendo perfectamente a estas dos alimañas bienintencionadas que son Óscar y Laia. Que los comprenda no quiere decir que no los odie, claro. La misma noche en la que Aina se entera de que su novio se la pega, e inmediatamente después de que la abandone por teléfono, organizan una cena para animarla con un invitado estrella: el hombre de las gafas de pasta.
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Alcobendas, enfocado. |
Todo discurre al comienzo como en esas comedias francesas que ganan el Molière y vemos indefectiblemente traducidas en Madrid. La situación no puede ser más tópica, LA CENA es quizá el entorno social más representado en el teatro. Ahora mismo hay en cartelera dos funciones que tienen cena hasta en el título: La cena de los idiotas y La cena del rey Baltasar (maravillosa reposición en la Kubik), aunque el título así, a secas (La cena) ya se lo pilló Brisville. Y si tengo un rato luego, me miro la lista de las críticas en el blog y les extracto las que contienen cenorrio. En esto de comedia-francesa-con-cena-y-Molière por ahí sigue El nombre girando (creo). Y lo de Casanovas se dirige a toda vela hacia ese tipo de comedia hilarante y, en este caso, cruel: las caras de Aina (Inge Martín) a cada nueva embestida del tipo "sí mujer, para animarte" provocan la carcajada, por mucho que esta pobre chica esté siendo anímicamente descuartizada ante nuestras narices por la pareja de pajarracos y el invitado. El invitado es muy pedante, muy pagado de sí mismo, TAN-muy que el espectador sospecha que la comedia se encamina hacia alguna grotesca catástrofe que lo derribará del pedestal en el que vive subido para general goce y regodeo en alguna ridícula peripecia. El espectador sospecha mal. El invitado es TAN-muy que empieza a parecer raro, raro.
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La versión catalana |
Y hasta aquí puedo escribir. Porque el espectador empieza ahora a sospechar -sospecha mucho en esta función- que la cosa girará al drama. Y gira, y parece que gira hacia un dramita de asunto trillado y requetetrillado, y uno se dice "jopé, para esto tanto lío". Pero después, ¡ay después! Detalle por aquí, detalle por allá, "¿a dónde va esto?; ay Dios, pero ¿qué pasa?". Y va, y resulta ser la primera función que veo en mi vida que es capaz de simultanear -durante bastante rato- las risas y el mal rollo. Risas, risas. Mal rollo, mal rollo. ¿Cómo? Pues ya me gustaría a mí saber cómo hay que combinar un texto y una dirección para que el resultado sea ése, algo que constituye la característica, y el logro, más reseñable de la pieza. Lo lógico en el teatro es que una carcajada destroce cualquier efecto truculento. Aquí, no. Aquí, el respetable se ríe, pero, a la vez, está en un aire, porque la historia va teniendo muy, pero que muy mala pinta. A todo esto, los actores tienen interiorizadas las risas, no importan, siguen empujando la cosa hacia un fétido pantano cuyos miasmas terminan sofocándolas.
¿Les ha parecido un trabalenguas? No me extraña, pero me agradecerán no haber sido más explícito cuando la vean en el Lara.
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Olga Rodríguez y Markos Marín. |
Creo que no hace falta decir nada más de la dirección, no se me ocurre nada que pudiera mejorarla. Sobre todo la dirección de actores, que es un primor. Ya les he dicho que Inge Martín consigue tumbar de risa con sus caras de estupor y sufrimiento, una habilidad sofisticada. Olga Rodríguez está perfectamente pajarraca, aguilucha chupa-auras. Habremos visto docenas de tipas de éstas ejerciendo su ascendiente sobre incautas presas tan desprotegidas como su amiga Aina y su marido. El marido es Markos Marín, que comienza en ese registro bobalicón que tan bien le sale y que ya usaba, con menor intensidad, en Maribel y la extraña familia, y al que le toca después un cambio radical de tono que resuelve con convicción. José Luis Alcobendas, excelente: primero debe estar repelente, y está tan repelente que el personaje provoca vergüenza ajena; después hace creíble la evolución hacia el horror a pesar, como decíamos, de las carcajadas entreveradas. Bien es cierto, como decíamos también, que apoyado en la consistente base del texto, la dirección y los compañeros. Una cosilla más: si van al Lara a ver la reposición -creo que estará a partir de enero, pero no me hagan mucho caso: he comenzado esta crítica confesando mis limitaciones en el control de la cartelera- fíjense también en cómo se ajustan los físicos de los cuatro actores a los cuatro personajes: como guantes.
Después de las muy logradas Verónica, Sótano y Un hombre con gafas de pasta, mis ideas sobre la (im)posibilidad de provocar horror en un teatro están cambiando a marchas forzadas.
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