miércoles, 13 de marzo de 2013

TRANSICIÓN


Sala: Teatro María Guerrero Autores: Alfonso Plou y Julio Salvatierra Directores: Carlos Martín y Santiago Sánchez Intérpretes: Elvira Cuadrupani, José Luis Esteban, Balbino Lacosta, Álvaro Lavín, Carlos Lorenzo, Eva Martín, Antonio Valero y Eugenio Villota Duración: 1.30'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Me temía lo peor. Dos autores (vivos, los muertos dan menos problemas), dos directores, tres compañías (Teatro del TempleL'Om ImprebísTeatro Meridional). Si nunca han estado en las tripas de un montaje, deben saber que son exactamente como salen en las películas: nervios, egos de artista por todas partes, cansancio acumulado, líos de faldas, de pantalones y de todo lo que se les ocurra. Al fin y al cabo, los que hacen las películas son también autores, directores y actores, así que saben de lo que hablan. ¿Se imaginan el nivel explosivo de una coctelera con tres compañías trabajando juntas? 

No es Einstein, es
Ricardo Joven
De Teatro Meridional no he visto nada, a veces me ocurren esas cosas (como con esa película que pasan mil veces en la tele y se encuentra uno siempre empezada). Me volví chino para ver Romeo, y se me terminó escapando. De L'Om Imprebis, un Calígula horroroso sin paliativos. Y de Teatro del Temple varias cosas, todas buenas: Sonetos de amor, Luces de Bohemia, Yo mono libre, Einstein y el dodo... Estas dos últimas por Ricardo Joven, un pedazo de actor que anda ahora girando con La loba del Centro Dramático Nacional. Pero, sobre todo, la estupefaciente, redonda y desternillante Ventajas de viajar en tren o 1080 maneras de comer mierda, que estoy deseando que resucite para ir corriendo a repetir. En cualquier caso, y volviendo al hilo, meter a todos estos en un saco, agitarlo, y esperar a ver qué salía era un ejercicio arriesgado. Ernesto Caballero, el director del CDN, tiene su buena parte de mérito en la apuesta.

Rápido, léanselo.
Algo de todas estas cucharas en el mismo plato se aprecia en una función en la que el tono va cambiando radicalmente de una a otra escena: plató de televisión, clínica geriátrica, farsa desparramada, lirismo musical retro... Hay de todo. No falta prácticamente un sólo tópico, un sólo asunto importante o simbólico de la transición. Así descrito (batiburrillo de géneros, amontonamiento de asuntos, despliegue musical y videográfico) cualquiera esperaría que el resultado fuera un amasijo infumable, ¿no? Pues no. Resulta que va, y casa. Lo cuenta todo, y lo cuenta bien. Desde este punto de vista, parece la función ideal para llevarse al sobrino de veinte a que aprenda. Pero tampoco hay el menor asomo de didactismo, y funciona tanto histórica, como teatralmente. En cuanto a lo primero, apostaría a que los autores se han nutrido de lo mejorcito que se ha escrito sobre la época: Anatomía de un instante de Javier Cercas, algo que, si no han leído, deben correr a comprarse. 


El ensayo de Cercas expone en un relato coherente cómo y por qué llevó a cabo Suárez la inmensa tarea a la que universalmente se le auguraba el fracaso. Pero vivimos en un país al que le gusta mucho más fijarse en los aspectos resbaladizos, y claro que el personaje los tenía en abundancia. Me remito otra vez a Cercas: ¿Quién podía acabar con un totalitarismo de derechas más que un traidor salido del mismo régimen? ¿Lo hubiera podido hacer sin el concurso de un traidor al totalitarismo de izquierdas, o sea, Carrillo? ¿Alguna otra pareja tenía más posibilidades de protagonizar la apostasía de las respectivas iglesias y la reconciliación? Quede claro, por si acaso, que ni comulgo con la ideología del expresidente, ni me trago los cuentecillos acaramelados sobre nuestra transición y sus consecuencias. Pero en cualquier país normal Suárez tendría una plaza en cada pueblo. Y Carrillo en, pongamos, uno de cada tres pueblos.

Balbino Lacosta
Aparte de esta visión histórica bien enfocada, la función se va revelando, conforme avanza, como un artefacto capaz de integrar todos esos elementos heterogéneos. Ni sobran estilos interpretativos, ni sobra información. Y, además, destila humanidad y enternece. Los actores van saltando de uno a otro registro -y de uno a otro papel, porque todos menos el protagonista hacen varios- con admirable juego de cintura: son empleados de un canal de televisión, Torcuato Fernández-Miranda, médicos, Carrillo, los reyes (los borbones digo, no los magos)... y hasta el Cid, cuando hace falta. Si me pongo a hablar de cada uno nos da Pascua florida, pero no puedo dejar de mencionar a Balbino Lacosta, que con Transición me confirma como fan, y que no da una mal dada. Ahí les he puesto una foto.




Y nos falta Antonio Valero, protagonista absoluto, poco importa si como Adolfo Suárez o como un bedel del congreso que cree serlo. Es impresionante cómo dice las cosas este hombre, la dicción propiamente dicha, la prosodia. Da gusto oírle hablar. Y moverse: como un hombre joven y sano, o como un anciano desorientado. Le toca hacer muchas cosas en la función (incluso cantar), pero los fragmentos de los discursos reales de Suárez, que se han seleccionado con enorme acierto, son quizá lo más impactante (o lo que más me impactó a mí). El espesor que han sumado desde entonces -y recuerdo perfectamente la rechifla con la que se recibían- sorprende mucho más así de bien dichos, que simplemente leídos. Les comentaba el otro día en la crítica de La ceremonia de la confusión que no es ninguna casualidad que los años de la transición estén apareciendo en distintos escenarios en el mismo momento. Vayan a ver esto, y comparen estas cosas que dice Suárez-Valero con las que suelta (las pocas veces que suelta algo) su sucesor en ejercicio. Y me cuentan luego si no entienden esta necesidad de mirar atrás.
P.J.L. Domínguez
           


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