Duración: 1.25'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la obra ya no está en cartel)
José Martret y Jorge Calvo
¿Ve a estos dos señores con barba de la foto? Son las huérfanas. No se precipite en sacar conclusiones. Le aseguro que a los dos minutos de iniciada la función, estará viendo una pareja de huérfanas detrás (¿o debería decir dentro?) de estos dos tordos.
Sarah Bernhardt, Blanca Portillo y Margarita Xirgu como Hamlet, príncipe de Dinamarca
Y también varios montajes de, al menos, dos piezas que ya es tradicional encontrarse hechas por hombres: Las criadas de Genet y Orquesta de señoritas de Anouilh. De la primera, una de Manuel Dueso en La Abadía, que no vi, y el tierno juguete Las criadillas de Genet de José Antonio Ortega, en la Escalera de Jacob. Y de la segunda, una versión de Juan Carlos Pérez de la Fuente (con el espléndido Emilio Gavira de la foto de arriba) y otra de Alberto Magallares, más íntima y más redonda, representada en el Muñoz Seca, que le va a la función como un guante.
A la izquierda Isaac Alcayde y Oriol Genís en Las criadas;a la derecha, Julián Ortega y Chema Rodríguez en Las criadillas de Genet. Amplíen para ver mejor, que maquetar con blogger es morir.
En todos los casos, el travestí -como se llamaba tradicionalmente a la operación- añade algo. No creo que se pueda explicar racionalmente toda la extensión de ese añadido. Por una parte, el comportamiento y el repertorio gestual que asociamos con uno y otro género son en su mayor parte adquisiciones culturales, pero están tan arraigados en nuestro cerebro que los percibimos como naturales. El balón es redondo, la rosa roja, el hombre se comporta así, la mujer asá. Con el travestí, es como si viéramos un balón cuadrado, una contradicción en los términos, que pone ante nuestros ojos la evidencia de que tales comportamientos son convencionales, y no atributos naturales. Pero hay más. Algo que resulta evidente cuando, en el montaje de la Pimenta, Rosaura interpela a Segismundo pidiéndole:
Mujer, vengo a persuadirte
el remedio de mi honra,
y varón, vengo a
alentarte
a que cobres tu corona.
Mujer, vengo a enternecerte
cuando
a tus plantas me ponga,
y varón, vengo a servirte
cuando a tus gentes
socorra.
Mujer, vengo a que me valgas
en mi agravio y mi congoja,
y
varón, vengo a valerte
con mi acero y mi persona.
Y así piensa que si
hoy
como a mujer me enamoras,
como varón te daré
la muerte en defensa
honrosa
de mi honor; porque he de ser,
en su conquista, amorosa,
mujer para darte quejas,
varón para ganar honras.
Esta mujer habla desde sus facetas masculina y femenina a un personaje-hombre interpretado por una actriz-mujer, creando así un juego de espejos de rebote infinito por el que lo que terminamos percibiendo es que hombres y mujeres son, sobre todo, personas. Estamos tan acostumbrados a percibirlos y juzgarlos como especies distintas que nos cuesta asimilar que, en lo fundamental, son lo mismo. Seguramente, aquí no acaba el cuento del espesor que los entrecruzamientos de sexo y género pueden agregar al teatro, pero no estoy ahora mismo para más.
Ese espesor añadido es evidente en Las huérfanas, cuyo primer minuto arranca con el súmmum de lo más tiernamente fenemino: dos cándidas niñitas. Representadas por dos señores de barba y pelo en pecho. Créanme, la interpretación está tan lograda que el contraste entre ambos extremos no hace sino acentuar la sensación de desvalimiento de la escena: una nena intentando hacer más llevadera a la otra su primera noche de orfanato. El texto de Albadalejo (lo tienen en la foto) recorre de cabo a rabo la vida de ambas, y también de cabo a rabo todo el arsenal de temas y estilemas del melodrama, la novela rosa, el serial radiofónico, los relatos de cómicos y escenarios, las historias con fantasma... Van a creer que avanzo en el camino del desequilibrio, pero a mí me pasaron por la cabeza Qué fue de Baby Jane, El cielo que nunca vi, las películas de Sara Montiel (esas tres o cuatro con guion idéntico y Varietés), Paracuellos (el cómic), Damas del teatro, Los renglones torcidos de Dios (y eso, ¿por qué?, no controlo mi subconsciente)... y, sobre todo, una novela de Paolo Limiti desconocida en España y que aconsejo a todos los seguidores del género: Bugiardo e incosciente (no confundir con la canción de Mina de idéntico título y letrista, que aquí cantó Serrat).
Los créditos no mencionan director, por lo que deduzco que estos dos se han dirigido a sí mismos, con más acierto del habitual en estos casos. Sólo tengo que decir que al segundo acto habría que recortarle extensión o darle espacio. La reducida habitación obliga a las actrices... -estoooo, perdón, a los actores quería decir- a estar un buen rato casi sin moverse, y cercena las posibilidades de gesticulación (que esto es melodrama) que el texto propicia. Sobre todo Calvo (que en la escena inicial no parece, sino que ES una niña), está ahí situado en un registro monocorde de señora sufrida que dura un pelín demasiado. Algo que no excluye que, en ese mismo acto, haya grandes aciertos de dirección: como que ambas se hablen constantemente como si se reflejaran en el espejo del tocador (espejo que en realidad es un marco vacío, y permite que todo el público situado alrededor los vea sin obstáculos). El primer acto y el tercero, en el orfanato y en el lecho del último hospital, no tienen pega. Al margen de ese mágico efecto que conseguirá convencerles de que tienen a dos señoras delante, se alcanza con creces el objetivo último de todo melodrama: conmover.
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