sábado, 23 de marzo de 2013

A CIELO ABIERTO

Sala: Teatro Español Autor: David Hare (versión J.M. Pou) Director: José Mª Pou Intérpretes: José María Pou, Nathalie Poza y Sergi Torrecilla Duración: 2.20' (30 minutos de entreacto)
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)



Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:


Hay cosas que gustarán a los seres humanos mientras el mundo exista. Nuestra sensibilidad está abierta a las mezclas de género (Return), al circo contemporáneo (Kooza), a la revitalización de los géneros ínfimos (La mirilla) o al más transgresor de los creadores. Eso sí, el teatro-teatro de siempre no deja nunca de atraparnos. A cielo abierto es texto convencional, intepretación convencional. 

Pero qué texto, y qué interpretación. Una pareja se enfrenta a sus divergencias políticas, sí, pero más que políticas: tienen visiones opuestas de la vida (esto recuerda mucho a Tal como éramos). Alrededor de ese núcleo narrativo se trenza la peripecia de los dos personajes presentes y de la definitivamente ausente: la batalla entre nuestros afectos y lo que la vida nos impone. O sea: una pieza sobre el amor, y sobre todo lo demás. Con aciertos supremos, como la escena final, que leída debe de parecer un estrambote arbitrario, pero cuyo rendimiento dramatúrgico en escena confirma y remacha la altura de la obra.


    Pou y Poza, en estado de gracia. El primero se dirige a sí mismo, cosa al alcance de pocos talentos. En mi función se llegó a aplaudir un parlamento de la segunda, algo infrecuente hoy en día. Sergi Torrecilla, muy bien. Son casi dos horas y media de disfrute ininterrumpido.

Y lo que no cabía allí (las frases en negrita son los enlaces entre ambos textos):


El teatro-teatro de siempre no deja nunca de atraparnos.  La idea de progreso científico transplantada de cuajo al arte ha producido graves daños en disciplinas como la pintura o la música "contemporáneas" (ambas prácticamente difuntas por ese motivo), pero también serios -y perfectamente gratuitos- problemas en mucha gente a la hora de percibir y disfrutar las formas y géneros del arte histórico. Como si uno no pudiera ser friki del manga y lector empedernido de Baroja. Lo cierto es que el arte no progresa hacia ninguna parte. Evoluciona, cambia sin cesar, pero lo nuevo no anula a lo viejo, como una teoría científica cancela a la anterior. Nuestra sensibilidad está hecha de múltiples capas, y esto es especialmente importante en el teatro, donde no hay una obra (como pueden ser el Doríforo o la catedral de Siena) sino una obra y su representación. 

Le bourgeois gentilhomme (2004)
de Le Poème Harmonique
(Foto de Marco Borggreve)
Tomemos un ejemplo: podemos ver El burgués gentilhombre en la versión arqueológica de Le poème Harmonique -que resucita su aspecto primigenio, con la música de Lully-, en versión tradicional con texto original -sin música, con vestuario de época e interpretación convencional- o despanzurrada, incluso con el texto vuelto del revés, si a cualquier creador de vanguardia se le ocurre hacerle la autopsia. Todas valen. Todas las podemos entender, porque nuestro bagaje incorpora todo lo que nuestra cultura ha aportado históricamente (y, desde hace un par de siglos, también lo que han aportado otras muchas culturas del planeta). Estoy, en el fondo, enmendando la plana a tanto maestrillo -los he conocido- que explican a sus alumnos que la tosca pintura medieval progresó cuando el renacimiento perfeccionó las técnicas de representación. O al amigo Adorno, que condenaba al círculo del infierno reservado a los reaccionarios a todo aquel que no compusiera siguiendo con fervor religioso la serie dodecafónica. Les estoy metiendo este rollo porque hace unos días pillé a alguien arrugando la naricilla al hablar de Deseo de Miguel del Arco, con ese prejuicio absurdo que eleva o rebaja la altura de una propuesta a priori, según se adscriba a tal o cual género. Y también para tranquilizarles: les puede gustar una revista de la estupendísima Norma Duval (si vuelve a hacer alguna, que ojalá) a la vez que les entusiasma el último delirio chino de la Liddell. No dejen que nadie les obligue a avergonzarse de su Duval personal, serán más modernos que nadie.

Les sugiero un ejercicio. Cojan la lista de obras de la Guía del Ocio en papel (o abran el desplegable de la web donde dice "obra / selecciona"). Repasen los títulos e intenten adjudicar género a cada uno. Aparte de que sufrirán serios tropiezos en la tarea (a ver quién es el guapo que le pone etiqueta a Donde mira el ruiseñor cuando cruje una rama) comprobarán que hay rigurosamente de todo. Pues bien, esa etiqueta no sirve rigurosamente de nada para deducir la calidad de lo que esconde. A cielo abierto no puede ser más convencional, pero esto no le quita ni un miligramo de su valor.

Esto recuerda mucho a Tal como éramos. Pues sí. Bastante. Por si me lee algún jovenzuelo, le recomiendo la peli (The way we were, Sidney Pollack, 1973). En ambos relatos, una pareja que obviamente se quiere se enfrenta a enormes obstáculos derivados de la visión de la vida que cada uno tiene. Diríamos, apresuradamente, que profesan opiniones políticas divergentes. Pero al hablar tanto de una como de la otra historia, la palabra "política" adquiere una dimensión mucho más profunda que la que le otorgamos en el lenguaje cotidiano. No es que voten a partidos distintos, sino que su forma de estar en el mundo es radicalmente opuesta. La grandeza del texto de Hare estriba en que entendemos a ambos, claro está, pero también en su habilidad al trenzar la peripecia concreta que los ha conducido a la relación, y en el dibujo de un personaje ausente, pero de peso: la difunta esposa.

En mi función se llegó a aplaudir un parlamento de la segunda, algo infrecuente hoy en día. Yo diría que se  aplaudió por dos motivos: por la estupenda y emotiva interpretación de Nathalie Poza y por el mensaje. Esto se ha hecho en el teatro durante siglos (por uno y otro motivo), y se hace en otros países con más frecuencia que aquí, donde parece que hemos perdido completamente la capacidad para el aplauso, el pateo, el silbido, etc., cohibidos por la liturgia de la comunicación con las musas. Pero me gustaría señalar que, desde hace un par de años, oigo aplaudir en mitad de la representación en los lugares más insospechados (como la Zarzuela, el Valle-Inclán o el Español) en cuanto el discurso roza la cuestión social, por decirlo finamente. Alguien debería prestar atención: el teatro es un termómetro infalible del estado de ánimo de los pueblos desde, al menos, los griegos.

En fin, merece la pena pasarse a verla y medir, como decía en la crítica de la Guía, lo que supone que Pou haya sido capaz de lograr una interpretación de esta altura dirigiéndose a sí mismo (y no me hagan recordar un batacazo reciente de alguien que intentó lo mismo).
P.J.L. Domínguez
           

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