Sala: Teatro Valle-Inclán Autor y director: Juan Mayorga Intérpretes: Elena Rayos, César Sarachu y Daniel Albaladejo Duración: 1.40'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)
Elena Rayos, César Sarachu y Daniel Albaladejo |
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:
Es frecuente
encontrar textos dirigidos por sus autores. Más raro, que ambas tareas –escribir
y dirigir- se desempeñen con igual excelencia. Eso ocurre en Reikiavik, donde Mayorga da una lección exhaustiva
de sabiduría teatral.
Sabiduría
destila el texto, en todos sus aspectos. En su compleja pero diáfana
construcción, que multiplica los planos narrativos sin confusión. En el
cuidadoso regateo a los géneros que lo acechan. En la incorporación de un
tercer personaje: apenas habla, pero es fundamental en la dramaturgia. En la
osadía de una escritura –que multiplica personajes y atmósferas- para cuyo
montaje el Mayorga escritor sólo ha confiado en el Mayorga director, con buen
criterio.
Porque
sabiduría destila también la dirección. En la inmejorable elección de los tres
intérpretes y en la asignación de caracteres; de registro y tono. En la opción
de reducir a lo esencial la escenografía. En el espacio ocupado con coreografía
impecable. En la trabazón perfecta de las escenas.
Rayos hace
exactamente lo que debe: sostener la función desde un lugar entre fuera y
dentro. Albaladejo y Sarachu son dos prodigios, hay que verlos. Me quedo con la
mujer que el segundo encarna. Apenas un fogonazo, pero qué milagro que, de
pronto, se convierta en una figurilla frágil y traslúcida.
Y lo que no cabía allí:
(las negritas enlazan ambos textos)
(las negritas enlazan ambos textos)
Planos narrativos sin confusión. Vemos a dos hombres en un parque, obsesionados por recrear una y otra vez partidas de Fischer y Spassky en Reikiavik. Vemos las
partidas que recrean. Las idas y venidas entre uno y otro
plano no producen la menor dificultad de comprensión. Hay algún brevísimo salto
a un tercer plano, que es el de la explicación del porqué hacen esto. Brevísimo, pero no por ello menos relevante. Hacen
todo esto –ya lo dije en la crítica correspondiente- por lo mismo que nos
cuenta el protagonista de El minuto del payaso, por lo mismo que nos cantan los de Cabaret (que vi anoche): para dejar la vida olvidada ahí fuera. Fuera del
parque, en este caso. Con una diferencia: los personajes de esas dos funciones
trabajan para que otros olviden sus vidas, trabajan en el circo, en
el cabaré. Estos sudan para olvidar las propias. Para olvidarse incluso
de sí mismos, como en el cuento Non
voglio più essere quello che sono de Papini. Un lugar común (y común no
quiere decir falto de interés, es uno de los temas de nuestro tiempo, vean las
drogas y los avatares) enredado en tal madeja de temas mayúsculos entretejidos que
un amigo me decía ayer “vaya cabeza tiene
este hombre” (“este hombre” es Mayorga).
Vista de Reikiavik, foto de Diego Delso.
El ajedrez como metáfora del mundo y la vida, la representación (las dos: la ficción dentro de la ficción que los personajes interpretan para sí y para el niño, y la ficción primaria que los actores interpretan para nosotros) como metáfora de la vida, el mundo como escenario (en el escenario del Valle-Inclán, en el parque, en el pabellón deportivo de Reikiavik), el teatro (el arte) como alternativa a la vida. Tranquilos, no me pierdan la respiración. La cabeza de “este hombre” hace que todo esto se metabolice sin sentir, como las tostadas de mi infancia. El paquete, que leí durante miles de mañanas, decía “por efecto de la diastasa el almidón se dextrina, por lo que su estómago lo tolerará sin el menor esfuerzo por recibirlo predigerido”. Mayorga es la diastasa de este multiforme y formidable almidón. En la relación de altibajos que mis habituales saben que mantengo con su obra (pinchen el tag de la columna derecha) Reikiavik es un subidón difícilmente superable.
Tercer personaje. Si aún no la han visto y van, pongan
atención. El niño, que pasaba por ahí y que Waterloo pesca casi a lazo, es la
clave de bóveda, que no les despiste. Respecto a la narración, funciona como pretexto para poder darnos la información de que
Waterloo está gravemente enfermo (lo quiere pescar
porque necesita un heredero que asuma su papel en estas peculiares
representaciones). Respecto a la construcción dramatúrgica, permite
explicaciones –pocas, breves y efectivas; Mayorga no se ha perdido en manuales
de instrucciones- sobre lo que está ocurriendo. Alguna indicación sobre las
reglas del juego que estos dos practican. Hasta aquí, lo fácil de decir. Lo difícil
de decir es que la presencia constante del niño modifica la impostación de
los otros dos personajes. No actúan para nosotros, sino para él. En fin, no sé
explicarlo mejor, pero ese niño ahí es crucial para que la función sea como es.
Está dentro (del juego de ambos) y fuera (con nosotros); es uno de nosotros,
progresivamente absorbido, como nosotros, por ese mundo dentro del mundo. Por
poco que nos interesen los alfiles, terminamos comprendiendo que aquí no se
habla de ajedrez, que algo de las vidas de todos está en juego. El niño es Elena Rayos (la de la foto), pero tampoco se me asusten por esto, no parece la típica chica joven haciendo de niño. Otra cosa. No sé muy bién qué, pero parece otra cosa. A ratos, una espectadora que se ha bajado al escenario para cuestionar de cerca a estos tipos.
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Multiplica personajes y atmósferas. Además de Reikiaivik (la sala donde
juegan, los respectivos hoteles), vemos otros ámbitos, suenan otras voces que
preceden o rodean a las partidas: la vida anterior de Fischer, la de Spassky,
la madre de uno, la mujer del otro, los asesores de éste, los asesores de aquél, la Unión Soviética de Brézhnev (y aquí nos damos cuenta de que Famélica es un curioso reverso bufo de algunas partes de Reikiavik), los EE.UU. de Kissinger… Esto es un lío de narices que sólo es
comprensible –no se me asusten, es fácilmente
comprensible- por la claridad de escritura, la habilidad de dirección y la
prodigiosa interpretación. Ya dije en la crítica en papel que Albaladejo y
Sarachu eran un prodigio, pero ahora que han pasado varios días desde que los vi,
lo repito con mayor convencimiento. Los artificios escénicos son casi nulos: la
utilería de personaje a la que echar mano para que sepamos cuándo hablan el
ajedrecista, el jesuita, el comisario político, el otro ajedrecista… se reduce
a un echarpe, una gorra, un sombrero, pero ellos echan a correr, cambian de sitio en el escenario y en relación al otro, y ya está. La primera mención a la mujer de Spassky
hace referencia a que era bailarina. Es el pretexto de Sarachu para colocar los
brazos en primera posición y repetir el gesto cada vez que ella vuelve a
encarnarse en él. Lo dicho: prodigioso.
P.J.L. Domínguez
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