domingo, 20 de noviembre de 2016

LA COCINA

Sala: Teatros Valle Inclán Autor: Arnold Wesker (versión de Sergio Peris-Mencheta) Director: Sergio Peris-Mencheta Intérpretes: Silvia Abascal, Roberto Álvarez, Fátima Baeza, Aitor Beltrán, Almudena Cid, Víctor Duplá, Patxi Freytez, Javivi Gil Valle, José Emilio Gimeno, Ricardo Gómez, Pepe Lorente, Óscar Martínez, Natalia Mateo, Xabier Murua, Diana Palazón, Paloma Porcel, Ignacio Rengel Lucena, Xenia Reguant, Nacho Rubio, Alejo Sauras, Marta Solaz, Romans Suárez-Pazos, Mario Tardón, Javier Tolosa, Carmen del Valle y Luis Zahera Duración: 2.20' 
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no esté en cartel)


Foto: MarcosGpunto
Espero que tengan aquí en breve el enlace a mi crítica en la Guía del Ocio. Entre tanto, el acostumbrado avance:

He mirado en el diccionario de sinónimos el término PROEZA. Me salen varios aplicables: HAZAÑA, GESTA, EPOPEYA, HEROICIDAD. Si me dan a leer el texto, juro que no se puede llevar a escena. Si me cuentan el resultado de la osadía, no me hago ni una lejana idea. La cocina no va a dejar ni un solo premio disponible para otros montajes.


SAQUEN ENTRADAS EN CUANTO LEAN ESTO. VAN A VOLAR, Y ME PARECE IMPROBABLE QUE SE PUEDA REPROGRAMAR UNA FUNCIÓN CON 26 PERSONAS EN ESCENA.

Hasta quien no aprecie la dramaturgia (desde luego, no es mi caso) saldrá atónito ante la impecable resolución técnica (de dirección, interpretativa, coreográfica, ¡de utilería!) de un problema que parece irresoluble. A mí me parecía irresoluble incluso cuando la resolución se estaba desarrollando ante mis ojos. No me lo podía creer. Nadie va a olvidar esta función.
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Escribí lo anterior a toda prisa a la mañana siguiente de verla, y acerté. Las entradas volaron, ya circula en twitter el hashtag #reposiciónlacocinaCDN. Pudo ser -al menos en parte, no voy a sobrevalorar mi influencia- una profecía autocumplida, porque la página tuvo más de dos mil entradas en un periquete. Después, publiqué la crítica en la Guía, se tituló PROEZA e iba acompañada de cinco estrellas. Ahí la tienen:
La cocina no es reto para pusilánimes. Leído, de­be de parecer a cualquiera una empresa impo­sible. La respuesta que Sergio Peris-Mencheta ha dado a este reto sobrepasa cualquier descripción. Si me lo contaran, no creo que fuera capaz siquiera de acercarme a imaginar lo que está sucediendo día tras día en el Valle-Inclán.
 Una proeza, un alarde de virtuosismo, un conflicto entre lo que los ojos dan por cierto y lo que la razón se resiste a proce­sar. Veintiséis intérpretes. Pero no veintiséis intér­pretes que se turnan en escenas sucesivas, sino una algarabía trepidante –una gran cocina a todo gas con los camareros y camareras vociferando pedidos y saliendo a servirlos– con la mayoría de ellos en escena durante prolongados períodos de tiempo. La labor de los utileros debe de ser otro es­pectáculo en sí misma.
Todo ese movimiento (el término se me queda cor­to) ha contado con la asesoría de Chevi Muraday. La inmejorable escenografía es de Curt Allen Wilmer. Pero los colaboradores imprescindibles eran estos veintiséis que podrán decir siempre “yo estuve en La cocina”. Un elenco admirable en el que nadie desentona, pero en el que sobresalen quizá –tanto por los papeles como por el derroche de talento– Xabier Murúa (muy bien secundado por Abascal y Lorente, novia y amigo) y Aitor Beltrán. Lástima no poder citarlos a todos.

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A continuación vino el pasmo, cuando vi otras críticas en papel (me da la sensación de que lo digital es prácticamente unánime en la alabanza). Los pasmos son de cada uno, y ya saben que los míos suelen referirse a pestiños infumables ensalzados entre nubes de incienso. Pues hala, al revés. Vallejo (El País) tres estrellas, García Garzón (ABC) tres estrellas. Villán (El Mundo), cuatro, menos mal. Ya saben que cuando me ocurren estas cosas no puedo evitar ponerme a buscar explicaciones a la divergencia ante lo que a mis antenas receptoras les parece clarísimo (que otra cosa es cuando se queda uno en el pantano a veces indefinible del aprobadillo). Y tengo una modesta hipótesis: La cocina parecerá una obra maestra a todo el que tenga una concepción del teatro como algo que supera con mucho a la suma de texto y actores. Déjenme ser más básico: la juzgarán una obra maestra todos los que veían en los montajes del desaparecido Pandur un alarde de dominio de los tiempos (muy por encima de lo puramente visual, que a veces parecía ser lo único que se veía) y no una frivolidad que dejaba el texto a la altura del barro (perdón, del vídeo, quería decir). Ojo, que con esto no estoy descalificando a nadie, ya que cada uno puede tener la idea del teatro que mejor le parezca, faltaría más. Pero a mí, que tan buen teatro me parece Reikiavik como Fausto, La cocina me parece la bomba. Si tiene un rato y le apetece leer por qué creo que ambos tipos de teatro son igualmente válidos, siga el enlace que le he puesto al Fausto.

Así estaban las cosas de la crítica cuando ayer (sábado 10 de diciembre) salío la de Ordóñez en Babelia, a la que sólo le falta pedir que pongan una plaza a Peris-Mencheta. Como esta vez besaría por donde escribe (ha usado incluso el término proeza, encontrar estas coincidiencias me reconforta siempre, debe de ser un núcleo de inseguridad que llevo escondido en alguna parte) me ahorra escribir un porrón de cosas para las que no he encontrado tiempo desde hace veinte días. Pero algo añadiré.
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Que yo recuerde, las lágrimas se me han saltado por motivos puramente estéticos -sin mezcla de cuestiones emocionales- tres veces. Una vez, al llegar al verbo principal de una frase de Proust que medía docenas de metros. Otra, con el arranque del Concierto para clave de Falla. La tercera, con el momento paroxístico de La cocina. No sé para qué les cuento estas cosas, porque terminarán sacándome coplillas; es verdad, estas cosas me pasan. Pero volvamos a La cocina: no fueron sólo lágrimas, me dio la risa histérica ante la divergencia entre lo que me decían la razón ("esto no puede hacerse") y los ojos ("lo están haciendo"). "Esto" eran los veintiséis intérpretes desarrollando la vida ante los espectadores estupefactos. La vida fingida, claro está. En la vida se improvisa, pero aquí cada movimiento debe estar milimetrado o el resultado sería un cataclismo. Semejante alarde coral es planteable en el cine, donde uno rueda fragmentos y los monta, pero esta cima del tiempo real debería quedar almacenada en nuestra retina y en la historia de nuestro teatro como determinados planos secuencia han quedado en la historia del cine (en esa lista falta uno de mis favoritos, el de la playa de Dunquerque en Expiación). Las pocas voces que me han llegado de quienes no han visto una gran función en La cocina reconocen -no hay más remedio- el gran resultado técnico. Hay que moverlos de un lado a otro, hay que conseguir que cada uno mime la actividad que realiza (pelan patatas, limpian pescado, fríen, cuelan, baten...  ¡sin comida!), hay que conseguir dirigir la atención del espectador hacia este gesto o hacia aquella frase, hay que utilizar cientos de objetos (la mayoría de las veces, evitando hacer ruido, para no distraer la atención del foco principal, cuando existe), hay que sacar y volver a meter esos objetos en sus lugares... Una locura.

¿Cómo ha sido posible? Pregunté cuánto habían ensayado. Me dijeron que lo habitual para las producciones del CDN. "Es imposible", respondí. Y me cuentan que el director llegó a los ensayos con una pila de papeles que lo contenían ya todo previamente decidido. Era la única manera. Pónganse a dirigir esto de otro modo y necesitarán seis meses de trabajo. [Después de escribir eso me doy cuenta de que Ordóñez dice "cinco meses de ensayos". Les dejo con mis mismas dudas] Todo esto supone un talento fuera de lo común para la abstracción espacial y narrativa. Me parece extraño que no lo vocifere todo el mundo. Algunos recordarán que hace tiempo tuve un rifirrafe con Peris-Mencheta, no debo de ser ser sospechoso de hacerle la pelota. Así que al César lo que es del César: La cocina tiene detrás un cerebro privilegiado. Asomaba la patita en Continuidad de los parques y en La puerta de al lado, pero esta vez hemos asistido a la conversión de alguien en indiscutible. Alguien a quien ni siquiera los futuros errores (también los cometen los indiscutibles, miren la racha de Del Arco antes de su recuperación) podrán arrebatar ese mérito.
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Salí pensando que habría quien reconocería, como decíamos, el alarde técnico, pero pondría pegas a una dramaturgia "débil". Niego la mayor. En primer lugar, porque es no ver la capacidad de construcción dramatúrgica de un hallazgo técnico estrepitoso. Lo del vídeo de Pandur, si me dejan seguir usando caricaturas. Más caricaturas, que tengo siempre el pavor de no explicarme lo suficiente (es el pavor del pelmazo): si yo cuento Caperucita Roja, pero -a mitad de narración- quemo un castillo de fuegos artificiales, ya no es Caperucita Roja, es algo distinto. Según cuándo y cómo ponga los fuegos, el resultado dramatúrgico será bueno o malo, pero es innegable que tendrán repercusión dramatúrgica. Pues eso. El frenesí de esta cocina no permite distinguir técnica / dramaturgia. Es un logro técnico de brutal repercusión dramatúrgica.

Pero diré más. La dramaturgia débil -no hay una línea narrativa tradicional que comience, se desarrolle y culmine- de Wesker lo es sólo en apariencia. Cierto que son retazos de vida, pero la potente caracterización psicológica de los personajes es la sólida urdimbre en la que se apoya la trama de los acontecimientos (más o menos débiles). Eso en lo que respecta al texto. Y en lo que toca a la puesta en escena, la sucesión de los berridos y la calma, del frenesí y los momentos de charla tranquila, ensoñación o (hay un par estupendos, Lili Marlen y el sirtaki) de deriva musical están perfectamente engarzados. Repito. Niego la mayor: no es un envoltorio ténico de lujo para una dramaturgia escasa. No.

Y añado. Una consideración histórica de relieve dramatúrgico. Vista hace diez años, esta comunidad de trabajadores provenientes de todos los rincones de una Europa desolada nos hubiera parecido sólo una reconstrucción de época. Ahora se ha convertido en una ominosa advertencia. Europa o el desastre, y todo parece indicar que será el desastre. Ese sustento dramático -en el sentido general del término- colabora al desarrollo dramático -en su sentido específico-.

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Me gustaría ponerme a comentar uno por uno el trabajo de los veintiséis, pero tengo el blog desatendido y no puedo dedicar más tiempo a esta entrada. Les copio (por si han sido perezosos y no han seguido el enlace) lo que dice Ordóñez (Dios mío, qué parasitismo):

"El elenco está perfectamente repartido y todos están fantásticos, pero ahora vuelven a mi memoria el alemán Peter (Xabier Murúa), un volcán a punto de estallar, quintaesencia del antihéroe angry, quizás el protagonista porque su malestar es más intenso, y Monique (Silvia Abascal, un esperado retorno), la francesa cortejada por Peter y por Gastón (Nacho Rubio), y la humanísima Bertha (Paloma Porcel), la cocinera judía, y el alegre y vivaz Mangolis (Ricardo Gómez). Y el achulado Max (Javier Tolosa) y el amargo Nicholas (Víctor Duplá). Y el veterano Frank (Patxi Freytez), para el que “de todo hace ya mucho tiempo”, y la recién llegada Violet (Xenia Reguant). Y la angélica pareja de reposteros, Ramone (Mario Tardón) y Paul (Javivi Gil Valle, nuestro Victor Buono, siempre con el corazón en la mano). Y el chef Robert (Roberto Álvarez), que lleva el timón y no pierde la calma. Y Marango (Luis Zahera), el dueño, la versión italiana del tío Gilito, incapaz de comprender lo que desean sus empleados".

Aquí los tienen:

Javier Tolosa (Max), Aitor Beltrán (Dimitris), Mario Beltrán (Tardone), Alejo Sauras (Kevin), Roberto Álvarez (Robert), Patxi Freytez (Frank), Javivi Gil (Paul), Ricardo Gómez (Mangolis), Nacho Rubio (Gaston), Ignacio Rengel (Winter), Carmen del Valle (Anne), Pepe Lorente (Hans), Xabier Murúa (Peter), Luis Zahera (Marango), Román Suárez Pazos (Bertrán), Víctor Duplá (Nicholas), Paloma Porcel (Bertga), José Emilio Gimeno (Michael), Óscar Martínez (Jack), Natalia Mateo (Cinthia), Almudena Cid (Molly), Diana Palazón (Gwen), Silvia Abascal (Monique), Marta Solaz (Daphne), Fátima Baeza (Hettie) y Xenia Reguant (Violet).

Sólo añadiré que Murúa me gustó mucho en Los buitres, una función chiquita pero matona que, por alguna de esas extrañas leyes que rigen el recuerdo, me viene a la memoria una y otra vez. Quizá tenga que mencionarla mañana otra vez, si cuelgo de una vez la crítica de La noche de las tríbadas.
P.J.L. Domínguez
          

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