domingo, 1 de febrero de 2015

SMILEY

Sala: Teatro Maravillas Autor y director: Guillem Clua Intérpretes: Aitor Merino y Ramón Pujol Duración: 1.25' 
La función ya no está en cartel


Me pongo a escribir sobre Smiley y me doy cuenta de que ya no está en cartel. Vaya plancha. En fin, a veces me despisto, y llevo un cierto desfase desde el desbarajuste navideño. Espero que no me pase lo mismo con las que tengo pendientes: La piedra oscura (que vi ayer y que es magnífica, lástima que no queden entradas), El eunuco (que veré mañana) y Héroes (que veré pasado). [Para saltarse mis divagaciones y llegar directos a la crítica, sáltense cuatro o cinco párrafos]

Creo que me pedía el cuerpo ponerme a hablar de una comedieta ligera, y conseguida, después de la tunda que me han dado un par de amables lectores por la crítica del Tenorio. Se han pillado un enfado monumental y, como es tristemente habitual, no oponen una opinión a otra. Esto es: tal cosa que le parece a usted inmunda es en realidad formidable. No. Aparece el antiguo recurso ad hominem y lo que es horrible soy yo. En fin, me acuerdo siempre de lo que el protagonista de El misántropo consigue decir para apaciguar el ego herido de un poeta (ojo: con esto no quiero decir, ni por asomo, que los comentarios anónimos provengan de los creadores del espectáculo, estoy seguro de que unos profesionales de esa categoría están perfectamente preparados para aceptar que las opiniones son libres y variopintas): 

"Señor, lamento ser tan difícil y por consideración hacia vos, querría de buena gana haber encontrado mejor vuestro soneto, hace un momento."



Creo que el colmo de los reproches aparece en el último comentario, porque es inconsciente y, por tanto, indudablemente sincero. La última comentadora parece creer que cuando digo "sale una muchacha embarazada" yo, que debo de ser algo mucho peor que idiota, tomo por embarazada a la persona y no al personaje (algo que, además, sería irrelevante, ya que lo cuenta es su aspecto, y no su ser). Cuando digo "Fernando Cayo está sobrehumano en la transformación en rinoceronte"... ¿ustedes creen que yo creo que se transforma en realidad? Porque sería preocupante. He oído decir varias veces a Juan José Millás que la gente cada vez entiende menos la ironía y siempre me ha parecido una exageración, pero va a ser que sí. En cualquier caso, la cuestión de fondo que subyace casi siempre en estos asuntos de libertad de opinión es nuestra enorme dificultad para aceptar que los demás opinen distinto. Si opina lo contrario, es imbécil. No hay más.



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Todavía no llegamos a Smiley. Quiero hacer una excursión por el asunto del título, que me fascina. Juan Luis Moraza escribió hace tiempo una tesis doctoral sobre el marco y el pedestal. Supongo que las habrá también sobre los títulos. Leí una vez que Umberto Eco había dicho (reconstruyo, nunca he encontrado la cita directa) que un ensayo titulado Restos fósiles del cretácico en los Dolomitas está condenado al fracaso, mientras que si se titula Un caracol de piedra puede llegar a best-seller. Algo sabía él sobre la importancia del título: el que lo consagró como escritor de fama universal reunía reminiscencias de la filosofía medieval, de Shakespeare, de Gertrude Stein...



Los hay de todo tipo, un neurótico como yo adoraría contar con una clasificación lógica. Los que crepitan con un sólo cañonazo: Misericordia (Galdós), Expiación (McEwan), Seda (Baricco). Los que son, por sí solos, un estallido de poesía: Almas muertas (Gógol), Divinas palabras, Luces de bohemia (Valle-Inclán), Entre tinieblas (Almodóvar), El tormento y el éxtasis (Stone), Gata sobre un tejado de zinc caliente (Williams). Y los que sólo adquieren espesor en el diálogo con la obra a la que preceden: La tempestad (Shakespeare), Hoy es fiesta (Buero). Algunos son un claro adelanto atmosférico: Los diamantes de la corona (Camprodón), El fantasma de la ópera (Leroux), La Jerusalén liberada (Tasso), La loca de Chaillot (Giraudoux), Un enemigo del pueblo (Ibsen). Otros son casi un enigma: El rojo y el negro, La cartuja de Parma (Stendhal), Los sótanos del Vaticano (Gide), Chitty Chitty Bang Bang (Fleming), Farenheit 451 (Bradbury). Paradójicos: Los espárragos y la inmortalidad del alma (Campanile), El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (Baricco otra vez). Discursivos: De qué hablamos cuando hablamos de amor (Carver), El mundo es ancho y ajeno (Alegría), ¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro? (título desechado, dicen, para La flor de mi secreto de Almodóvar). Algunos, una promesa de complejidades en la trama: El abanico de lady Windermere (Wilde), Los siete contra Tebas (Esquilo). Otros, complejos en sí mismos: Cuatro corazones con freno y marcha atrás (Jardiel), Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba (García). Tremendos: Bajo el volcan (Lowry), La reina muerta (Montherlant), Don Álvaro o la fuerza del sino (Rivas). Citas populares: El perro del hortelano (Lope), Diez negritos (Christie). O cultas: Plegarias escuchadas (Capote), Ciego en Gaza (Huxley). Están los de "me lo pillé", títulos de una simplicidad apabullante que funcionan de miedo y que ya están ocupados para lo que le quede de historia al planeta porque un listo llegó primero: Crimen y castigo (Dostoievski), Guerra y paz (Tolstoi), Dublineses (Joice), La madre (Gorki), Los novios (Manzoni), Los miserables (Hugo), La traviata (traduzcan "descarriada" o "perdida", Piave). Deben de ser miles los que se limitan a un nombre, y cientos los que han conseguido instalarlo en nuestro imaginario: Miguel Strogoff (Verne), Rebeca (du Maurier), Papá Goriot (Balzac), Juan José (Dicenta), Lucia de Lammermoor (Scott-Cammarano), Oliver Twist (Dickens), Ana Karenina (Tolstoi), Madame Bovary (Flaubert), Robinson Crusoe (Stevenson), Ernani (Hugo), Macbeth (Shakespeare), Marianela (Galdós), Guillermo Tell (Schiller), Gilda (cualquiera sabe)...   Y, por último, algunos de los que más me gustan: De repente el último verano (Williams); Tierna es la noche (Fitzgerald); Arte, amor y todo lo demas (golpe de genio del traductor al castellano de Those barres leaves de Huxley); Fervor de Buenos Aires (Borges), La hora de los niños (aunque aquí algún asesino la tradujo como La calumnia, Hellman), Los trabajos y los días (Hesíodo). El título es un arte en sí mismo.


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Hay grandes obras con títulos ramplones y títulos maravillosos de obras prescindibles. Pero nadie que esté en el negocio (del libro, del cine, del teatro...) les negará la importancia de esta enseña que el producto exhibe en todo lo alto. Les contaré lo que dicen de El club de los poetas muertos. Terminada la exposición de quien presentaba el proyecto, alguna lengua pérfida de la productora aprovechó el silencio subsiguiente para soltar: "Bueno, ya puestos, podríamos llamarlo El club de los poetas muertos... en invierno". Se equivocó, pero tenía razón.


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Lleguemos, por fin, a Smiley. Su título es, sin duda, -y aunque no el único- uno de sus mayores aciertos. En primer lugar, por sí mismo: conciso, simpático, fácil de recordar, en boga. ¿Algo de mayor actualidad universal que los emoticonos? Pero también, y sobre todo, por su relación con el contenido de la pieza, a varios niveles. Es una comedia sonriente, perfectamente representada por el icono. Si no fuera porque el título en palabras es casi absolutamente necesario, se podría haber prescindido de él y encabezar la función sólo con la carita amarilla. Además, y como no puede ser de otra forma a estas alturas, la presencia de la comunicación escrita a través de móvil es constante en la función. Todo muy smiley, también a un nivel más profundo. Ah, que todavía no les he dicho que es una historia gay. Si recordamos que gay quiso decir en origen alegre ya está todo dicho. Es obvio que la orientación sexual no hace que nadie sea más o menos divertido o más o menos huraño o más o menos lo que sea. Pero, entre otros muchos indicios, éste de la denominación indica que la percepción general de la subcultura homosexual es la de algo alegre y divertido, por contraposición a otro estereotipo: el de las aburridas obligaciones familiares del heterosexual. O sea, smiley. Y más. En la relación de la trama de la pieza con esta carita amarilla y naif subyace otro tópico: el mito de Peter Pan, la vejez postergada, esos cuerpos de gimnasio y esas vidas supuestamente oscilantes entre playas mediterráneas y fiestas en áticos que se prolongan hasta los treinta, los cuarenta, los cincuenta… Niños eternos. El tópico, para que entiendan por dónde voy, tiene otra concreción muy repetida en la famosa pregunta: ¿por qué los heteros tienen barriga y los gays no? Pues eso. Si ven Smiley después de leer esto -algo que puede pasar, porque dará vueltas todavía- fíjense: la actitud de los personajes no se corresponde con su edad, son más ingenuos, más niños de lo esperable en un heterosexual estándar (o yo me estoy haciendo viejo a toda velocidad, y ahora resulta que todo el mundo es así, pero no creo que tan así).

Enésima variación de lo que se conoció siempre por chico-encuentra-chica / chico-pierde-chica / chico-recupera-chica, argumento propio del noventa por cien de las comedias que en el mundo han sido. Ahora la cosa puede ser chico-encuentra-chico (y, con menor frecuencia, chica-encuentra-chica), y llevo tiempo preguntándome si esta novedad hace que nos resulten novedosas (esto no es una redundancia, es un homenaje al inefable José Blanco) tramas que, en versión heterosexual, nos parecerían trilladísimas. Y me sigo haciendo la pregunta, porque no conozco la respuesta. Aunque quizá la respuesta sea intrascendente: si nos parece novedoso, ¿qué más dará el motivo? Los críticos somos así, nos encanta establecer relaciones de causa-efecto para asignar las etiquetas correctas a todo lo que se mueve. Por supuesto, usar una trama trillada no es un demérito. Tendríamos que tirar a la basura la mitad de los clásicos, y me quedo corto. Clua demuestra que sabe jugar con las convenciones del género y tiene una escritura hábil, que divierte, provoca la risa y mantiene el interés. Ha sabido sacar partido de esta novedad de lo gay incidiendo en ella. La acción se detiene unas cuantas veces para que los personajes expliquen al público heterosexual presente algunas particularidades de su subcultura, necesarias para la correcta comprensión de la trama: aplicaciones de ligoteo, drogas relacionadas con el sexo… Grandísimo acierto. Hay determinado público que adora que le cuenten estas cosas: añaden una dosis, moderada e inocente, de morbillo y abonan el citado tópico de la divertidísima vida loca. Se revela -sigo hablando de Clua- como un autor muy versátil: poco tiene que ver este juguete de diversión intrascendente con, por ejemplo, Invasión, que La Joven Compañía montó el año pasado (estrenan esta semana espectáculo nuevo: Hey boy, hey girl, a ver si puedo organizarme para verla).

Los intérpretes parecen haber sido encargados a fábrica para el papel. Entiéndanme bien: esto es una boutade y debe ser leída como un elogio. O sea, algo así como: los intérpretes se amoldan como un guante a los personajes. Perdonen que me ponga así de explicito, no quiero minusvalorar a mis lectores, pero después de que una amable comentarista de la ya citada crítica del Tenorio pensara que cuando digo “chica embarazada” creo que está embarazada de verdad, tengo un punto de estrés postraumático. Ahora que lo pienso, igual la misma comentarista piensa ahora que yo estoy convencido de que los heteros tienen barriga y los gays no, etcétera. Por si acaso: tópicos, son tópicos.

Regresemos: encargados para el papel. El esquema es el de extraña pareja: uno monísimo, carne de gimnasio, frivolón, dicharachero; el otro de físico normalito, de carácter formalito e intelectual. A Ramón Pujol lo conocía por un breve papel en la gran Tierra de nadie de Albertí, y nada mejor para juzgar a un actor que verlo en dos cosas tan dispares. Este chico es muy bueno. Era allí un extraño macarra en un extraño contexto, y calca aquí un tipo humano de simpaticote realmente existente. Abusa quizá un pelín de una cadencia muy catalana, muy pijorrotona, muy mariquita, aunque es verdad que es también una cadencia realmente existente en el mencionado tipo humano. No es un tic del actor –ni rastro en Tierra de nadie-, es una decisión de interpretación. Puedo equivocarme yo, porque es cierto que se trata de un rasgo coherente y que, si me apuran, presta cierto encanto bobalicón al personaje, pero creo que quedaría mejor recortándolo un poco. A Aitor Merino sólo lo he visto esta vez, y da muy bien un personaje bastante más joven que su edad real, cosa en la que uno está siempre a centímetros del ridículo y de la que sale perfectamente airoso.

En pocas palabras, Smiley es un modo de pasar un rato excelente. Una comedieta divertida y tierna que cumple todo lo que su publicidad promete. Así le va de bien.
P.J.L. Domínguez
          

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