jueves, 8 de enero de 2015

RINOCERONTE

Sala: Teatro María Guerrero Autor: Eugène Ionesco (versión de E. Caballero) Director: Ernesto Caballero Intérpretes: José Luis Alcobendas, Ester Bellver, Fernando Cayo, Bruno Ciordia, Paco Déniz, Chupi Llorente, Mona Martínez, Paco Ochoa, Fernanda Orazi, Juan Antonio Quintana, Juan Carlos Talavera, Janfri Topera, Pepe Viyuela y Pepa Zaragoza Duración: 2.10'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que la función ya no esté en cartel)



Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

No sólo el totalitarismo, como dice el programa de mano: Rinoceronte critica cualquier forma de deshumanización. Y creo que denuncia también los infernales mecanismos que se desatan cuando todos nos ponemos de acuerdo en algo.
Con esto de la violencia en el deporte, por ejemplo, hay quien está pidiendo censuras norcoreanas en twitter. Me dan más miedo que los otros. Pero, al margen de que critique esto o aquello, es una cumbre de la dramaturgia del siglo XX. Mucho menos absurda para la sensibilidad contemporánea que cuando se estrenó.

    
Caballero ha puesto en pie una versión con una primera media hora de brillantez pirotécnica y un final de gran altura. Todo lo que queda en medio no alcanza esos niveles, pero cumple. Soberbio elenco. No sé si podré imaginarme a Berenger a partir de ahora con cara distinta de la de Viyuela. Fernando Cayo está sobrehumano en la transformación en rinoceronte (habría que decir infrahumano), pero me quedo con la escena inicial de ambos en la terraza del bar, que tiene momentos insuperables. Quiero presidir el club de fans de Orazi. Y ser vicepresidente del de Alcobendas. El resto de intérpretes pone una joyita aquí y otra allá: ay, esa manita que Quintana mueve displicente, cuánta sabiduría. La escenografía de Azorín y el sonido de Cobo son dos personajes relevantes añadidos. Me sobran algunas idas y venidas.

Y lo que no cabía allí:

1.- Con esto de las entrañables fiestas, escribí la crítica de Rinoceronte bastante antes de su publicación. Todavía coleaba bastante la monstruosidad aquella del hincha asesinado en el Manzanares. Muy a mi pesar, me trago horas y horas de información futbolística. Si son aficionados a la radio lo entenderán: es imposible evitar el fútbol. Pues bien, un par de días después del suceso se había producido uno de esos terroríficos fenómenos por los que todo el mundo empieza a decir lo mismo y -lo que es peor- compite en ver quién llega más lejos en la militancia. Los comentaristas deportivos estaban pidiendo las penas del infierno para cualquiera que llamara tonto a alguien en twitter. Habían pasado en diez segundos de cero (nadie hablaba de violencia) a cien (se desató la caza de brujas). Cuando digo en la crítica impresa que no sé quién me da más miedo, no es un recurso retórico. De hecho, creo que me dan más miedo los biempensantes organizados que los malhechores¨confesos. En ésas estaba, con esta ampliación pendiente, cuando se produjo la masacre de Charlie Hebdo. Y para qué les voy a contar. Estamos ahora mismo en aquella situación que tan bien describió Mel Brooks en La loca historia del mundo. Reconstruyo de memoria "¿Qué hizo su padre para acabar en la Bastilla? - Él... él... dijo una vez que no todos los pobres son tan malos" (gesto de horror del interlocutor). Decir lo contrario de lo que piensa la mayoría es una actividad de riesgo, en Karachi y en Madrid. Lo es incluso -salvando las distancias entre el degüello y el exabrupto, claro está- en un blog de teatro (miren si no los amables insultos que me dedica un comentarista anónimo, por haberme atrevido con el Tenorio). Lo que Rinoceronte describe es esa dulce pendiente por la que basta dejarse resbalar para encontrar el reconfortante abrigo de la manada. Qué miedo me dan los consensos.

2.- Esa primera media hora de la que hablo en la crítica en papel es una proeza. Con todos los personajes en danza, rodeando al espectador (al espectador de platea, alrededor de la cual se han dispuesto dos pasarelas pegadas a los palcos). Con un ritmo trepidante y todo perfectamente encajado en su sitio, de tono y de tiempos. Estupenda Mona Martínez, como siempre que la he visto.

3.- Todo lo que queda en medio no alcanza esa altura, publiqué. Me he dado cuenta, después de leer a Ordóñez, de que la responsabilidad recae fundamentalmente en el texto. A veces ciega el brillo de la gloria, y no es fácil confesarse a sí mismo que un texto de Ionesco es mejorable. Alguno encontrará dificultades para creer esto, pero intento enfrentarme a todo con humildad, tanto más a Ionesco. Pero, efectivamente, la parte central podría podarse un poco más de lo que ha hecho Caballero, con ventaja para el resultado.

4.- El final de gran altura al que me refiero en la crítica en papel es, lo sabrán si conocen la pieza, de Viyuela y Orazi. No estoy de acuerdo con Ordóñez en eso de que "a veces tiende a la crispación, a un cierto exceso de trazo", pero sí en lo que dice de su actuación aquí: contenidísima. Yo diría más bien integradísima, tan natural, tan completamente confundida con texto, partenaire y entorno que pasa sobre las angustias de Berenger como si no le afectara la ley de la gravedad. En este final brilla además un inesperado efecto escenográfico, que no les quiero revelar. En algún momento anterior, se me antojó que tanta estructura no se justificaba por el deambular de figuras enmascaradas. Es más: que a las figuras se las hacía deambular precisamente para justificar la estructura. Pero, como tantas cosas con justificación a posteriori, es el efecto final el que arroja luz sobre la masiva presencia de la escenografía. Hablando de luz, los crudos tubos fluorescentes del final son también un hallazgo (de Valentín Álvarez). A la altura del efecto sonoro que, en ocasiones, invade el teatro con el ruido de las estampidas lejanas (y que recuerda a los truenos, preludio de revolución, que sonaban en El juego del amor y del azar en el mismo teatro.

5.- Les confesaré que Viyuela me daba miedo. No por sus eventuales carencias, que no se me alcanzan, sino por sus virtudes. Tiene el infrecuente don del payaso. Imagínense un Berenger apayasado... para echarse a temblar. Mea culpa, Viyuela sabe muy bien dónde se aplican los registros. Me arrepiento de haber dudado. Su Berenger es nervioso, pero en su punto justo. Vulnerable, pero sin pasarse. Lo necesario para que cualquiera pueda identificarse con su desasosiego. La señora Boeuf de Ester Bellver y el Botard de Janfri Topera son, simplemente, inmejorables. Paco Déniz coloca bien hasta el rap, que ya es decir. Sí, en medio de Rinoceronte el rap del lógico va de miedo, mérito de actor y director. Juan Antonio Quintana habita este extraño mundo como si llevara ahí toda la vida, con un apabullante derroche de naturalidad. Igual que en aquel Esperando a Godot de Sanzol. No sé si el de Dudard será el papel más complicado, pero me parece dificilísimo: tiene que moverse en zigzag, sin avanzar para ninguna parte y, a poder ser, sin parecer idiota. Alcobendas está especialmente dotado para estas situaciones ambiguas, algo parecido a lo que bordaba en Un hombre con gafas de pasta (atentos, vuelve a primeros de febrero al Lara).

He tardado un mes y cuatro días en terminar la crítica. Ya perdonarán.
P.J.L. Domínguez
          

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