Sala: Teatro Fernán-Gómez Autor: Henrik Ibsen (versión de Oriol Tarrasón) Director: Oriol Tarrasón Intérpretes: Mario Tardón, Jimena La Motta, Ana Mayo, Jorge Suquet y Bernat Quintana Duración: 1.05'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)
Jorge Suquet, Mario Tardón y Ana Mayo. No da mucha idea del espacio escénico, pero es apenas la única foto que encuentro con el elenco de Madrid. |
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:
Y lo que no cabía allí:
Viendo Liberto
hace unos días pensaba, como otras miles de veces, en la distancia entre
las buenas intenciones y el buen teatro. Un
enemigo del pueblo no es buen teatro por sus buenas intenciones –la defensa
de la verdad frente al interés- sino por el excelente retrato de cómo los seres
humanos se comportan ante este tipo de conflicto. Tarrasón ha dejado en apenas
hora y cuarto un retrato que, en la última gran versión montada por aquí (la de
Gerardo Vera), duraba casi dos horas. Las buenas intenciones quedan intactas,
pero el buen teatro un poco desmochado.
Lo perdido
por ahí se ha querido ganar echando estilo a la cosa, y algún resultado se
obtiene. Los intérpretes están a la vista incluso cuando callan, los actos se
anuncian desde un micrófono (el único libre que debe de quedar en Madrid
mientras se represente El burlador de Sevilla en el Español), el suelo está sembrado de copas de Martini. Esta
simple descripción podría hacer pensar en lo peor, pero la convicción con que
los actores se toman el empeño (me gustan Mayo y Suquet) y el ritmo sostenido
de la función alejan el peligro de postureo. No sobra el micrófono, las copas
se justifican en la escena más intensa, los actores dando vueltas por ahí
prestan el tono de taller de interpretación tan de moda desde La función por hacer. A fin de cuentas,
este Ibsen resumido nos procura un buen rato.
Y lo que no cabía allí:
1.- La crítica en papel fue escrita el miércoles 14, y estoy escribiendo el jueves 22. En estos ocho días la función ha ganado en mi recuerdo. Siempre les digo que, a menudo, la memoria reclasifica las cosas: atenúa entusiasmos o refuerza alguna impresión débil. Creo que me gusta más hoy que el día en que la vi, pero se mantiene intacta la sensación de que se queda algo corta. Esto, en el fondo, es un elogio. Mi maestro nos enseñaba que la buena música es la que hace que el tiempo pase más rápido. Hoy tengo más motivos para entender esa sensación, porque me he dado cuenta de que había un error en el texto que mandé a imprimir. "Escasa hora y cuarto", dice, cuando la anotación que hice en el programa de mano señala una hora y cinco. Estarán pensando, "tanto da". No exactamente. Esto de la duración es de una importancia extrema. Más: tratándose, como es el teatro, de un arte del tiempo, es el dato más importante de un espectáculo.
Van a decir que son elucubraciones mías, pero creo firmemente que hay una línea divisoria importante situada, más o menos, entre los sesenta y los setenta y cinco minutos. O sea: que las funciones que duran menos de una hora son una cosa y las que duran más de hora y cuarto son otra cosa completamente distinta. Por eso se produce un fenómeno que, si empiezan a fijarse, verán que es bastante corriente. Muchos espectáculos que no llegan a la hora hinchan la duración y publican "una hora y diez minutos" o algo por el estilo. ¿Por qué? Porque hay una percepción, más o menos consciente, de ese salto de género que se produce en ese intervalo. Nadie ha dicho que, por definición, vaya a ser mejor un dramón de tres horas que una performance de quince minutos, sería como sumar peras con manzanas. Pero los seres humanos tenemos una atracción irresistible por la cantidad por encima de la calidad (debe de ser un resto de cuando vagábamos en busca de caza), y -visto este fenómeno que les gloso- parece que hay que tener un par de narices para confesar que tu espectáculo dura cincuenta minutos.
Dicho todo esto, en Stockmann (y no me refiero a Ibsen, sino a la puesta en escena) hay material dramatúrgico para prolongar la duración significativamente. O sea: por encima de esa divisoria de la hora y cuarto. Se me quedó corta.
2.- Ampliemos un poco lo de "echar estilo", que en la crítica en papel va tan resumido que es complicado de entender. "Estilo" es un palabra que está apareciendo mucho en este blog últimamente (véase Al galope). Claro que todo es estilo en un montaje. Incluso la voluntaria ausencia de estilo lo es. Pero todos nos entendemos si decimos que una puesta en escena es "desnuda" ("desnuda" cuando la ponemos bien, "pobre" para lo contrario). Significa que no se han invertido neuronas ni euros en lo accesorio, entendiendo por esencial al intérprete, el texto y el gesto. Aquí sí. Se han invertido. Al fondo, pizarra. Les pongo una foto que no es de la versión programada en el Fernán-Gómez, pero que nos sirve.
De moda: estaba en ese aburrimiento de Los miércoles no existen que sigue cosechando éxitos (para mí) incomprensibles. Estaba en Maridos y mujeres. Ahora que lo pienso, estaba -hipertrofiada, tecnologizada, pero pizarra al fin- en el Fausto de Pandur. Es un tributo al estilo (la maniera, el postureo, llámenlo como quieran), pero se usa de forma modesta y pertinente.
Otro elemento de moda: los micrófonos. Saltaron de la vanguardia al espacio exterior hace unos años. Después de Las amistades peligrosas, donde ya molestaban un poquito, le han producido a Facal un cólico microfónico que ha titulado El burlador de Sevilla. Quizá sea ése el peor ejemplo, pero por citar sólo lo más reciente (porque están por todas partes) sobra también su uso por las actrices (otra cosa es la cantante) en Liberto. Aquí es un tributo más al estilo, pero resulta que también se usa de forma modesta y pertinente. Una de las actrices anuncia los actos con una pequeña glosa sobre lo que en cada uno de ellos ocurre. Vale. Lo hemos entendido. Funciona.
Otro: los intérpretes todo el tiempo a la vista. A veces es un amaneramiento insufrible. Aquí parece lo que creo que es: una manera natural de afrontar las limitaciones del espacio. También se entiende.
Arranque resbaladizo: superpostureo, todos en albornoz, gafas de sol, gesticulación jet-set, qué superguays somos todos en este balneario. No resbalan, se sostiene, cuela.
Elemento de peligrosa justificación: suelo plagado de copas de Martini. El cementerio de las puestas en escena está plagado de montajes asesinados por ideas felices de este tipo que el director mantiene contra viento y marea aunque tenga que cargarse todo el resto. Siento insistir, pero los micrófonos del Burlador son un ejemplo perfecto. Las copas añaden, además, un peligroso efecto que expulsa al espectador de la ficción, porque no puede evitar pensar cada tanto "ay, que le da una patada". Si la función llega a terminar con las copas en su sitio estaría yo ahora aconsejando -como si alguien fuera a hacerme caso, de ilusión también se vive- que hicieran el favor de quitarlas de en medio. Pero no, resulta que las copas se usan.
Van a decir que son elucubraciones mías, pero creo firmemente que hay una línea divisoria importante situada, más o menos, entre los sesenta y los setenta y cinco minutos. O sea: que las funciones que duran menos de una hora son una cosa y las que duran más de hora y cuarto son otra cosa completamente distinta. Por eso se produce un fenómeno que, si empiezan a fijarse, verán que es bastante corriente. Muchos espectáculos que no llegan a la hora hinchan la duración y publican "una hora y diez minutos" o algo por el estilo. ¿Por qué? Porque hay una percepción, más o menos consciente, de ese salto de género que se produce en ese intervalo. Nadie ha dicho que, por definición, vaya a ser mejor un dramón de tres horas que una performance de quince minutos, sería como sumar peras con manzanas. Pero los seres humanos tenemos una atracción irresistible por la cantidad por encima de la calidad (debe de ser un resto de cuando vagábamos en busca de caza), y -visto este fenómeno que les gloso- parece que hay que tener un par de narices para confesar que tu espectáculo dura cincuenta minutos.
Dicho todo esto, en Stockmann (y no me refiero a Ibsen, sino a la puesta en escena) hay material dramatúrgico para prolongar la duración significativamente. O sea: por encima de esa divisoria de la hora y cuarto. Se me quedó corta.
2.- Ampliemos un poco lo de "echar estilo", que en la crítica en papel va tan resumido que es complicado de entender. "Estilo" es un palabra que está apareciendo mucho en este blog últimamente (véase Al galope). Claro que todo es estilo en un montaje. Incluso la voluntaria ausencia de estilo lo es. Pero todos nos entendemos si decimos que una puesta en escena es "desnuda" ("desnuda" cuando la ponemos bien, "pobre" para lo contrario). Significa que no se han invertido neuronas ni euros en lo accesorio, entendiendo por esencial al intérprete, el texto y el gesto. Aquí sí. Se han invertido. Al fondo, pizarra. Les pongo una foto que no es de la versión programada en el Fernán-Gómez, pero que nos sirve.
De moda: estaba en ese aburrimiento de Los miércoles no existen que sigue cosechando éxitos (para mí) incomprensibles. Estaba en Maridos y mujeres. Ahora que lo pienso, estaba -hipertrofiada, tecnologizada, pero pizarra al fin- en el Fausto de Pandur. Es un tributo al estilo (la maniera, el postureo, llámenlo como quieran), pero se usa de forma modesta y pertinente.
Otro elemento de moda: los micrófonos. Saltaron de la vanguardia al espacio exterior hace unos años. Después de Las amistades peligrosas, donde ya molestaban un poquito, le han producido a Facal un cólico microfónico que ha titulado El burlador de Sevilla. Quizá sea ése el peor ejemplo, pero por citar sólo lo más reciente (porque están por todas partes) sobra también su uso por las actrices (otra cosa es la cantante) en Liberto. Aquí es un tributo más al estilo, pero resulta que también se usa de forma modesta y pertinente. Una de las actrices anuncia los actos con una pequeña glosa sobre lo que en cada uno de ellos ocurre. Vale. Lo hemos entendido. Funciona.
Otro: los intérpretes todo el tiempo a la vista. A veces es un amaneramiento insufrible. Aquí parece lo que creo que es: una manera natural de afrontar las limitaciones del espacio. También se entiende.
Arranque resbaladizo: superpostureo, todos en albornoz, gafas de sol, gesticulación jet-set, qué superguays somos todos en este balneario. No resbalan, se sostiene, cuela.
Elemento de peligrosa justificación: suelo plagado de copas de Martini. El cementerio de las puestas en escena está plagado de montajes asesinados por ideas felices de este tipo que el director mantiene contra viento y marea aunque tenga que cargarse todo el resto. Siento insistir, pero los micrófonos del Burlador son un ejemplo perfecto. Las copas añaden, además, un peligroso efecto que expulsa al espectador de la ficción, porque no puede evitar pensar cada tanto "ay, que le da una patada". Si la función llega a terminar con las copas en su sitio estaría yo ahora aconsejando -como si alguien fuera a hacerme caso, de ilusión también se vive- que hicieran el favor de quitarlas de en medio. Pero no, resulta que las copas se usan.
ATENCIÓN: SPOILER
Los conciudanos del molesto Stockmann le muestran su desprecio en la escena más violenta arrojándole a la cara el contenido de las copas. Es una pirueta interesante: las justifica, se basa en una elemental metonimia hidráulica, escenifica una violencia psicológica extrema, pero sin violencias de otro tipo que cargarían las tintas. Yo diría que es lo mejor de la función.
En resumen: utilizando la terminología schonbergiana, el estilo no se come a la idea.
3.- Cuando escribí que me gustaba Suquet no tenía idea de que era televisivo (casi no veo la tele, no porque no me guste, sino porque no tengo tiempo). Y hasta popular. Se le ve a gusto en el escenario, muy suelto, esa sensación que dan algunos actores de vivir ahí. Ana Mayo está realmente estupenda, no sólo en un su papel principal, sino también en el breve doblete en el que el cambio de personaje está indicado por el único signo externo de un abrigo. Era muy fácil que a alguien le diera la risa - ya saben que el teatro es un engaño que pende siempre de un hilo- pero no le da a nadie. Eso se consigue con carácter. Estoy deseando verla en Los desvaríos del veraneo, ya en el Fígaro. También La Motta tiene sus momentos. El protagonista se me quedó un pelín corto (bastante mejor en El juego del amor y del azar) y su hermano un pelín estereotipado.
P.J.L. Domínguez
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