Sala: Teatro Español Autor: Tirso de Molina Director: Darío Facal Intérpretes: Agus Ruiz, Marta Nieto, Álex García, Emilio Gavira, Eduardo Velasco, Luis Hostalot, Rebeca Sala, Rafa Delgado, Manuela Vellés, David Ordinas, Alejandra Onieva, Diego Tucedo y Judith Diakhate Duración: 1.55'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)
Facal hizo esto mismo con Las amistades peligrosas. Pueden leer lo que dije entonces o quedarse con este resumen para vidas modernas (apresuradas, quiero decir): la tontería de imponerse un estorbo (micrófonos por doquier) quedó compensada por la interpretación. En general, esta función de teatro teñida de performance evita el aspecto de boutade que a menudo tienen estas ideas, escribí. Ahora, la frase tiene que quedar así: Esta boutade hipster no llega a función de teatro.
Algunas dificultades no crecen en escena de manera aritmética sino exponencial. Respecto a Las amistades, en El burlador todo ha ido a más: más intérpretes, más escenario, más duración, más... micrófonos (sí, Facal ha repetido micrófonos, ensartados en sus pies y sostenidos por los intérpretes, micrófonos molestos a veces, muy molestos a ratos, insoportablemente molestos en ocasiones; y en los dos momentos en que no hay micrófonos, ni ningún tipo de amplificación, el efecto de bajón aún es peor). El doble de intérpretes con el doble de micrófonos no es el doble de difícil, sino diez veces más. Y no ha podido controlarlo. El patinazo es monumental, el despropósito antólogico, el aburrimiento mortal.
¿Quién nos iba a decir que nos aburriríamos con Tirso? Toda la energía ahorrada en la dirección de actores se ha desperdiciado en cosas que nada aportan. Más bien al contrario. Las proyecciones, que ocupan una pantalla enorme y son el elemento más relevante de la imagen global del espectáculo, son aburridamente pretenciosas: se repiten (y lo hubiéramos entendido con una vez) las animaciones de espermatozoides descendiendo los conductos deferentes y óvulos recorriendo trompas de Falopio, además de la sección esquemática de un corazón bombeando, con aspecto de películas educativas antiguas (ésas que tanto salen en los Simpson). Su único efecto es distraer. Además, empalaga tanta afectación de modernidad en el grafismo ¿Recuerdan los rayos de la carátula fija en las conexiones con Eurovisión? Líneas parecidas, en movimiento, van adornando las didascalias proyectadas.
Ya que estamos con la imagen, sigamos. Usaba el término hipster más arriba. Todos los varones llevan barba. El vestuario es compatible con uno de esos bares o espacios de coworking que florecen ahora en Lavapiés. Algunas piezas -el velo de la novia, la cosa verde que viste Catalinón, el mutón que Don Pedro Tenorio lleva anudado a la espalda, la combinación de camisón, calzoncillos y collares de Don Octavio- son especialmente feas. La cabaña de Tisbea llega de otra función. La estatua del Comendador, de otra (a diferencia de la horrenda cabaña prefabricada, tiene su gracia tomada como ninot aislado). Hay varios momentos en los que todo el mundo se lanza a bailar: la coreografía (o debería quizá decir su ausencia) es horrorosa. Cada uno baila como puede, echándole ese plus de energía propio de los actores cargados de adrenalina a los que nadie ha puesto freno o marcado pautas. Patético. No parecen un grupo de gente divirtiéndose, sino un grupo de actores improvisando para canalizar la energía antes de la función. Dejaremos la iluminación para el final pero, ya que los teníamos bailando, unas líneas para la música. Como todos los elementos escénicos, la música no tiene por qué ser valiosa en sí misma, basta que sirva a la construcción dramatúrgica. No subrayaré por tanto que ésta es fea -que lo es-, porque eso importa poco, sino que contribuye al aburrimiento general. O sea, la peor aportación posible.
Precisamente, lo grave de todo esto no es la fealdad. El teatro es un arte del tiempo y, por tanto, el pecado capital en un escenario es aburrir. El aburrimiento es sinónimo de falta de ritmo, de pulso, del latido que empuja las cosas hacia adelante. Eso es lo que ocurre en este Burlador, que la función se arrastra en medio del despliegue de todos estos elementos arbitrarios sin el menor ritmo, con unas transiciones estiradas, con rasgos antiteatrales sembrados por aquí y por allá. La pobre Doña Ana, por ejemplo, está obligada a protagonizar dos. Para representar que no puede reconocer a Don Juan, se trenza la melena delante de la cara. Nadie hace eso, pero no importa: es teatro, jugamos con las reglas que nos marcan. Pero ahora, para que todos entendamos bien que está ciega, ahí va hacia la izquierda con los brazos extendidos. Lenta. Como ha dejado a Don Juan atrás, todos sabemos que va a tener que deshacer el camino, y es un buen trecho. Horror. Nada más anticlimático que esto de saber lo que va a ocurrir y el tiempo que nos queda por esperar. Vamos con otra. Tras pasar lo que tiene que pasar en su habitación, ella debe darse cuenta del engaño. Se deshace la trenza. ¿Reconocerá a Don Juan cuando lo vea? ¡Pues no! ¡Lo reconoce antes! Si lo ve con la nuca, ¿qué ceguera simbolizaba el pelo ante los ojos?
Los actores van haciendo lo que pueden en medio de todo eso. El verso, según: a veces sí, a veces a freír churros, con mención especial para el horrendo recitado del romance que se casca Catilinón, esqueleto en brazos incluido. En cuanto a la interpretación, ha debido de haber tal follón para montar músicas, cables de micrófono, bailes y cámaras de vídeo (también hay vídeo en vivo, también, hay que ser moderno cueste lo que cueste) que lo de actuar parece haber sido tratado más bien de pasada. Con mención especial para Don Octavio y Catilinón, ambos bastante más pasados de rosca que el resto.
En vez de detallar el catálogo de despropósitos, algo que sé que les divierte pero que es muy trabajoso, voy a contarles las tres cosas que funcionan:
1) La iluminación de Manolo Ramírez. No es que los efectos estén especialmente integrados en la dramaturgia (y esto no creo que sea su culpa, porque la dramaturgia en la que deberían integrarse no hay por donde cogerla), pero hay momentos hermosos. Dicho esto, no sé de quién habrá sido la idea de dejarlo todo a oscuras (rostros incluidos) cuando es de noche. ¿En qué quedamos? Si el montaje no es realista, ¿tenemos que ser realistas precisamente de noche?
2) La idea de ocultar la escena de amor con Tisbea dentro de la cabaña y que una cámara de vídeo la robe desde el exterior para proyectarla en la gran pantalla. Subraya la intimidad de la situación, aporta la perversión del voyeur y completa el retrato del canalla (que sabe que el otro graba). Un recurso justificado.
3) El monólogo de Tisbea, que Manuela Vellés se arregla para decir con elegancia y naturalidad a pesar del micrófono y de todo lo que intenta distraernos a su alrededor. El texto es una maravilla: Yo, de cuantas el mar / pies de jazmín y rosas / en sus riberas besa / con fugitivas olas, / sola de amor exenta, / como en ventura sola / tirana me reservo / de sus prisiones locas. Etc. La tienen en la foto.
No diré que la idea (la intención, evidentemente común en Las amistades y aquí) no pueda funcionar. No diré que Facal no vaya a ser capaz alguna vez de hacerla funcionar con estas dimensiones. Pero me parece evidente que aún le quedaba mucho que explorar a menor escala.
En mi función (un sábado) el teatro estaba a la mitad. Hubo carcajadas aisladas en alguno de los gestos más forzados con los micrófonos. Se fueron seis personas. Al final, un gran número de los asistentes se abstuvo de aplaudir. Se oyó un estentóreo y repetido "¡Menuda mierda!" (sic) proveniente de los pisos superiores. Hubo abucheos y silbidos. Algunos espectadores (yo diría que quizá un par de docenas) reaccionaron poniéndose en pie y gritando "bravo". Hace tiempo que estas cosas son extraordinariamente infrecuentes. Si tuviera que buscar un motivo para recomendarles que compraran entrada, sería sobre todo que a lo mejor tienen suerte y se repite el espectáculo. Es infinitamente más divertido que las casi dos horas precedentes.
Foto de Sergio Parra |
Algunas dificultades no crecen en escena de manera aritmética sino exponencial. Respecto a Las amistades, en El burlador todo ha ido a más: más intérpretes, más escenario, más duración, más... micrófonos (sí, Facal ha repetido micrófonos, ensartados en sus pies y sostenidos por los intérpretes, micrófonos molestos a veces, muy molestos a ratos, insoportablemente molestos en ocasiones; y en los dos momentos en que no hay micrófonos, ni ningún tipo de amplificación, el efecto de bajón aún es peor). El doble de intérpretes con el doble de micrófonos no es el doble de difícil, sino diez veces más. Y no ha podido controlarlo. El patinazo es monumental, el despropósito antólogico, el aburrimiento mortal.
¿Quién nos iba a decir que nos aburriríamos con Tirso? Toda la energía ahorrada en la dirección de actores se ha desperdiciado en cosas que nada aportan. Más bien al contrario. Las proyecciones, que ocupan una pantalla enorme y son el elemento más relevante de la imagen global del espectáculo, son aburridamente pretenciosas: se repiten (y lo hubiéramos entendido con una vez) las animaciones de espermatozoides descendiendo los conductos deferentes y óvulos recorriendo trompas de Falopio, además de la sección esquemática de un corazón bombeando, con aspecto de películas educativas antiguas (ésas que tanto salen en los Simpson). Su único efecto es distraer. Además, empalaga tanta afectación de modernidad en el grafismo ¿Recuerdan los rayos de la carátula fija en las conexiones con Eurovisión? Líneas parecidas, en movimiento, van adornando las didascalias proyectadas.
Ya que estamos con la imagen, sigamos. Usaba el término hipster más arriba. Todos los varones llevan barba. El vestuario es compatible con uno de esos bares o espacios de coworking que florecen ahora en Lavapiés. Algunas piezas -el velo de la novia, la cosa verde que viste Catalinón, el mutón que Don Pedro Tenorio lleva anudado a la espalda, la combinación de camisón, calzoncillos y collares de Don Octavio- son especialmente feas. La cabaña de Tisbea llega de otra función. La estatua del Comendador, de otra (a diferencia de la horrenda cabaña prefabricada, tiene su gracia tomada como ninot aislado). Hay varios momentos en los que todo el mundo se lanza a bailar: la coreografía (o debería quizá decir su ausencia) es horrorosa. Cada uno baila como puede, echándole ese plus de energía propio de los actores cargados de adrenalina a los que nadie ha puesto freno o marcado pautas. Patético. No parecen un grupo de gente divirtiéndose, sino un grupo de actores improvisando para canalizar la energía antes de la función. Dejaremos la iluminación para el final pero, ya que los teníamos bailando, unas líneas para la música. Como todos los elementos escénicos, la música no tiene por qué ser valiosa en sí misma, basta que sirva a la construcción dramatúrgica. No subrayaré por tanto que ésta es fea -que lo es-, porque eso importa poco, sino que contribuye al aburrimiento general. O sea, la peor aportación posible.
Precisamente, lo grave de todo esto no es la fealdad. El teatro es un arte del tiempo y, por tanto, el pecado capital en un escenario es aburrir. El aburrimiento es sinónimo de falta de ritmo, de pulso, del latido que empuja las cosas hacia adelante. Eso es lo que ocurre en este Burlador, que la función se arrastra en medio del despliegue de todos estos elementos arbitrarios sin el menor ritmo, con unas transiciones estiradas, con rasgos antiteatrales sembrados por aquí y por allá. La pobre Doña Ana, por ejemplo, está obligada a protagonizar dos. Para representar que no puede reconocer a Don Juan, se trenza la melena delante de la cara. Nadie hace eso, pero no importa: es teatro, jugamos con las reglas que nos marcan. Pero ahora, para que todos entendamos bien que está ciega, ahí va hacia la izquierda con los brazos extendidos. Lenta. Como ha dejado a Don Juan atrás, todos sabemos que va a tener que deshacer el camino, y es un buen trecho. Horror. Nada más anticlimático que esto de saber lo que va a ocurrir y el tiempo que nos queda por esperar. Vamos con otra. Tras pasar lo que tiene que pasar en su habitación, ella debe darse cuenta del engaño. Se deshace la trenza. ¿Reconocerá a Don Juan cuando lo vea? ¡Pues no! ¡Lo reconoce antes! Si lo ve con la nuca, ¿qué ceguera simbolizaba el pelo ante los ojos?
Los actores van haciendo lo que pueden en medio de todo eso. El verso, según: a veces sí, a veces a freír churros, con mención especial para el horrendo recitado del romance que se casca Catilinón, esqueleto en brazos incluido. En cuanto a la interpretación, ha debido de haber tal follón para montar músicas, cables de micrófono, bailes y cámaras de vídeo (también hay vídeo en vivo, también, hay que ser moderno cueste lo que cueste) que lo de actuar parece haber sido tratado más bien de pasada. Con mención especial para Don Octavio y Catilinón, ambos bastante más pasados de rosca que el resto.
En vez de detallar el catálogo de despropósitos, algo que sé que les divierte pero que es muy trabajoso, voy a contarles las tres cosas que funcionan:
1) La iluminación de Manolo Ramírez. No es que los efectos estén especialmente integrados en la dramaturgia (y esto no creo que sea su culpa, porque la dramaturgia en la que deberían integrarse no hay por donde cogerla), pero hay momentos hermosos. Dicho esto, no sé de quién habrá sido la idea de dejarlo todo a oscuras (rostros incluidos) cuando es de noche. ¿En qué quedamos? Si el montaje no es realista, ¿tenemos que ser realistas precisamente de noche?
2) La idea de ocultar la escena de amor con Tisbea dentro de la cabaña y que una cámara de vídeo la robe desde el exterior para proyectarla en la gran pantalla. Subraya la intimidad de la situación, aporta la perversión del voyeur y completa el retrato del canalla (que sabe que el otro graba). Un recurso justificado.
3) El monólogo de Tisbea, que Manuela Vellés se arregla para decir con elegancia y naturalidad a pesar del micrófono y de todo lo que intenta distraernos a su alrededor. El texto es una maravilla: Yo, de cuantas el mar / pies de jazmín y rosas / en sus riberas besa / con fugitivas olas, / sola de amor exenta, / como en ventura sola / tirana me reservo / de sus prisiones locas. Etc. La tienen en la foto.
* * *
No diré que la idea (la intención, evidentemente común en Las amistades y aquí) no pueda funcionar. No diré que Facal no vaya a ser capaz alguna vez de hacerla funcionar con estas dimensiones. Pero me parece evidente que aún le quedaba mucho que explorar a menor escala.
En mi función (un sábado) el teatro estaba a la mitad. Hubo carcajadas aisladas en alguno de los gestos más forzados con los micrófonos. Se fueron seis personas. Al final, un gran número de los asistentes se abstuvo de aplaudir. Se oyó un estentóreo y repetido "¡Menuda mierda!" (sic) proveniente de los pisos superiores. Hubo abucheos y silbidos. Algunos espectadores (yo diría que quizá un par de docenas) reaccionaron poniéndose en pie y gritando "bravo". Hace tiempo que estas cosas son extraordinariamente infrecuentes. Si tuviera que buscar un motivo para recomendarles que compraran entrada, sería sobre todo que a lo mejor tienen suerte y se repite el espectáculo. Es infinitamente más divertido que las casi dos horas precedentes.
2 comentarios:
Utilizas el término fea muy alegremente, tres veces en un texto sobre una obra me parece excesivo. La música no puede ser fea. Las ropas como bien dices, si. Sin entrar en interpretaciones, una composición musical podrá tener muchos atributos, la fealdad jamás es uno de ellos.
También está de moda decir que algo es moderno o hipster y juzgar de esa manera... Una pena que haya espectadores que se queden en esas apreciaciones y no en la belleza que hay por encima de eso.
Publicar un comentario
Ánimo, comente. Soy buen encajador.