Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)
Casa Farnsworth, Mies van der Rohe. Foto: National Trust for Historic Preservation |
Imagine por un momento que Mies Van der Rohe me hubiera construido una casa en el campo. Una como ésta de la derecha, pero de dos o tres pisos, que me permitiría dejar la planta baja perfectamente diáfana, rodeada de vidrio, de forma que por la noche las ardillas pudieran apreciar el interior iluminado. En tal caso -ya saben que el espacio es uno de los lujos de los ricos- dedicaría toda la planta a esas funciones que en nuestros apartamentos se amontonan donde pueden: aparcar un rato unas botas, dejar la maletas de las elegantísimas visitas para acercarnos a ver el lago, leer el periódico esperando al repartidor del supermercado... Pero, sobre todo, la planta tendría como cometido principal irradiar perfección rectangular, con unos pocos muebles de madera en el mismo estilo limpio y ortogonal. Esa es la impresión que me causa el espacio diseñado por Carolina González: un lugar que me gustaría que fuera mío. Lo cito en primer lugar, porque me parece que, con el tiempo, será el recuerdo más potente que guarde del espectáculo. El espacio tiene, además, una ventaja difícil de superar por esa casa que yo tendría si me tocara el Euro-Millón: lo ilumina Miguel Ángel Camacho. Hasta aquí, todo hermosísimo. Para terminar la descripción del aspecto visual (me salto las proyecciones, luego entenderán que casi no las vi), mencionemos el vestuario: Caprile se ha plegado perfectamente al texto. Eso es un mérito notable en un creador de fantasía desbordante (basta recordar Las manos blancas no ofenden o Las bizarrías de Belisa, ambas con la Compañía Nacional de Teatro Clásico). Fantásticamente vestida (y calzada) Julieta Serrano, con lo que parece una americana de su difunto marido: no creo poder imaginar el personaje a partir de ahora sin ese aspecto. Sólo una pega: el traje de Ernesto Arias es una talla menor de lo necesario. Afortunadamente, se desabrocha la chaqueta pronto.
Volvamos al desnudo rectángulo que el público rodea por tres de sus lados. Éste de la ubicación de actores y público es uno de esos temas de conversación inagotables (como la naturalidad de los actores argentinos, o si en las piezas traducidas es mejor respetar los nombres de los personajes, o si el teatro público hace competencia desleal al privado) Hagamos una miniestadística: con la de hoy, el blog contiene veintiocho críticas (no está mal en dos meses, ¿eh?). En veinticinco de esos espectáculos, el público se ubicaba frontalmente, o sea: como está en el tradicional teatro a la italiana. Los tres restantes son Un pasado en venta, Maridos y mujeres y El malentendido. El monólogo de Marta Fernández-Muro es una de esas propuestas que, por definición, no son frontales: el espacio y el texto obligan a la intérprete a deambular a centímetros del público desparramado. (Así era también aquella maravilla de Este sol de la infancia en La Puerta Estrecha) Pero tanto Maridos y mujeres como El malentendido podían haberse representado perfectamente a la italiana. Dicho de otro modo: rodear la acción de público ha sido una libre elección del director. ¿Han ganado algo? Yo creo que no, en ninguno de los dos casos.
El teatro a la italiana es uno de los grandes inventos de la humanidad. Algún lector estará pensando "qué tontería". De eso nada. Las grandes ideas parecen una tontería después de realizadas. (En mi pueblo, esa afirmación se condensa en la expresión "después de visto, todo el mundo listo") La disposición tradicional tiene muchas virtudes, pero quizá la mayor sea la garantía de que todo el mundo lo vea todo.
Tanto en La Abadía como en el Valle-Inclán, ahora mismo los asistentes ven aproximadamente la mitad de las expresiones faciales de los actores. Es un sacrificio asumible cuando la obra gana por otra parte lo que pierde por ésa. Se me antoja que eso ocurre en dos circunstancias posibles. La primera ya la hemos mencionado: sucede cuando la ubicación del público está en la esencia de la pieza. (Recuerdo, además de los dos ejemplos mencionados, otro reciente, ahora que he visto a Críspulo Cabezas en Málaga: la versión de Los persas de Francisco Suárez, con Críspulo en el Español. El pasillo entre dos masas de espectadores propiciaba movimientos de actores de aspecto ritual). La otra posibilidad es que la potencia expresiva de la interpretación gane con la proximidad lo que pierde con la falta de visibilidad. Y ya estará pensando todo el mundo en La función por hacer. Pero ni el Woody Allen ni el Camus que comentamos están puestos en escena con esa capacidad desgarradora que del Arco le sacó a Pirandello, así que sería una curioso experimento verlos en un escenario a la italiana. Apostaría a que funcionarían mejor.
Vamos con la capacidad desgarradora. Hay diversas hipótesis sobre la fuente que inspiró a Camus [doy el enlace en francés porque la entrada de la wikipedia en castellano es bastante floja] la espantosa historia. Esto de la derecha tiene bastantes números para serlo. La encontrara donde la encontrara, encajaba como un guante en la visión del mundo del autor: "El absurdo nace de esta confrontación entre la llamada humana y el silencio irracional del mundo".
Con otro enfoque de escritura, hubiera dado en melodrama tremebundo o en grand-guignol, pero Camus la vertió en un molde cercano a la tragedia clásica: todo parece avanzar hacia el final de manera inexorable. Una madre asesina a su propio hijo, porque las circunstancias le impiden reconocerlo (aunque, ay, en algunos momentos la verdad no se desvela por un escaso milímetro). Y Dios, irracionalmente silencioso (la crítica lo reconoció de inmediato en el criado significativamente mudo durante toda la función, y que sólo habla para negar su ayuda a Marta, hundida en el pozo más negro imaginable). La peripecia es realmente horrorosa, sobrecoge ya en la lectura, puesta en escena adecuadamente debe mantener al público helado de principio a fin y enviarlo a casa atenazado de angustia. Me temo que nadie va a salir del Valle-Inclán helado y atenazado de angustia.
Vasco tiene un talento notable para la creación de atmósferas. Es uno de nuestros directores de escena que mejor combina la interpretación, lo visual y el sonido (no en vano pasa por ser el inventor de la expresión "espacio sonoro") en un mensaje único que impacta al espectador por todos los flancos. Así que no sé qué le ha podido ocurrir, pero pensar que ese enorme espacio con una marcada aceleración en el eje longitudinal haya pesado lo suyo no es una hipótesis descartable: la mitad del público no ve las proyecciones, los personajes dialogan en algún momento a gran distancia, los músicos se pierden por los extremos. En cualquier caso, la función deja una sensación de corrección, pero no de arrebato. La esposa de Jan, como Casandra, debe arrojar desde el principio una sombra ominosa sobre todo lo que va a suceder. La madre busca desesperadamente motivos para no asesinar al desconocido, como si algo le avisara de la mostruosidad de la situación. Jan se siente extrañamente conmovido por esa mujer. La rabia de su hermana se dispara, como si supiera que ese individuo que se da la gran vida es, precisamente, el hermano que la dejó cargar sola con la casa y con su madre, y que ahora se pone al alcance de su rencor. Un prodigioso cóctel de amor, odio y amargura que se nos sirve más bien tibio, cuando debería hacer que nos dolieran los dientes y se nos helara el paladar. Y ojo, no estoy pidiendo más gritos, sino más tensión.
Los intérpretes resuelven bien lo que se les ha pedido. Julieta Serrano brilla con luz propia, merecería la pena ir a verla aunque estuviera sola con su papel. La cosa alza un poco más el vuelo en la penúltima escena, la de la explicación de Marta (Cayetana Guillén Cuervo) y María (Lara Gruber), a quien acaba de dejar viuda.
Intentaré colgar en breve Málaga y Antígona, pero por si se está planificando el fin de semana, aquí tiene un resumen: Málaga, sí; Antígona, no. Esta semana me quedan por ver Hermanas, Deseo y La amante inglesa, ya les iré contando.
Ah, y comenten, que me entran a miles pero deben de ser muy tímidos.
Camus con María Casares, que estrenó la pieza. |
Tanto en La Abadía como en el Valle-Inclán, ahora mismo los asistentes ven aproximadamente la mitad de las expresiones faciales de los actores. Es un sacrificio asumible cuando la obra gana por otra parte lo que pierde por ésa. Se me antoja que eso ocurre en dos circunstancias posibles. La primera ya la hemos mencionado: sucede cuando la ubicación del público está en la esencia de la pieza. (Recuerdo, además de los dos ejemplos mencionados, otro reciente, ahora que he visto a Críspulo Cabezas en Málaga: la versión de Los persas de Francisco Suárez, con Críspulo en el Español. El pasillo entre dos masas de espectadores propiciaba movimientos de actores de aspecto ritual). La otra posibilidad es que la potencia expresiva de la interpretación gane con la proximidad lo que pierde con la falta de visibilidad. Y ya estará pensando todo el mundo en La función por hacer. Pero ni el Woody Allen ni el Camus que comentamos están puestos en escena con esa capacidad desgarradora que del Arco le sacó a Pirandello, así que sería una curioso experimento verlos en un escenario a la italiana. Apostaría a que funcionarían mejor.
L'Echo d'Alger 6 de enero de 1935 |
Con otro enfoque de escritura, hubiera dado en melodrama tremebundo o en grand-guignol, pero Camus la vertió en un molde cercano a la tragedia clásica: todo parece avanzar hacia el final de manera inexorable. Una madre asesina a su propio hijo, porque las circunstancias le impiden reconocerlo (aunque, ay, en algunos momentos la verdad no se desvela por un escaso milímetro). Y Dios, irracionalmente silencioso (la crítica lo reconoció de inmediato en el criado significativamente mudo durante toda la función, y que sólo habla para negar su ayuda a Marta, hundida en el pozo más negro imaginable). La peripecia es realmente horrorosa, sobrecoge ya en la lectura, puesta en escena adecuadamente debe mantener al público helado de principio a fin y enviarlo a casa atenazado de angustia. Me temo que nadie va a salir del Valle-Inclán helado y atenazado de angustia.
Eduardo Vasco |
Los intérpretes resuelven bien lo que se les ha pedido. Julieta Serrano brilla con luz propia, merecería la pena ir a verla aunque estuviera sola con su papel. La cosa alza un poco más el vuelo en la penúltima escena, la de la explicación de Marta (Cayetana Guillén Cuervo) y María (Lara Gruber), a quien acaba de dejar viuda.
P.J.L. Domínguez
Seguir actualizaciones |
Ah, y comenten, que me entran a miles pero deben de ser muy tímidos.
2 comentarios:
Me encanta el blog.
¿Podría añadirle servicio de RSS para estar al tanto de las actualizaciones?
¡Gracias!
Creo que la frialdad medida de los personajes es una baza a favor si se sabe entender: Son personajes derrotados, fríos, que han aprendido a prohibirse sentir, a vivir con una total desafección. El personaje de Marta solamente se permite un ínfimo momento de "debilidad", que resuelve con maestría. El espacio escénico es sublime aunque, es cierto, tal vez el efecto partido de tenis lo haga incómodo. Yo disfruté mucho con esta producción, a pesar de esta apuesta tal vez innecesaria pero inmensamente bella,sombría y desolada.
Publicar un comentario
Ánimo, comente. Soy buen encajador.