domingo, 10 de mayo de 2015

ANTÍGONA

Sala: Teatro de la Abadía Autor: Sófocles (versión libre de M. del Arco) Director: Miguel del Arco Intérpretes: Manuela Paso, Ángela Cremonte, Carmen Machi, Santi Marín, Silvia Álvarez, José Luis Martínez, Raúl Prieto y Cristóbal Suárez Duración: 1.30'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)


Carmen Machi y Rául Prieto.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Lo accesorio es el ruido mediático que el Teatro de la Ciudad, iniciativa de Sanzol, Lima y del Arco, ha producido durante meses. Bienvenido sea el marketing si atrae al público, pero al espectador le interesa poco si el teatro se produce de esta o aquella manera. Lo esencial es el resultado. Mejor dicho: los tres resultados. A falta de ver a Sanzol, puedo decir que el balance se anota, al menos, una gran función y media. La media es la de Lima: gran función cuando actúa Aitana –que está impresionante-, gran patinazo cuando es él quien sale a escena.


    La gran función casi completa es la Antígona de Miguel del Arco. Digo “casi”, porque alguna cosa hay que desmerece del resto: un par de coros confusos, unas superfluas máscaras de luchador mexicano. 

En todo lo demás, brillan los actores y el enorme talento de quien los dirige. Carmen Machi es Creonte, pero no porque haga de hombre: Creonte es mujer. Está a su propia altura, y con esto lo he dicho todo. Grande en la confrontación con Manuela Paso, que le aguanta el pulso con bravura. Grandísima con Raúl Prieto, a quien nunca he visto mejor, y que enseña cómo se puede ser trágico sin perder la contención. La función gana vuelo a medida que avanza y alcanza su clímax con el vuelo literal de Antígona, que justifica a posteriori la escenografía y los tumultos del coro. 

Y lo que no cabía allí:

1.- A pesar de la enorme admiración que tengo por Miguel del Arco, el comienzo me asustó. "Es que los talleres son muy peligrosos", me dijo JM. Efectivamente, lo son. Metan a un grupo de personas a vomitar toda su potencia creativa en grupo, a dar rienda suelta a las ocurrencias, inventen entre todos gestos que simbolizan ideas que nadie más podrá deducir, pierdan de vista la necesidad de que alguien termine estableciendo dónde está el punto de llegada y... si se descuidan, les sale Capitalismo hazles reír. Esto del Teatro de la Ciudad tiene un parentesco evidente con aquel invento de Lima en el Price, de desastroso resultado. Tanto en el formato de los talleres como en su uso como herramienta de comunicación y publicidad (algo, lo de airear los procesos creativos con fines promocionales, que entre nosotros se inventó Almodovar). 

No seré yo quien niegue la utilidad de cualquier formato, incluido éste de los talleres en los que aporta hasta el Tato, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie. Habitualmente, un director de escena reúne a un grupo de intérpretes y colaboradores (escenógrafo, iluminador, figurinista...) con una idea más o menos predefinida. Cada director y cada función son un mundo, y el grado en el que el director propicia y admite las sugerencias de los participantes es altísimamente variable. En esta ocasión -los responsables del proyecto se han encargado de explicarlo minuciosamente- la actitud era precisamente la de incorporar todo el caudal de aportaciones que se produjera en las sesiones de trabajo, vinieran de quien vinieran (si he entendido bien, incluso de quien pasara por ahí sin título de participante en la función).

No me cabe duda de que las acciones de este tipo pueden ser enriquecedoras en muchos aspectos. Son lugares de reencuentro de los artistas con su oficio, momentos de exaltación creativa, herramientas de formación de actores, y fomentan el ensamblaje de los actores entre sí y con el director. Pueden también suscitar el interés de determinado aficionado al teatro: el que se siente atraído no sólo por el espectáculo, sino también por cómo se crea. Hasta aquí, todo bien. Pero, y esto es una obviedad como un piano de cola, una cosa es, por ejemplo, un taller con intención formativa, y otra bien distinta un proceso encaminado a producir una función que se exhibe en un teatro, para público general y cobrando entrada. Quiero decir con esto que, desde ese momento, el juicio se desplaza necesariamente del proceso al resultado. Todo el interés que el proceso haya podido revestir no viene al caso cuando la luz se apaga y la función comienza.

Tampoco viene al caso quién haya podido implicarse. Lo digo, porque también se ha tenido buen cuidado en divulgar los nombres de las muchas e influyentes personas que han participado. Me cuidaré mucho de decir que el objetivo sea blindar de alguna forma el resultado (de dos maneras: apilando autoridad tras las espaldas de la autoría y consiguiendo que todos los implicados, como es natural, divulguen su opinión positiva), porque sería un insostenible juicio de intenciones. Pero es evidente que, con o sin intención, el efecto es ése. En otras palabras: el juicio equilibrado e imparcial con el que todos asistimos a la creación de un grupo de desconocidos es muy difícil de mantener cuando una de estas funciones "blindadas" arranca. En fin, hay que esforzarse por intentarlo.

Este primer punto casaba más en la crítica de la Medea de Lima, de la que algo les contaré, pero escribo esta primero y era imposible no decir nada. 

2.- Estábamos en que me asustó el comienzo: todos de negro, un grupo desordenado e intenso que va y viene, gesticulan, farfullan, se atropellan, se enredan con los cables que limitan el fondo del segmento circular que constituye la escena... todo muy de taller, todo muy de clásico rompedor de hace treinta o cuarenta años. "Oh, Dios mío, ha ocurrido, a del Arco se lo han comido los talleres y lo ha abducido el Lima de Capitalismo". Hasta que rompen a decir cosas de uno en uno, y comienza una función superlativa.  A la que le quedan algunos flecos prescindibles, ya se lo decía en la crítica en papel. El resultado global es muy fácil de sintetizar, y las tres o cuatro personas de mi confianza que me lo han comentado han coincidido en la misma fórmula: los coros no están bien pillados, pero el resto es magnífico. No he tenido tiempo de revisar a Sófocles, tengo la sensación de que del Arco ha hecho lo que le daba la gana, y ha hecho bien: el texto funciona como una serie de latigazos de intensidad creciente.


Debe de ser una foto de ensayo, pero da buena idea de lo que les digo de los coros.

3.- Cosas que ya se han dicho. a) La función es de la Machi. b) No importa absolutamente nada que Creonte haya cambiado de género (insisto, Machi NO hace de hombre; el nuevo tirano es una mujer). c) La escena con Raúl Prieto es completamente distinta con esta Creonte mujer. Más desgarradora. En esto no hay igualdad de género que valga. Por ahora, y me parece que por algunos siglos todavía, la relación de un hombre con su madre está mucho más cargada de energía explosiva que la que corresponde al padre. d) Por definición, cualquier buena función va a más, pero en ésta el efecto es especialmente evidente: Paso / Cremonte; Paso / Machi; Machi / Prieto. Al único que vi algo por debajo de sus capacidades fue a Santi Marín.

4.- Párrafo aparte para Raúl Prieto. Dije de él, cuando El misántropo: "Un actor excelente: estaba muy bien en la Señorita Julia de Narros, espléndido en La función por hacer, otra vez estupendo en Veraneantes... pero algo le pasa cuando no se controla. Estaba raro en El lindo Don Diego, abusando de una voz rasposa, y aquí amontona otros tics, como el de pasarse la mano por la cabeza insistentemente, como hacen algunos cuando están preocupados o nerviosos. Sí, el personaje podría hacerlo en la realidad, son de hecho gestos que uno ve a menudo en los noctámbulos que se han metido algo, pero en teatro lo real y lo verosímil se dan a veces de tortas." Pues bien, esta Antigona es quizá eso que suena tan relamido: la consagración de un gran actor. Uno respira con dificultad durante la conversación con su madre y deja de hacerlo definitivamente en el desenlace. No he visto a nadie suicidarse con más elegancia. Supongan que el montaje fuera un desastre y que todos los demás estuvieran de pena: les aconsejaría verlo, aunque sólo fuera por él. Después de esto, Prieto puede hacer lo que quiera.

5.- Del Arco es muy listo. Suficientemente listo como para esa "justificación a posteriori" que, a lo mejor, quedaba un poco críptica en las reducidas dimensiones de la crítica en papel. Ya les he dicho que los coros no están bien encajados. En alguno, apenas se entiende nada de lo que dicen. Pero entonces hay que encerrar a Antígona en una profunda cueva y, en un arranque de ingenio, en lugar de profunda cueva tenemos una aérea esfera que sobrevuela el escenario desde el principio (y que ahora se justifica), y la protagonista debe ascender, en lugar de descender, para ser encerrada en ella. El coro ata a Antígona a un arnés y evoluciona llevándola en vilo de uno a otro extremo del proscenio y elevándola en el aire en postura casi de crucifixión en una apoteosis paroxística. Por fin tiene sentido el delirio coral. No llega a redimir las apariciones anteriores, pero las dota de cierta significación dramatúrgica. Es como si "el taller" hubiera producido los tumultos y el director los dotara, en última instancia, de algún significado.

6.- Del Arco es muy listo. Ah, que ya lo había dicho. Se las ha arreglado hasta para introducir un comentario (escénico, claro, es como deben comentar los directores de escena) a todo el invento. Aparece Tiresias (Cristóbal Suárez) y empieza a soltar sus burradas retorciéndose, hablando con una extraña voz y -creo recordar- con un efecto de proyecciones. Yo -que me paso de listo a menudo- pico como el director espera que pique y pienso: "Oh Dios mío, vuelven los talleres, este chico ha propuesto esta voz colocada quién sabe dónde y hala, todos entusiastas", etc. Y en esto llega la Machi y le da el alto: "Con tanta puesta en escena no se entiende el mensaje". Se para la tontería, y Suárez se pone a hablar con naturalidad. No puede estar más claro. Del Arco habrá sido o no consciente -esto es lo de menos en una obra de arte- pero esto es una patada en toda regla en los bajos de un cierto modo de hacer teatro sobrecargado de intenciones y simbolismos de todo tipo que emerge con facilidad de estos procesos creativos de grupo. Le ha salido un chiste metateatral donde más convenía, en dos sentidos: en la progresión dramatúrgica de su pieza y en pleno centro del Teatro de la Ciudad. Autocrítica, humildad, humor. Repito: que es muy listo.

Este tipo de crítica suele terminar con la recomendación "vayan", pero no creo que sea posible a estas alturas. Me parece que no quedan entradas. Supongo que se repondrá.

¡Se me olvidaba! Una interesantísima versión alternativa de la misma historia en Eterno Creón. Está muy bien verlas seguidas.
P.J.L. Domínguez
          

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