Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)
En el orden de las cabecillas: Estudillo, Roca, Muriel, Cruz y Dorta.
Foto: Javier Naval
La mayor parte de las veces, ve uno algo y no precisa ni un minuto para saber si le ha gustado o no. Por ejemplo: vislumbra unos segundos a Putin en el telediario, y ya sabe que le da miedo. Pero, en ocasiones, las cosas se quedan dando vueltas, ahí por el patio trasero del cerebro, y a los dos o tres días manifiestan mucho más tomate del percibido a primera vista. Esto es lo que me ha pasado con Los iluminados. El viernes salí del Español con una sensación general simplemente luminosa, y hoy, lunes, me parece un texto muy, pero que muy, inteligente. El título original, The pied pipers of the lower Est Side, es imposible de traducir literalmente: Los flautistas... se queda corto, por la riqueza de significados del término pied piper. Para los perezosos crónicos que se niegan a seguir enlaces: el flautista de Hamelín es, en inglés, el pied piper of Hamelin. Pied es, además, multicolor. Si ven la pieza, comprobarán que esta superposición de connotaciones le encaja como un guante. Derek Ahonen debe de poseer el don de los títulos. Vean éstos: Tráenos la cabeza de tu hija; Venus, Sensation y el Papa; Feliz en el asilo; Rodillas rosa sobre piel pálida... En fin, algo había que hacer en castellano, Los iluminados no está mal, aunque algo me dice que seguramente se habrán considerado las posibilidades de un vocablo de moda: perroflauta.
Derek Ahonen |
Esto va... joer qué difícil. Recurramos a Putin. ¿O creían que lo mencionaba porque sí? En este blog no se da puntada sin hilo, o punto sin puntada, que es como lo decía mi abuela (algo sabría del asunto, era modista). Oigan bien esto que pasa por una frase suya (de Putin, no de mi abuela): "Quien añora el comunismo no tiene cabeza; quien no lo añora no tiene corazón". O este tipo es muy listo, o tiene excelentes asesores. Pues de eso va Los iluminados: de lo que debería ser, y parece que no podrá ser nunca; de los ideales y la maldita necesidad de comer; de la realidad y el deseo. Estos cuatro han conseguido vivir de acuerdo con sus ideales, formando una familia entre Walden y una comuna anarquista. Comunidad de bienes, trabajo y relación erótico-festiva. Cuatro adorables personajes que, para que me entiendan, tengo que llamar inadaptados, que es como los llamaría el sistema. Del sistema huyó la abogada que hace de ideóloga del grupo. Los otros tres son un militante anarquista politoxicómano, un tipo que sufre constantes ataques de ansiedad producidos por la idea de la muerte, y una jovencita punkie maltratada por su familia. Enamorados todos de todos, parecen felices, y regentan un restaurante vegano.
Jorge Muriel intentando sofocar uno de los ataques de ansiedad de Pedro Ángel Roca. |
Ahonen se ha enfrentado a lo que nos enfrentamos todos cada vez que intentamos establecer nuestra postura respecto a esta sociedad podrida en la que vivimos. Bueno, no sé si todos, mi entorno sí, desde luego. Llevo meses hablando con gente que oscila entre el deseo feroz de que todo estalle, y la clara conciencia del horror que se desencadena cuando todo estalla. Vamos, lo de Putin. Yo no tengo la respuesta, desde luego. Ahonen tampoco. Pero se las ha arreglado para plantear el problema en su justo término. La función no escatima tiempo en mostrarnos tanto lo que piensan como lo que hacen estos cuatro maravillosos locos. Y no está mal: ese tiempo no sobra. Introduce además un quinto personaje, el hermano menor del drogas, que viene a ser el observador externo que reproduce nuestra perplejidad ante una forma de vida radicalmente opuesta a la acostumbrada. Parecen felices, ya lo he dicho, más que nosotros. Pensamos, unos minutos antes de que el propio texto lo diga, que muchos grandes reformadores sociales -recordaba yo al San Francisco desnudo de una película que me impresionó en mi infancia y que no he identificado- fueron también unos desharrapados. Queremos otorgarles alguna posibilidad de éxito (aunque la palabreja pegue aquí como bogavante en joyería). Hasta que se destapa el pastel con la irrupción del mecenas chiflado que mantiene en pie el invento. Aquí debajo lo tienen.
Javier Albalá como Joaquín. |
¿Chiflado? No tanto. No se va a mover un centímetro del lugar que le conviene. Estupendo Javier Albalá en la piel de este personaje, al que el dinero le permite encajar su inadaptación (que éste también lleva lo suyo) como le venga en gana, y ocultarla bajo un grotesco disfraz de teleñeco bienintencionado. El muchachito que cae allí por casualidad es Mariano Estudillo. Aparenta menos edad de los veintidós que me parece que tiene (debería explotar la posibilidad que eso le da de interpretar personajes adolescentes, a veces un tormento de casting). Aquí está sembrado, pasando de la pose de pijo sobrao a las reacciones violentas propias de la edad y al más auténtico estupor. Algunas escenas adquieren mayor espesor por su presencia muda, con una cara que lo dice todo ante lo que está viendo. Marina Cruz, toda candor, encantadora (y me gusta su dicción). Jorge Muriel lleva con buen pulso un papel lleno de peligros: va estando más colocado a medida que avanza la función, tiene hasta una revelación sobrenatural. Es complicadísimo no caer en el histrionismo en estos casos, y lo consigue. Firma además, con Javier Fuentes, la traducción, que roza la brillantez. Sólo la abogada me pareció un poco rígida, pero es comprensible: es el papel más serio, el único que no se desparrama en ningún momento. Está en un registro distinto al resto, y no se ha terminado de encontrar uno que encaje.
Pedro Ángel Roca |
Párrafo aparte para Pedro Ángel Roca. He debido de verlo en alguna parte, pero no lo tengo registrado. De acuerdo, su personaje, Velarde, es un bombón: acelerado, ansioso, irritable, obsesionado con la muerte; pero también tierno, juguetón, cariñoso (lejanamente emparentado con el de William Miller en Los miércoles no existen). Pero esto no le quita mérito a Roca, que lo convierte en un ser de carne y hueso que uno querría tener entre sus amigos. Muy bien, la verdad es que muy bien; cuanto más se me va asentando la función en la memoria, más me gusta cómo lo hace. Y aguantando media función prácticamente en bolas, algo no tan fácil como parece.
La función no está redonda del todo. Se podrían pulir tiempos aquí y allá, y lo que podríamos llamar último acto decae un poco. Pero logra transmitir con convicción un texto complejo y extenso. Engancha, emociona, nos hace pensar (por millonésima vez) que alguna puñetera manera tiene que haber para que las cosas (sí, las cosas en general; o sea, todo) sean más humanas de lo que son. Las dos horas y media largas no cansan, que no es poco.
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