martes, 5 de febrero de 2013

EL LINDO DON DIEGO

Sala: Teatro Pavón Autor: Agustín Moreto (versión de Joaquín Hinojosa) Director: Carles Alfaro Intérpretes: Carlos Chamorro, Óscar de la Fuente, Javivi Gil, Natalia Hernández, Vicenta Ndongo, Raúl Prieto, Eduardo Soto, Cristóbal Suárez, Rebeca Valls. Duración: 1.45'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)




Si le cuentan que una pieza lleva generaciones acumulando éxito (Hamlet, La revoltosa, Don Juan Tenorio o El Mikado, me da lo mismo), va a verla, y no le gusta, desengáñese: se la han montado mal. El aval de la historia representa nada menos que la acumulación de miles de opiniones anteriores a la nuestra. No se equivoca casi nunca. Para nuestra suerte, Alfaro ha montado un lindo Don Diego que deja bien claros los motivos del éxito plurisecular de esta fantástica comedia. Repitamos el tópico: si hubiera sido escrita en inglés, habría por lo menos una película en blanco y negro (con Claudette Colbert, pongamos) y otra en color (de Kenneth Branagh, seguro, y musical si me apuran). Pero Moreto fue a nacer en Madrid, y eso se paga. La versión de Joaquín Hinojosa tiene la agilidad que los tiempos requieren. Si acaso, yo intentaría recortar un pelín del lío central con la misteriosa tapada entrando en la casa de marras. Pero, probablemente, es misión imposible si uno quiere conservar el lance, que debe ser conservado.

Carles Alfaro
Hinojosa firma también el texto introductorio del programa de mano, y ahí sí tengo algo que toserle. Es cierto que se abusa en ocasiones al buscar en textos históricos planteamientos ideológicos formados muy posteriormente. Pero no cabe olvidar, por ejemplo, que, mientras las multitudes aplaudían unánimes las brutalidades del circo, Séneca dejó un testimonio escrito de su rotunda oposición: "Al hombre, sagrado para el hombre, lo matan por diversión y risas". O que, en medio del fiestorro político-social montado en España con  las maravillosas perspectivas de la explotación de los indios, y menos de veinte años después del Descubrimiento, Fray Antonio de Montesinos puso las peras al cuarto desde Santo Domingo, con una prosa digna de Sain-Just: "¿Estos, no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís?" (Por cierto: les suena a Shakespeare, ¿verdad? Es, talmente, el monólogo de Shylock. Hubiera sido otro ejemplo estupendo de posturas avant la lettre). O que, en 1867 (!), Karl Heinrich Ulrich tuvo las santas narices de declararse gay ante el Congreso de Juristas Alemanes de Munich (debía de ser una cuadrilla super-enrollada y simpática) solicitando la abolición del artículo 143 del código prusiano, que penalizaba la homosexualidad. Todos estos ejemplos, y muchos más, demuestran una cosa: ante cualquier situación de injusticia, y por muy alienante que sea el clima social, siempre es posible la aparición de un espíritu libre que denuncia. Es más, yo diría que ocurre siempre. Es como ese pequeño porcentaje de seres humanos que, ante una pandemia vírica, se salvaría por una característica de su ADN; como si la especie mantuviera siempre una pequeña reserva de conciencia crítica, que permita, antes o después, la superación del horror. ¿Y quién va a ser más capaz que un dramaturgo de percibir, y confesarse a sí mismo, las injusticias consagradas? ¿Quién más que un creador que está obligado, para el ejercicio de su arte, a reflexionar constantemente sobre las relaciones humanas y las motivaciones escondidas detrás de cada acción? 

Agustín Moreto, por Juan
de Pareja
Estoy perfectamente de acuerdo con Hinojosa en que El lindo don Diego se apunta sin ambages al orden establecido. Pero tengo dos cosas que decir a eso. La primera, es una prueba en contrario: la obsesiva presencia, en nuestro teatro clásico, de la cuestión de los matrimonios decididos a espaldas de la voluntad de las mujeres, demuestra estrepitosamente que la violencia de la situación era evidente para todo el mundo. Y la segunda: Hinojosa parece generalizar en cierta medida al decir que nada hay de feminismo adelantado "en textos donde es imposible su existencia". Llamo a declarar a Calderón: "Mi madre, persuadida / a finezas amorosas / fue, como ninguna, bella / y fue infeliz como todas." Y más adelante: "De éste, pues, mal dado nudo / que ni ata ni aprisiona / o matrimonio o delito / si bien todo es una cosa".  Si yo entiendo el castellano, Rosaura acaba de decir que todas las mujeres son infelices, y que el matrimonio es un delito. Si eso no es, por parte de Calderón, una forma de comprensión de las razones del otro escalofriantemente adelantada a su tiempo, que venga Dios y que lo vea.

Basta de rollo, vamos al tajo. Helena Pimenta, nueva directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico tuvo un rotundo éxito con su primer montaje al frente de la misma: La vida es sueño (recién citada). Y tiene ahora otro similar, como programadora, con El lindo Don Diego. Una fiesta para la vista, una fiesta de dirección e interpretación:

Fiesta para la vista: el siempre certero JM me decía a la salida: merece la pena venir sólo para ver la escenografía, el vestuario y el efecto final. Sí señor. La escenografía es de Paco Azorín, a quien le he visto aciertos tan rotundos como los de Nuestra clase, Münchausen o Ante la jubilación. Esto sí es una escenografía reducida al mínimo necesario, pero con una formidable potencia expresiva, no como esas cosas tan de moda, que terminan premiadas, como los sofás amontonados en el centro de la Abadía para Maridos y mujeres (no, no estoy obsesionado; es que el cerebro me crea enlaces automáticos entre todo lo que he visto recientemente). Unas rampas móviles y unos trucos de transparencia y reflexión, y ya está solucionado el constante ir y venir, y la complicadísima tarea de hacer comprensibles y atractivas para el espectador las escenas del protagonista ante el espejo. Un prodigio, vayan a verlo porque no lo voy a explicar.

Rebeca Valls
El vestuario, de María Araújo, consigue algo muy difícil  de conseguir: una serie de trajes que, en algunos casos, son verdaderas piezas singulares de mérito, pero que componen a la vez una sensación armónica de conjunto. El traje losangeado de Mosquito, los vestidos de Doña Leonor y Doña Inés, el estrambótico atavío de Don Diego y el traje de su criado, no tienen desperdicio. Algo (poco) apreciarán en la foto de la izquierda, y en la de más abajo (cliquen para verlas más grandes).

La iluminación, de Pedro Yagüe, perfecta. Digo "perfecta" con intención, porque debe combinarse con los artificios escénicos de transparencia y reflexión mencionados más arriba. O sale perfecto, o no hay quien sostenga el asunto. Y hay momentos de virtuosismo técnico y estético. El final -un Don Diego que, puesto ante la contradicción evidente entre su percepción de sí mismo y el desprecio ajeno, se tambalea, se disgrega casi- es un bellísimo remate del trabajo de Yagüe. Una escena moralmente idéntica a la disolución de Glenn Close al final de Las amistades peligrosas.


Fiesta de dirección e interpretación: estas comedias disparatadas estan plagadas de trampas para directores incautos. La que más víctimas produce suele ser el apayasamiento y la exageración de las actitudes de los personajes, algo que acaba indefectiblemente en Gaby, Fofó y Miliki (grandes, pero en otro género). Rinden agradecidas si, como ha hecho Alfaro, se da predominio al gesto contenido, se cuida el movimiento, y se da sentido a la cara que ponen los que no hablan. Lo voy a repetir, porque es una de esas cosas de primer orden, que parecen memeces cuando se dicen: las caras que ponen los que no hablan. Sencillo, ¿verdad? Bueno, pues estoy harto de ver comedias en las que quien lleva el parlamento se desgañita mientras el resto parece haber recibido sólo la indicación de "mientras él habla, tú oyes". Los personajes de Moreto se pasan la función soltando perlas que tienen que provocar todo tipo de reacciones en el resto, incluso, atención, en quienes se encuentran en segundo término. Y me gustaría ver la función  otra vez centrando la atención en esos segundos planos, de los que no se ha descuidado ninguno. 

La reina  de esa escucha en la que un leve movimiento de ceja o de la comisura de los labios resulta hilarante es Natalia Hernández, en Moreto o en lo que se le ponga por delante. Está maravillosa. Es una de esas mujeres, como Trinidad Iglesias, que si alzan el hombro dos centímetros acaparan la atención de la platea. Rebeca Valls salía bien parada en aquel despropósito de Los conserjes de San Felipe Neri, y eso lo dice todo de su capacidad. Monísima (lo siento, es la palabra justa y lo que diría mi señora madre) en Amar en tiempos revueltos, muy eficaz en Burundanga. Está aquí en la justa medida del personaje.   

Ya me bauticé en la religión de Javivi en el irregular Hamlet de Will Keen. Ahora voy a pedir la confirmación. Simplemente, no se puede hacer mejor. Creo que el Mosquito de Carlos Chamorro establece un punto de referencia para el gracioso de nuestro teatro clásico. Los ve uno demasiado a menudo patológicamente... iba a decir sobreactuados, pero no es la palabra adecuada: apayasados, grotescos, gesticulantes. Inverosímiles, para resumir. Su Mosquito es perfectamente creíble, y no menos divertido (más divertido; el otro registro sólo puede divertir a un menor de siete años). Vicenta Ndongo está bien aprovechada (algo que demuestra que en La sospecha estaba, simplemente, mal dirigida). Y Óscar de la Fuente hace muchísimo más de lo que se puede hacer habitualmente en un papel poco más que mudo, y que compone de maravilla: pizpireto, asustadizo, poquilla cosa. No me pregunten por qué, pero me recuerda a la tetera de La bella y la bestia en versión Disney. Igual de entrañable. Cristóbal Suárez está muy correcto en la parte menos lucida de la obra: hablo de memoria, pero me parece que es el único que no debe de tener ni una línea cómica. El serio de la comedia es siempre un papel ingrato. Rául Prieto, que es bueno, bueno (estaba impresionante en La función por hacer, y se llevó un Max), abusa aquí de una especie de vibrato característico, que no sé si es su timbre de voz natural. Nunca le he visto usarlo de manera tan continuada. Supongo que está a tiempo de corregirlo, quedan muchas funciones.

Si algo había complicado en este texto era Don Diego. Un figurón, suele decirse: un personaje literariamente deformado que lleva una característica negativa (en este caso la vanidad) hasta el paroxismo. Papel estupendo para fracasar estrepitosamente a base de hacer el tontito en el escenario. Eduardo Soto sale del trance como para que le lluevan premios (a ver si es verdad; los premios los dan en demasiadas ocasiones, no siempre, las parroquias profesionales, y no sé si está bien situado en cuanto a redes de favores mutuos). No parece un deficiente mental, que es el punto en el que suelen terminar las interpretaciones equivocadas, sino un tonto del culo, si me permiten la inevitable expresión. O sea: algo muy parecido a individuos con los que todos hemos tropezado. Aquí viene una nota importante. Uno se pasa la vida viendo a Cantinflas, y llega un momento en que olvida la existencia de un señor que se llama Mario Moreno. Edu Soto y el Neng son personas distintas. Tiene al primero en la foto de la izquierda y al segundo a la derecha. Espero que los distinga correctamente; si no, tiene problemas de percepción. Le puede caer bien uno y mal el otro. Por si el amable lector arrastra algún prejuicio respecto a esto, sobre el escenario del Pavón no se percibe la menor traza del Neng. Deje sus prejuicios en la puerta del teatro y dedíquese a disfrutar de la interpretación.
P.J.L. Domínguez


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