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Hay actores que tienen la suerte inmensa de soltar una vez algo que se agarra como una lapa a las neuronas del espectador. Es Vivian Leigh clamando "a Dios pongo por testigo". Es José Luis López Vazquez que, tras montar a su mujer en el autobús que se la lleva de vacaciones, y ante el panorama de quedarse al fin solo en Madrid, rompe a cantar "nos han dejao solos, somos de Tudela" (bailando). Es Aurora Bautista, la mujer más maravillosamente sobreactuada del cine español (porque se puede sobreactuar maravillosamente), susurrando ante el cadáver de Fernando Rey "el rey se ha dormido". Es la voz de Constantino Romero revelando "No. Yo soy tu padre". Se da en esos momentos una mágica confluencia de circunstancias y elementos imposibles de analizar; una ecuación con demasiadas variables. No hay quien explique por qué esos instantes, y no los de al lado, son los que sobreviven. Pero es indiscutible que uno de esos elementos es la habilidad del actor al colocar la frase. Véanse los ejemplos citados.
- He visto todas tus películas varias veces. El Paradigma del Mejillón la he visto hoy ya tres veces: a las cuatro, a las siete y a
las once.
- ¿Y te gustó? - Sí, me gustó mucho la segunda vez, pero menos que la primera vez que vi Remake - ¿Y la quinta vez que viste Cara de Culo? - Me gustó menos que la primera vez que vi Remake, pero mucho más que la primera vez que vi Halitosis. Y a ti, ¿de todas cuál es la que te gusta más? - Mira, a mí las películas solo me gusta verlas pero no soporto hablar de ellas.
- ¿Y te gustó? - Sí, me gustó mucho la segunda vez, pero menos que la primera vez que vi Remake - ¿Y la quinta vez que viste Cara de Culo? - Me gustó menos que la primera vez que vi Remake, pero mucho más que la primera vez que vi Halitosis. Y a ti, ¿de todas cuál es la que te gusta más? - Mira, a mí las películas solo me gusta verlas pero no soporto hablar de ellas.
(Marta Fernández-Muro y Eusebio Poncela en La ley del deseo de Pedro Almodóvar, 1987)
Es muy posible que esté harta de que le recuerden esto, pero ahí es donde Marta Fernández-Muro se quedó irremediablemente adherida a nuestra memoria colectiva. Y no me digan que no hay que saber torear para soltar ese diálogo sin despeinarse. Pero las hadas que pasaron por la cuna de esta mujer debieron de ser numerosas. Además de su capacidad para provocar la ternura instantánea y universal, resulta que la extensa popularidad conseguida con esas pocas frases no se limita, como yo creía, a mi generación. Ayer, me di de bruces a la salida del teatro con un jovenzuelo de treinta abriles que reaccionó ante su nombre de inmediato con un "ah, la que salía en Cajón Desastre". Vamos, que quien la ve, no la olvida.
Lo que no le conocía era la habilidad literaria. Es autora de este monólogo, que las clava todas sin aparente esfuerzo. Esto del "sin aparente esfuerzo" es siempre un espejismo, claro. Cuanto más naturales parecen las cosas, más trabajadas tienen que estar. En Un pasado en venta, una señora de mediana edad un poco tronada nos va soltando incoherencias, aprovechando que hemos ido a ver la casa que pretende vender. "Ya perdonarán, pero como vivo sola, no tengo con quién desahogarme". Me tocó pensarme casi simultáneamente la crítica de esto y la de Maridos y mujeres y, respecto al mayor o menor realismo de esta última, solté una las mías (me encanta ponerme lapidario): la sensación de realidad se produce a menudo a partir de la combinación de elementos no realistas. Sí, ya sé que he descubierto el Mediterráneo, pero viene a cuento recordarlo ahora. Esta señora (un poco maniática, un mucho cotorra, un bastante frustrada) va componiendo un mosaico familiar en el que comparecen la tía enamorada de un ciervo disecado, el gato asesinado con mercurio o el tío obsesionado con que la luna le cayera encima. Mientras cuenta todo eso, se le escapa la ansiedad con la que lleva decenios manejando la relación con un hombre que -ella no se da mucha cuenta, pero nosotros sí- le ha destrozado la vida. Y así, entre esos retazos de un pasado improbable, va emergiendo un retrato tan verosímil y tan cercano, que todos salimos de allí con la sensación de haber conocido muchas señoras como ésta.
Fernández-Muro está que se sale. Ha incorporado con extrema habilidad (qué digo habilidad, ¡maestría!) el repertorio gestual de estas señoras que. Cambia de registro como yo de calcetines. Hay un momento en el que, con viveza y buen humor, cuenta que su abuela tenía "un gusto exquisito". Cambio de registro: abatimiento. Y dice: "Un gusto exquisito... ya ven". La muletilla para pensar en otra cosa, con la mirada velada. Estupendo. La ha dirigido Pilar Massa que, en esto del teatro de cámara, venía de bordar Contraacciones en el María Guerrero, y que la mueve de maravilla.
No puedo terminar sin decir algo sobre La Casa de la Portera. Un ejemplo más de algo que, como me decía JM, debería saberse ya en todo el planeta: que en Madrid se ha producido una inaudita explosión de pequeñas salas. Yo presumo de pateármelo todo, y todavía me quedan varias que no he podido pisar. Ésta es mi segunda visita a los porteros. La anterior, un maravilloso Chejov (Ivan-Off) de José Martret. Y ahora, este delicioso monólogo que es la excusa perfecta para que conozcan el sitio. Si todavía no han ido, asúmanlo: no están al día. Ah, y llévense a sus madres, les va a encantar.
P.J.L. Domínguez
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