lunes, 7 de enero de 2013

LA MIRILLA

Sala: Garaje Lumière Director: Sergio Candel Dirección Artística: María Sánchez Moreno, Sonia Castro, David García Intérpretes: Celia de Molina, Natalia de Molina, Laura Lebrato, Maggie Civantos, Sandra Carrié, María Ordóñez, Airún Oliveros, Nacho Marraco. Músicos: Carlos López, Carlos Pérez, Carlos Mirat Duración: 1.40'
Información completa (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)

(Esta entrada va a ser larga: si tiene prisa por saber de La mirilla, sáltese cuatro párrafos)


Foto: Antonia Magazine
Esto de desnudarse para el personal debe de ser antiguo como el mundo. Error: antiguo como el vestido. En cuanto se veló, debió de aparecer el morbo por desvelar. Y no hay espectáculo en el que el erotismo no esté presente, en mayor o menor medida. Si no, ¿podría alguien explicar el peso, a veces abrumador, que la mayor o menor belleza física tiene en la carrera de actores y actrices? Piensen en su amigo más feo e imagínenlo ahora de Han Solo en La guerra de las galaxias. Imposible, ¿verdad? En fin, obviedades.

La Chelito
Tratamos aquí del género específicamente centrado en mostrar cuerpos desnudos a la más o menos abierta concupiscencia del espectador. Luego volveremos sobre el "más o menos". Resulta muy difícil saber hasta qué punto el desnudo ha estado presente en los escenarios en épocas pasadas: probablemente, aparecía sin ser anunciado (por motivos obvios), en contextos que los contemporáneos reconocerían por detalles que se nos escapan. Mutatis mutandis: vaya usted a explicar a un marciano que si encuentra en una carretera secundaria una casa aislada y anodina con un cutrefluorescente rojo en la fachada, no debería llevar a su novia a tomar una copa allí. Pero tengo un maravilloso ejemplo específico. El suegro de un buen amigo vio en Béjar (¡en Béjar!) despelotarse a la Chelito, calculo que a comienzos del siglo XX. Pueden estar seguros de que esa parte del espectáculo no se publicitaba. Por cierto: había que tener narices. La turba de berracos que formaba el público se subió al escenario y lo hundió, sin que se tenga noticia de que la cupletista resultara herida.

He tenido la suerte, y debo de ser de los últimos, de haber visto dos residuos arqueológicos de lo que era el género en su salsa antes de su modernización. Alrededor de 1984 visité el mítico El Plata de Zaragoza. La esposa del ganadero que se sentaba a mi lado me dio una lección para entender cómo funcionaba aquello, en El Plata o en el top de glamour del Crazy Horse de París: a dos metros de una señora con las ubres desparramadas por medio local, le dijo a su marido "qué preciosidad de vestuario". También volveremos sobre esto. La segunda experiencia tuvo lugar en el Teatro Volturno de Roma, en 1991. Aunque parezca mentira, todavía se programaban espectáculos de variedades idénticos a como podían ser en 1950. El entretenimiento incluía una señorita con los redaños de desnudarse completamente y recorrer un patio de butacas repleto de reclutas que la sobaban con unas diez manos cada uno. Im-pre-sio-nan-te. La avezada stripper captó de un golpe de vista quién era el espectador más inofensivo (entre varios cientos), y se me sentó encima. A horcajadas. Nunca he sido más envidiado. No se molesten en buscar la experiencia: el Volturno es ahora un sitio supermoderno con una programación superculta.

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Dirty Martini
Durante el siglo XX desapareció prácticamente todo el espectro estilístico que el género ofrecía, y sobrevivieron los extremos: el gran glamour en lugares como el citado Crazy Horse y la exhibición pornográfica de actividad sexual explícita en tugurios de mala (a veces no tan mala) muerte (relativamente populares en algunos países europeos y en los bailes de barra vertical ubicuos en Estados Unidos). Pero el espectáculo es como la energía, sólo se transforma, y desde finales de siglo se produjeron fenómenos casi simultáneos de renacimiento en lugares tan distintos como Nueva York (auge del neo-burlesque) o, en lo que nos toca, Zaragoza (reapertura de El Plata en 2008) o Barcelona (estilización de la pornografía en el Bagdad, reapertura de El Molino en 2010). Además, el burlesque (término equivalente en origen a nuestras variedades, pero que en EE.UU. se ha ido limitando a lo de desnudarse con mayor o menor dosis de arte) saltó a los circuitos de vanguardia con figuras como Dita von Teese o Dirty Martini. Vi a la segunda en Nápoles, y a punto estuve de fundar un club de fans. Ahora mismo, uno se encuentra estriptis (no tenemos palabra en castellano) en cualquier formato: despedidas de soltera, cine blockbuster (como la horrenda Burlesque) o festivales de teatro. En fin, los tentáculos de todo esto llegan a Marilyn, a la Loren o a Lina Morgan, y es más carne de wiki que de blog. Mejor paro.

Creo que todo lo que circula ahora se nutre por una parte de la tradición europea (seguramente, la línea de la Chelito o de las chicas del Teatro Chino de Manolita Chen se entretejía en el mismo tapiz de la gran revista, con más o menos picardía y plumas) y de la americana. También La mirilla. Las siete chicas siete llegan de lugares o pasados exóticos (una bailarina del Bolshoi, una misteriosa venezolana, una turbia tuerta), como exige la tradicional asociación entre el desnudo y el baile exótico. Y las presenta el también tradicional maestro de ceremonias. Este último es quizá el punto más flaco del espectáculo (al menos el que tocó en mi función): la tradición (otra vez), exige un tono más canalla o una interpretación más intensa, un registro más alto, tire para la simpatía o para donde tire. No se puede hablar en un mesurado estilo coloquial entre una y otra tórrida jovencita. Las siete se desnudan en siete estilos distintos: desde la fina sensualidad de Yvonne Chaves (hermosísima Sandra Carrié), que no se desnuda sino que se viste, a la parodia jocosa de Francesca della Morte (Celia de Molina) o lo grotesco de Lola la tuerta (Laura Lebrato); de la finta ingenua Ada Jean (Natalia de Molina) a la rusa sadomasoquista Irina Vinokourov (personaje muy bien montado por Maggie Civantos); del mix cantautora-stripper de Asunción Turroete (María Ordóñez) a Audrey Lalá (Airún Olmeros), la más cercana al código del strip-tease estándar. Las siete están bien. Alguna, quizá las dos Molina, podría incluso especializarse en la cosa (hay que ver mucha Martini y mucha Von Teese para eso). Todos estos personajes que han construido tienen facebook, por si a alguien le interesa.

Pinche la foto y amplíela si quiere ver los
créditos completos. 
Como en todo espectáculo de variedades, hay aquí dos niveles de análisis. El de cada número, en el que la participación creativa de cada actriz ha sido, probablemente, muy alta, y que cumple en variedad y en calidad interpretativa. Y el del conjunto, responsabilidad de Sergio Candel, de los directores artísticos (ver ficha más arriba) y de la coreógrafa Mila Lalli. Pues bien, el conjunto se sostiene perfectamente durante los cien minutos que dura la función. Muy bien de vestuario, iluminada correctamente (con las limitadas posibilidades que ofrece el local) y música en directo. Los parlamentos, las entradas y salidas, la pequeña escena de comedia... están bien hilvanados. Notable el número de las siete juntas, con aroma de erotismo europeo de los setenta (me suena muchísimo a algo como de Patty Pravo que no consigo recordar). Es una de esas cosas que se aprecian en su justa medida si uno piensa en lo fácilmente que el resultado puede resbalar hasta lo horroroso, a la mínima  falta de gusto o de ajuste. Por poco que le atraiga el género, pásese por Garaje Lumière, porque no va a aburrise.

Natalia de Molina
Aparte del maestro de ceremonias mencionado, sólo habría otra cosilla que mencionar, quizá (y digo quizá) como pega. Volvamos a la esposa del ganadero: históricamente, el desnudo femenino ha aguantado frente al público mixto cuando el envoltorio artístico estaba al nivel de la carne desvelada. Dicho en caricatura: los hombres (heterosexuales) miraban las tetas, y las mujeres (heterosexuales) el baile o las plumas. (Por si alguien se ha perdido: las mujeres y hombres homosexuales, al revés). Ahora que nos hemos convencido de la legitimidad de la media docena (he perdido la cuenta) de géneros que deambulan por el mundo, no sé si se justifica dejar a medio respetable sin su ración. Sí, soy consciente de que un show sólo de chicas tiene un sabor especial, por eso digo "no sé". 

Terminemos: prometía volver también sobre la "más o menos abierta concupiscencia del espectador". El teatro lo construye quien lo hace, pero también quien lo mira. Es evidente que la estilización y el paso a los canales cultos cambian el desnudo radicalmente. En Garaje Lumière éramos todos frikis, cultos o modernos, o una combinación de las tres cosas, y el contexto excluye la mirada abiertamente lúbrica. Mataría por ver un pase de madrugada de La mirilla en una discoteca del extrarradio, llena de machirulos jartos de éxtasis (o sea, el equivalente de aquella función de Béjar, o de los soldaditos del Volturno). Eso sí que iba a ser un espectáculo.
P.J.L. Domínguez

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