jueves, 20 de diciembre de 2012

EL ÚLTIMO JINETE

Sala: Teatros del Canal Música: Albert Hammond y Barry Mason (colaboraciones de John Cameron y Chris Egan) Libreto: Ray Loriga Letras de las canciones: Hammond, Mason, Clark y Bolt (traducidas al castellano por Alicia Serrat) Director de escena: Víctor Conde Director musical: Julio Awad Intérpretes: Miquel Fernández, Julia Möller, Marta Ribera, Toni Viñals, etc. Duración: 2.10' (veinte minutos de entreacto)
Información completa (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)

Ministros saudíes y españoles con Reina. Creo que 
es la foto más significativa de todo el asunto.
Menudo tomate, a ver por dónde empiezo. Detrás de esto hay nueve millones de euros de dinero saudí. Este pastizal termina en manos de Andrés Vicente Gómez, un conocido productor de cine del que se rumoreaba hace algún tiempo que se pasaba al teatro con armas y bagajes. En mi tierna ingenuidad, se me ocurre pensar que si yo fuera un productor de cine enfrentado a un reto semejante, saldría zumbando a buscar un compositor y un libretista que supieran de qué va la cosa. Pero ni he tenido ni tendré nunca cantidad semejante, así que supongo que se me escapan los cauces por los que el dinero se crea, se destruye o se transforma. Los elegidos fueron Albert Hammond y Ray Loriga, que no tienen la menor experiencia escénica (y si la tienen, que me perdonen, por más que busco no la encuentro). Esto abona la hipótesis de que este enorme barullo (escénico y de marketing) sea sólo una operación de imagen saudí, y que la hipotética recuperación de la inversión sea un parámetro despreciable. Desde luego, ni a teatro lleno en todas las funciones del Canal se pagarían siquiera los bigudíes. Digamos de paso que, en efecto, los saudíes están más que necesitados de operaciones de imagen. Pero ya se sabe: acaban de comprarnos un AVE, y hay que ponerles alfombra roja por donde pasen. El estreno convocó a la Reina y a los ministros de Defensa y de Educación y Cultura, muy populares ambos. En cualquier caso, si yo fuera el saudí que ha aflojado la mosca, estaría pidiendo explicaciones a voces.

Segundo acto. Algo se aprecia de las proyecciones. Bien puestas, algo infrecuente.
No hemos terminado con el preámbulo. Se supone que esto estaba destinado a Londres, y que el hábil Andrés Vicente ha conseguido que la versión española se adelante en Madrid. Sólo hay dos posibilidades de que termine en la capital europea del musical: o se llama a un libretista y un compositor para que arreglen el desaguisado y salven los muebles (literalmente: la escenografía y el vestuario); o seguimos con el talonario, y el pagano alquila un teatro a fondo perdido. Así que ya lo saben: si dentro de unos meses ven en el telediario que The last horseman triunfa en Londres, piensen que le han dado la vuelta como a un calcetín, o que la platea se llena con los invitados de las dos embajadas hermanas.

Vamos con el libreto. El trasfondo ideológico, mejor no menearlo mucho: en esta glorificación del sueño del beduino por conseguir un caballo el benéfico donante es nada menos que el creador del moderno (es un decir) estado saudí, Abdelaziz bin Saud. Un estado, como es bien sabido, ejemplo universal de democracia y derechos humanos. Sólo otro apunte: el protagonista quiere "caballo, espada y mujer", por ese orden (en otros momentos se sustituye "espada" por "gloria"). El papelón asignado al tercero de estos objetos es notable: vive con papá, está prometida a un chico bien, y... ¿creerán que termina con el prota por un arranque de voluntad o tras alguna gesta memorable? No. El rival renuncia elegantemente. El rival es varón, claro, ya se sabe que, en estas cosas, las mujeres deben ser adecuadamente guiadas por mentes más sensatas.

Me temo que no seré capaz de dar idea del gigantesco desaguisado de la trama. Tirad quiere un caballo. Una poetisa-maga del desierto le recomienda que libere a Abdul Aziz (es el mismo de antes, con otra grafía) de la prisión en que lo mantiene un amigo por motivaciones nunca desveladas. El amigo entrega al preso la llave con la que podrá huir. Llega Tirad, que debe abrirle la puerta. ¿Para qué, si ya tiene la llave? Llegados a este punto, existe un repertorio obligado de tópicos: tres pruebas, un objeto mágico, "sigue a tu corazón", "ábrete sésamo", "usa la fuerza...". En fin, desde la épica babilónica hasta los tebeos de Supermán, está todo inventado. Bueno, pues en un alarde de libertad creativa (que les den morcilla a los tópicos) Tirad llega y empuja la puerta, que se abre sin más problema. Normal, ¿no?; el preso ya tenía la llave, lo raro sería que no se abriera. Fin de la aventura. A cambio, el liberado le regala el soñado caballo. Aquí se cruza un malvado y, tras zarandajas varias, el caballo termina en poder de la señorita que enamora a Tirad. El chico se va Inglaterra detrás del caballo y de la dama (por ese orden, me temo). Allí no hace nada digno de mención. Termina en la cárcel, acusado de los crímenes de Jack el Destripador (sí, sí, han leído bien, y estoy sobrio: eso es lo que ocurre), mientras ella acude a su boda con el pijo. Y entonces.... Entonces no sé lo que ocurre. Ni yo, ni nadie. Tirad sale del circo en el que había entrado en la primera escena, escena de la que, a estas alturas, no se acuerda ni el libretista. Aquí todos pensamos: "ah, ¿pero es un sueño, o algo así?". Nadie responde a la pregunta. Entre la salida del circo, una tormenta de arena en pleno Londres y un cambio de actitud mental (no sé si en ese orden)... ¡ZAS! ¡PUM! Estamos en el desierto con chico, caballo y chica, todo ha terminado bien. Probablemente no se han enterado de nada. No se preocupe, nos ha pasado a todos. Eso que les he ahorrado las langostas bailonas, el camello cantante y a Phileas Fogg con su novia y Picaporte. Ah, todo esto se va contando a base de diálogos previsibles y carentes de gracia.

Ni héroe, ni villano (hay un malo de tres al cuarto cuyo peso narrativo es nulo), ni trama comprensible. Intentaré, para rematar, un resumen de tres líneas: a un beduino le dan un caballo por abrir una puerta que ya estaba abierta, luego no pasa nada heroico, pero cuando todo va mal hay un cambio de escena, y el héroe se queda con el caballo y la chica. Sí, me parece que es un buen resumen. Lo único peor que recuerdo es A, aquello de Nacho Cano.

Julia Möller, Marta Ribera y Miquel Fernández. Guapos y buenos cantantes. Lástima de función.
Un musical de gran formato con libreto endeble se arregla con una buena música y una escenografía espectacular. Pero la música es poco mejor que el libreto. Hay dos canciones que podrían salvarse (Vuelve a soñar y Lo que lloré) y una, digamos, eficaz (El mundo en la pared). Lo demás es un puré como para salir del paso. Con algún agravante. A la salida del espectáculo, y en el andén del metro, oigo decir a una jovencita: "a mí me sonaba todo como a Rocío Jurado". Con razón. La célula inicial del tema de amor, una de las que más suenan durante las dos horas largas, es (transportada a Do) Sol-Do-Si-Re-Do. Mis lectores músicos ya la habrán reconocido: Como una ola. El fantasma de la más grande recorre el teatro creando un notable efecto de contraste alucinógeno. Sinceramente, no llegué a apreciar la mano de John Cameron más que, quizá, en Él jamás llegará a ser inglés, que, con otro tratamiento escénico (ver más abajo) daría más rendimiento.

Morgan Large, el escenógrafo, y uno de los
pocos implicados que salen airosos.
¿Un libreto incompresible y una música sin atractivo pueden redimirse? No. En esas condiciones, ya no hay quien salve nada. Pero es que la cosa no termina ahí. La coreografía es ramplona (menos mal que venía avalada por una coreógrafa de cierto curriculum): sólo alcanza el aprobadillo en el número en que se agarra a los códigos estandarizados del claqué (tap dance) con cuerpo de baile y chistera (El mundo en la pared). La iluminación tiene considerables errores de bulto: el crimen del destripador por el que Tirad termina en la cárcel se produce sobre una plataforma giratoria (están de moda) y, al menos en mi función, le puede tocar quedar perfectamente a oscuras. Yo no lo vi, me lo contó JM, sentado a mi lado, y que miraba en esa dirección por pura casualidad. La sonorización no ha hecho el menor esfuerzo por proporcionar al oído del espectador la referencia del punto de procedencia de las voces: la escena del boxeo, por ejemplo, que ya es un caos infernal de por sí, es incomprensible, no hay manera de saber quién abre la boca. La dirección pasa al lado de bocados tan apetitosos como la escena de Él jamás va a ser inglés, en la que un coro de doncellas asiste a los intentos de Tirad por vestirse british... y en vez de aprovechar la ocasión pintada para que le pongan y quiten prendas, las dejan cantar solas con el protagonista cambiándose... detrás de un baúl abierto. El esfuerzo de disponer una linterna mágica, un dispositivo óptico que, bien usado, provoca efectos maravillosos, se derrocha en dos minutos y con caballo mal ajustado a la escala del actor: un caballo enano, vamos. Desastre sobre desastre.

Todo lo desmesurado se resume en un símbolo supremo. París en la Torre Eiffel. El comunismo en la hoz y el martillo. La Disney en las orejas de Mickey. El último jinete encuentra su síntesis en el horrendo engendro inventado para tener un caballo en escena. Cabeza de caballo de utilería que no se sabe si da más pena o más miedo, encajada en el brazo de un bailarín al que sigue, agarrada a sus caderas, otra bailarina. Ambos vestidos y coreografiados por su peor enemigo, pobres. Ahora que me fijo, el resultado tiene un inquietante parecido con Loco Mia. Para mi pasmo, el texto introductorio de la web del musical se atreve a mencionar el mayor prodigio equino de la historia del teatro. ¿Se puede uno gastar nueve millones de euros después de War Horse y terminar sacando a escena semejante cosa? 

Marta Ribera
Y ahora salvemos a quienes debemos salvar. La escenografía de Morgan Large se adapta como anillo al dedo al kitsch arábigo-victoriano que la historia demandaba, da mucho juego, y tiene la rara virtud de colocar bien las proyecciones, que no se comen al resto como suele ser habitual. Contiene, además, un par de pequeños artefactos (el bar del camello, el carromato del cinematógrafo ambulante) muy resultones. El vestuario de Ivonne Blake (con algunas excepciones en semejante océano de trajes: los bailarines-caballo, el coro de langostas, el camello...) es en líneas generales fastuoso, con alguna pieza de antología, como la capa de la maga, el personaje mejor vestido. También los intérpretes salen bien parados. Todos vocalmente irreprochables, y muy bien en su papel todos los que tienen un papel con alguna consistencia dramática: o sea, Marta Ribera. El único personaje con algún atractivo es el de Al Khansa, la poetisa del desierto, y le saca partido. El coro también se porta, pero en su aspecto de cuerpo de baile estaba, al menos en mi función, evidentemente falto de ensayos.

Miquel Fernández como Tirad.
Si alguien cree que he exagerado un poco, puede leer la crítica de Nacho Gay en Vanitatis. Más destroyer.
P.J.L. Domínguez

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ánimo, comente. Soy buen encajador.