jueves, 2 de mayo de 2013

LA DANZA DE LA MUERTE

Sala: La Puerta Estrecha Autor: August Strindberg (versión de R. Cortizo) Director: Rodolfo Cortizo Intérpretes: Nicolás Fryd, Victoria Peinado Vergara, Paco Gámez y Violeta Jara Martín. Duración: 1.10'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Nicolás Fryd y Victoria Peinado Vergara.
Foto: Julio Castro. Su crítica en La República Cultural.


I

Escribo esto recién llegado de un encierro de dos días en un hotel impersonal de una ciudad impersonal, en el que sólo se hablaba ese dialecto impersonal del inglés que parece haberse convertido en el idioma oficial de las relaciones europeas. ¿Y a mí qué me importa?, se preguntará el amable lector. Me explico. Estuve rumiando allí esta entrada, y no pude dejar de fijar la atención en el contraste abismal entre semejante panorama y la función que me daba vueltas en la cabeza. investigué mis sensaciones y llegué a la siguiente conclusión: quizá el rasgo más característico del teatro de Cortizo es su profunda humanidad.



Podríamos postular una escala, válida para la vida y el teatro, con lo más convencional en un extremo y lo más humano en el otro. Tomemos como ejemplo los grados de amistad. Un amigo íntimo es alguien con quien podemos ser como somos, aplicando un número menor de filtros cuanto mayor es la amistad. De ahí la conocida expresión donde hay confianza da asco. En el extremo opuesto, estamos obligados a gestionar las relaciones con los conocidos mediante una gran cantidad de convenciones que llamamos buenos modales, imprescindibles para la vida social desde que la horda primigenia dio paso a sociedades con un número de individuos muy superior al que podemos incluir en nuestro mundo afectivo.

En el teatro es aplicable una misma escala de convencionalidad (palabreja que no está en el DRAE, pero que prefiero a "convencionalismo") según la mayor o menor sumisión a las convenciones de un género. El grado sería máximo en los productos que llamamos "de género" (como una tópica peli de vaqueros). Es el extremo al que a veces llamamos "entretenimiento" o "espectáculo". En esa zona, el grado de previsibilidad es también máximo. Siguiendo con el ejemplo: a los cinco minutos de película sabemos quién es "el chico", quién "la chica" y quién "el malo". Sabemos, incluso, quién es el secundario que tiene todas la papeletas para morirse cuando falten unos diez minutos para el final. Y, según un variopinto abanico de pistas repartidas entre el texto, la interpretación, la música... y hasta el vestuario si me apuran, estamos en situación de apostar con bastantes garantías de éxito si el chico se quedará con la chica o seguirá su vida de pareja de hecho con el caballo. Ojo (1): parir un buen producto "de género", plegado a todas las convenciones posibles, no es nada fácil, sea un western, una zarzuela o una alta comedia. Y  más: muchas obras maestras están basadas, precisamente, en el diálogo con la convención de género. El ejemplo tópico es, claro, el Quijote: un diálogo, irónico en este caso, con el género de las novelas de caballería. Ojo (2): esta cuestión no tiene nada que ver con el parámetro arte histórico / contemporáneo; uno puede ver una performance tan pegada a las convenciones del género, y tan previsible, como el argumento del más convencional libreto de ópera, que ya es decir. Ojo (3): tampoco tiene nada que ver con la calidad final del producto; la menos convencional de las obras de teatro puede ser un desastre. 



Volvamos al comienzo. Me había quedado en ese entorno donde todo era previsible: desde la disposición del desayuno hasta ese inglés idéntico al que podrían hablarme en Sri Lanka. Nada más agotador, por cierto. Y en el contraste que el recuerdo de La danza de la muerte me sugería. Hemos llamado "impersonal", "convencional" o previsible al primer planeta y "humano" a su opuesto. Humano, en el sentido de organismo vivo, espontáneo y, por tanto, poco previsible. Vayan a La Puerta Estrecha, cubil de Cortizo, a ver cualquier cosa que firme: ya me dirán si son capaces de predecir lo que va a ir ocurriendo en el espectáculo. No podrán. Les van a faltar en todo momento las cómodas muletas de lo convencional. 


II

Leído lo anterior, no les extrañará saber que Cortizo se ha dedicado con intensidad, entre otras cosas, a esa línea que une -más o menos, estas cosas son siempre bastante gaseosas- a Beckett y Pinter y, con alguna curva en el camino, a Ionesco. O sea, y siguiendo con lo que decíamos, una especialización en lo que podríamos llamar teatro de lo imprevisible. Textos ya imprevisibles en su mismo avance y que, además, dejan un enorme espacio de libertad a su representación. Textos que, o se interpretan desde profundidades de humanidad abisal, o se quedan en nada. Hablando en plata: a una réplica de La verbena de la Paloma le puede bastar la indicación "ponte pizpireta". Una frase de Beckett bajo la que no aliente un personaje y una historia construidos de cabo de a rabo, no es más que una boutade. En ese campo, le he visto lo mejor que se ha hecho en Madrid en los últimos años, sin discusión: La última cinta de Krapp (ahí arriba tienen una foto), Las sillas, Esperando a Godot (me dicen que está bien el de Sanzol en el Valle-Inclán, ya les contaré), Final de partida... Lidera La Pajarita de Papel, una de esas compañías concentradas en su esfuerzo (como los de Tribueñe), que no malgastan un segundo en las relaciones públicas y que -el mundo es así- difícilmente atraen la atención mediática. Poco importa, saben que son otras cosas las que cuentan. Otro día les hablaré de su capacidad para representar textos que uno juzgaría irrepresentables: Cuatro horas en Chatila de Genet, Hiroshima mon amour de Duras...

Ha tirado ahora por la calle de Strindberg. No por el de La señorita Julia, que hoy en día se puede representar hasta como teatro comercial, sino por el de las últimas obras. A La danza de la muerte le faltan cinco minutos para ser Beckett. Su influencia ha sido larga y, probablemente, retorcida: hay quien ha leído Quién teme a Virgina Woolf como su versión light. Más beckettiana pasada por la puesta en escena y la versión de Cortizo, que añade el personaje de la criada -punto de referencia externo al infierno que se ha construido la pareja protagonista- y una cierta cantidad de texto. No he tenido tiempo de releer el original, pero les sugiero un pasatiempo: léanlo antes de ver la función y jueguen a pillar los añadidos. Yo lo paso bomba con esas cosas.



Además de la criada, hay un sumando que parece tonto pero que resulta relevante. Los personajes entran y salen de escena por una rampa de madera considerablemente empinada, ayudándose de una soga y armando bastante ruido. Uno de esos recursos (estaba a punto de llamarlo truco) que denotan una larga experiencia teatral. Aporta la violencia del ruido, de la fisicidad tosca de las tablas y la soga y, sobre todo, la sensación de que la acción se desarrolla en el subsuelo. Una vuelta de tuerca sobre las intenciones de Strindberg, que sitúa la historia en una isla. Otros recursos parecidos: la escena iluminada por el candelabro que porta la criada, las irrupciones de los telegramas simbolizadas por el tableteo del dedo de la criada sobre la mesa. Aquí tengo que decirles que una de las marcas de la casa es que nunca hay elementos injustificados en escena (algo que odio especialmente cuando lo veo por ahí). Pues bien, los efectos de sonido y la música, que Cortizo usa raramente, siguen aquí la misma pauta: no adornan, son esenciales.

La interpretación se ha enfocado de manera arriesgada. Muy arriesgada, diría yo, con el marido y la mujer en registros prácticamente opuestos. Ella esconde la rabia, excepto en algún momento, bajo una actitud casi mortecina. Él exagera, vocifera, llega al histrionismo más desbocado. Al comienzo puede parecerles que el asunto no funciona, pero esperen: termina casando. Nicolás Fryd debe de ser criatura de Cortizo, tiene un estilo interpretativo cercano al suyo. Estaba muy bien en Madre Coraje y en Este sol de la infancia. Aquí tiene que sacar adelante toda una serie de actitudes que suelen considerarse de lucimiento para un buen actor: está medio loco, grita, se desvanece, se exalta, baila. Todo esto -quizá, sobre todo, el momento del baile- que era un precipicio abierto a todos los riesgos, se resuelve perfectamente y provoca lo que tiene que provocar: perplejidad, desazón, incomodidad, vergüenza ajena. A Victoria Peinado Vergara le toca prácticamente lo contrario: llevar la procesión por dentro. Se le nota todo, que es el efecto buscado. Bien dosificados los gritos. Y muy bien soltados, cosa que aprecio más después de oír ayer los de Aitana Sánchez-Gijón en La chunga, donde no coloca  ninguno como debería. Paco Gómez compone muy bien la falsa bonhomía del primo que se adentra en esta cueva de los horrores, pero me pareció que abusa un pelín de la voz rasposa. La criada de Violeta Jara Martín aporta a este tugurio infecto un recuerdo lejano del aire fresco exterior.

Si les gusta el teatro, pásense a ver esto. Un día que estén bien de ánimo. Se lo pueden tomar como una advertencia respecto a los horrores que uno puede construirse solito, sin la ayuda de nadie.
P.J.L. Domínguez
           






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