sábado, 15 de diciembre de 2012

DOÑA PERFECTA


Sala: Teatro María Guerrero Autor: Benito Pérez Galdós (versión de E. Caballero) Director: Ernesto Caballero Intérpretes: José Luis Alcobendas, Diana Bernedo, Lola Casamayor, Israel Elejalde, Karina Garantivá, Miranda Gas, Alberto Jiménez, Jorge Machín, Toni Márquez, Paco Ochoa, Belén Ponce de León, Vanessa Vega Duración: 1.40'

Información completa (el enlace inactivo puede significar que la función ya no esté en cartel)  


Galdós, por Sorolla.

No desvelamos nada a estas alturas al decir que Doña Perfecta es un pedazo de novela, en la que quizá lo más atractivo reside en la habilidad con que se le dosifica al lector una desazón que va creciendo a medida que se acerca el inevitable final. Vamos, que lo pasa uno de pena. Con un trasfondo ideológico de crítica al caciquismo y el clericalismo de una España hundida en un lodazal. Hablamos de 1876, pero es sorprendente lo viva que sigue la actualidad de la primera, en estos tiempos de la segunda Restauración. Por ejemplo: en ese año se funda la Institución Libre de Enseñanza, y en 2012 seguimos discutiendo el modo en el que la religión católica debe ser impartida en las escuelas. Qué cansina sensación de vivir en un país en el que los problemas de fondo no se superan nunca. Así que a la pregunta “¿tiene sentido representar Doña Perfecta?” hay que responder que sí.

Galdós dejó una versión escénica que no conozco, pero que se tiene por demasiado lastrada por convenciones teatrales que el público no soportaría ahora. Caballero ha hecho su propia versión, y no sé yo si para este viaje se justificaban las alforjas. El conjunto queda irremediablamente lastrado por la machacona reiteración de escenas destinadas a mostrar que el joven Pepe Rey es progresista y atolondrado, y que, desde su llegada, crecen sus enemigos cada vez que abre la boca en la polvorienta Orbajosa. Bueno, ya: a los veinte minutos del comienzo todo el mundo lo ha entendido perfectamente, no hacía falta seguir machacando. La función no levanta el vuelo después de ese rodillo adormecedor, y pierde pie del todo en el confuso momento de la invasión de la localidad por tropas gubernamentales.


No ayuda toda una serie de elementos que se acumulan sin que se entienda muy bien para qué. Me pasé media función esperando que la escenografía terminara sirviendo para algo. Pero no, no sirve para nada, sólo afea. Despiste también con el contraste entre el espantoso loro de utilería exhibido en escena, y el hiperrealismo de un loro gigantesco proyectado sobre las baldosas (por no hablar de los ajos, también proyectados). Un pelín cursi el trenecito que avanza solo por el proscenio. Y ya lo del vestuario… Resulta que los trajes (y el mobiliario) abarcan todo el período comprendido entre el XIX y la actualidad. Algo se habrá querido transmitir, pero sólo se provoca (más) confusión.

Israel Elejalde y Lola Casamayor
En cuanto a interpretación, se salvan Elejalde y Casamayor: Los únicos momentos con enganche de la función son los de sus duelos. El primero pone la vehemencia justa, y ella compone una señorona de provincias tan verosímil que salí con la sensación de haber conocido varias clavadas. No obstante, y esto es ya una simple opción de gusto, eché de menos al personaje original: más beaturrón, más falso, más cruel. Los demás salen muy tocados por opciones de dirección erradas. Las Troyas se ven en el brete de escenas absurdas, como la del incomprensible canturreo ante las máquinas de coser, y es una pena, porque las tres echan el resto. Alberto Jiménez, un excelente actor, ofrece una caricatura de cura atrabiliario emboscado tras un disfraz de adulación que crítica y público han apreciado, y con razón. El problema es que parece deambular por una función que no es la suya: está en otro registro. Toni Márquez, el esbirro violento, está mejor ubicado en el conjunto. En cuanto a la joven enamorada, recita y masca las palabras de una manera tan chocante que desbarata todos y cada uno de los momentos en los que tiene papel. La peor parada es la magnífica escena del crucifijo, que podía ser el momento cumbre, y acaba en menos que nada. A Alcobendas se le hace declamar un monólogo en un tono que poquísimo tiene que ver con la banalidad de lo que está diciendo.
P.J.L. Domínguez