sábado, 17 de noviembre de 2018

VIENTOS QUE NOS BARRERÁN

Sala: Teatro Fernán-Gómez Autora: Cristina Redondo Directora: Laura Ortega Intérpretes: Maiken Beitia,  Alfonso Torregrosa y Andrea Trepat Duración: 1.25'  
(la función ya no está en cartel)




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La foto está muy chunga de definición, pero es lo único que encuentro que dé una cierta idea de conjunto. Tienen algunas muy buenas aquí. Son de Emilio Tenorio, un tipo que hace unas fotos de escena estupendas que no puedo reproducir. Debe de tener ya una colección impresionante.

Me fui a ver esto un poco angustiado. Hace unos meses pusieron en el Pavón la anterior colaboración de Redondo y Ortega como autora y directora (Intemperie), y no me gustó nada de nada. Ni me gustó el texto ni me gustó la dirección. Quizá les cueste creerlo, pero odio tener que poner a caldo a quien se deja las uñas arañando los muros que se interponen entre las ganas de ejercer este oficio y las enormes dificultades que se oponen. Es moralmente mucho más fácil despotricar contra una gran producción que desmontar el trabajo esforzado y sustentado en la vocación de tantísima gente que anda por ahí dándose de tortas con la vida para salir adelante. Pero claro, ahí llega el ego del crítico, que tiene un compromiso consigo mismo. Si me parece malísimo, no tengo nada que hacer. Me pasa como al misántropo de Molière, y termino queriendo más a la verdad que a Alcibíades.

Como decía, les costará creerlo, pero cuando exhibo aquí las garras no disfruto nada. Bueno, si es El último jinete, sí. Pero no con este tipo de teatro de trinchera y pelea. Así que, tras Intemperie, me fui al Fernán-Gómez cruzando los dedos para que la experiencia fuera la contraria. Por aquello de que todo el mundo merece una segunda oportunidad. (Por cierto, me fui el finde pasado a Calígula debe morir por esa misma segunda oportunidad para Mabel del Pozo tras la espeluznante Re-cordis, y vaya desastre. Ya les contaré).

Albricias. Vientos que nos barrerán mola. Y mola bastante. En primer lugar, hay que indicar un parecido sorprendente. Con Olvídemonos de ser turistasPara explicarlo no tengo más remedio que hacer un spoiler, así que -si no quiere sufrirlo- salte hasta "aquí termina el spoiler".

AQUÍ EMPIEZA EL SPOILER

Una pareja de mediana edad. Ella desaparece sin dejar ni rastro ni nota ni explicación alguna. El abandonado se estruja las meninges para intentar entender lo que está ocurriendo. Hace mucho tiempo la pareja perdió un hijo/una hija. El final desvela que la mujer se ha ido a resolver un fleco suelto de esa pérdida, fleco que se quedó en América.

AQUÍ TERMINA EL SPOILER

Esa descripción sirve tanto para Vientos que nos barrerán como para Olvídemonos de ser turistas. Y tengo alguna campana lejana resonando en la bóveda del cerebro que me indica que esta trama me recuerda a alguna otra cosa. Aparte de estos elementos comunes hay muchos otros divergentes, claro está. Cada una de las mujeres busca una cosa distinta, aquí hay una hija que allí no había, éstos son tres personajes de la misma familia y en lo de Miró aparecen la pareja y una serie de individuos que se van encontrando por ahí.

Las coincidencias de la trama son sorprendentes, pero esto no quiere decir nada. Se producen constantemente. No he visto Cuzco, que están haciendo ahora mismo en la misma sala pequeña del Fernán-Gómez en la que estaba Vientos, pero dice Kritilo que se asemeja a Olvídemonos de ser turistas. Tres piezas emparentadas, dos en la misma sala. Tengo que llamar a mi amigo, el experto en Cábala.

Dichas todas estas tonterías, el planteamiento narrativo es completamente distinto. Lo de Miró son flashes, encuentros sucesivos con personajes que salen al camino de los miembros de la pareja separados en sus respectivas búsquedas (ella busca el pasado, él la busca a ella). Lo de Redondo es más hilado, tiene mayor continuidad. El tono es también radicalmente opuesto. Frío, abstracto en Miró. Cálido, más cercano al realismo costumbrista en Redondo. Cada uno funciona a su modo. Y Vientos que nos barrerán funciona en escena porque la dirección de Ortega se le acomoda como un guante. Tras lo que acabo de decir pueden pensar que se mantiene en un realismo convencional, pero no es así: pueden ser convencionales las conversaciones entre el padre y la hija (sin que "convencionales" tenga la menor connotación peyorativa, algún término hay que usar para contraponerlo a eso que en el Paleolítico llamamos "nuevas tendencias", "vanguardia", alternativo"...). Pero hay todo tipo de licencias por aquí y por allá. Mis lectores habituales saben que practico a menudo una especie de prueba del algodón en negativo. Vamos con un ejemplo. La hija termina uno de sus monólogos metiéndose en un frigorífico previamente vaciado de las toneladas de comida que la madre ha dejado preparada antes de irse. He dicho: "metiéndose en un frigorífico". Esta acción -a priori absurda y que nunca ha pasado en realidad en la vida de nadie- era una trampa mortal. Una de esas cosas que pueden quebrar en mil pedazos las alas del fragilísimo ángel de la verosimilitud, que nada tiene que ver con sus primos postizos, los ángeles de la verdad y de la realidad. La verosimilitud debe estar presente cuando devolvemos la vida a un monstruo hecho de retales de cadáveres, cuando una replicante se enamora, cuando unos conejitos cantan y hasta cuando una chica habla desde un frigorífico, o todo salta por los aires y ya sólo da risa. Lo que llamo "prueba del algodón en negativo" no es otra cosa que constatar que, si algo que entrañaba tales riesgos queda naturalmente engarzado en el fluir de la pieza, es que el contexto que lo rodea (formado por docenas de decisiones de interpretación, de dirección, de iluminación...) está muy bien armado.

No soy nadie para aventurar si Andrea Trepat se ha creído esto más que Intemperie, pero lo que puedo decir es que la diferencia de rendimiento es tal que no me he dado cuenta hasta ahora mismo de que era la misma actriz (!). Hay un dato que puede dar testimonio de la altura de lo que aquí ha logrado. O puede que esto sea una manía mía, ustedes dirán. Tengo un asunto un poco fijado en la mollera: la cuestión de la belleza física de actores y actrices, que a mi modesto entender es una cuestión complejísima de la que siempre se habla poco. También entiendo que se hable poco, porque da pudor a todo el mundo. No me voy a meter ahora en el barrizal de esbozar una teoría general, ya lo haré el día que me jubile, pero enfilo esa vereda sólo para señalar que me impresionan siempre mucho los intérpretes capaces de alterar (no sé si consciente o inconscientemente) su aspecto hasta el punto de que el feo parezca guapo y viceversa. Me vienen a la cabeza Críspulo Cabezas convertido en un ser esplendente en Los persas que Francisco Suárez dirigió en el español o María Hervás, que por momentos parecía fea en Iphigenia en VallecasTrepat parece a ratos una chica feúcha y apocada y a ratos una chica guapísima. ¿Cómo hacen esto? La magia de la interpretación.

Torregrosa me gustó mucho en Vida de Galileo, es un tipo muy eficaz. Aquí sale borracho, una de las pruebas de fuego clásicas para cualquiera que practique el oficio, y lo solventa con garbo. Hace más cosas, claro, cito la borrachera sólo como piedra de toque. Beitia tiene menos papel, pero también lo encaja en su sitio. En resumen, la función tiene altura (que no se me olvide decir que la música llega cuando debe y como debe), va subiendo, responde a las expectativas de explicación que va suscitando en el espectador, entretiene y casi diría que estos personajes hechos con nuestra misma carne y nuestros mismos huesos, reconfortan. ¿Ya he usado el término "cálido" más arriba? Creo que sí. Pues eso.
P.J.L. Domínguez
          

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