domingo, 13 de enero de 2019

TRES CANCIONES DE AMOR

Sala: Cuarta Pared Autora y directora: Patricia Benedicto Intérpretes: Elena Corral, Laura Lorenzo, Lúa Testa, Eugenio Gómez, Sergio Torres y Carlos Jiménez-Alfaro Duración: 1.35'  
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que ya no está en cartel)


Es lo único que encuentro que dé alguna idea del aspecto escenográfico. Alguna.


SI VA MUY LENTO CON EXPLORER, INTÉNTELO CON CHROME


Por si alguien aterriza aquí por primera vez, me apresuro a señalar que comulgo a pies juntillas con los anhelos de igualdad de género. Pero una cosa son los anhelos y otra su envoltorio estético. Estaba a punto de escribir "quien sólo pretenda transmitir conceptos que escriba un ensayo", y sería una recomendación errónea, porque también el ensayo precisa de talento literario. Todos tenemos opiniones, pero muy pocos la capacidad de convertirlas en objetos aptos para la transmisión estética. El teatro no va anhelos, sino de ese tipo de transmisión. Una pieza puede tener un trasfondo conceptual repugnante y ser una proeza de escritura dramática. Y, al contrario, las mejores intenciones se dan un tortazo mortal cuando olvidan el pequeño detalle de que la forma exterior que adoptan debe estar a su misma altura. Cuanta más presencia social adquiere un asunto (y en mi vida he visto nada comparable, afortunadamente, al clamor actual por la igualdad de género, exceptuada la exigencia de democracia durante la transición) más presente está el riesgo de ampararse en él, y tengo la sensación de que ese impulso de reivindicación nubla a menudo la mente del creador: ocupada más en la reivindicación que en todo lo demás. Cuando "todo lo demás" es, precisamente, su trabajo.

Como hace meses que no toco el blog, en vez de tirarme a los ejemplos negativos, voy a darles dos positivos. Ahí tienen Refugio de Miguel del Arco. Una bofetada en toda la jeta respecto a nuestra indiferencia criminal ante la migración de los miserables, pero -sobre todo- una impecable propuesta teatral. Ojo, antes de que nadie se encocore: "sobre todo", porque éste es un blog de teatro. Y porque si la función es mala, ya me dirán qué diferencia hay en gritar contra la injusticia con una representación de hora y media o con un tweet de dos líneas. La diferencia es contra la función: se come el tiempo de los espectadores sin aportar nada que el tweet no dijera. Del Arco está ensayando ahora mismo Jauría, asunto de género y violencia. Si tienen que apostar, lo más probable es que le salga redondo, como casi siempre.

Segundo ejemplo: Mauthausen. La voz de mi abuelo. Les juro por Snoopy que un par de días antes de la polémica de Pérez-Reverte me encontré en la mesa de novedades de una librería a La tatuadora de Auschwitz y a otro profesional, que no recuerdo pero del mismo campo, como títulos de sendas novelas. Otro asunto peligroso de bordear, porque si a uno no le gusta algo dedicado a semejante horror corre el riesgo de que cualquier indocumentado le llame nazi. Pues bien, como todo el mundo, he visto auténticos ladrillos dedicados al tema, al lado de obras inmensas como Shoah o El pianista. Lo de Almansa en Nave 73 está muy bien urdido (la crítica en papel salío ayer, a ver si se la cuelgo pronto). Lejos de confiar en que la simple condena o la descripción descarnada del horror bastan (que no bastan) se ha currado un espectáculo humilde y luminoso que cumple con todo, como cumplen los buenos espectáculos: describe, condena, pero también entretiene, en el más alto concepto de entretener: ése que indica que el trabajo de quien monta un título es mantenernos con el culo pegado a la silla, los ojos despiertos y la mente abierta, y que el tiempo vuele.

Proferidos los gritos de ordenanza, que me han llevado dos párrafos, llegamos ya a Tres canciones de amor. Simplemente insufrible. No me la quise perder, porque La Trapecista Autómata tuvo un éxito considerable con Moscú 3.442 Km y se me pasó. Aquello sería estupendo, pero esto no tiene un pase. Repito: ni UN pase. Estoy pensando desde ayer si podría mencionarse ALGÚN atractivo de la obra y no se me ocurren más que los escasos minutos en que suenan algunas canciones clásicas. Tres actores y tres actrices van desgranando sucesivos monólogos durante una hora y treinta y cinco minutos (que se dice pronto). ¿Hay algún vocablo que una los conceptos de "sucesivos" y "muchos"? Muchísimos. Exactamente como una sarta de chorizos. Una sarta de chorizos -que es una analogía muy útil cuando uno tiene que explicar a sus alumnos lo que es la forma en las artes del tiempo- puede tener dos chorizos o dos mil. No hay ningún motivo para que sean seis o trece (sólo depende de la longitud de la tripa que, como quizá sepan, hace mucho que es sintética). Una obra de teatro, como una sinfonía, dura lo que debe durar. Estas cosas son inefables, pero gran parte de nuestra satisfacción estética al salir de un teatro depende de esa adecuación de los tiempos y las duraciones. Aquí, la cosa podía haber terminado perfectamente a los cincuenta minutos sin que nadie se hubiera dado cuenta de que faltaba una docena de chorizos. De la misma forma que, llegados a los noventa y cinco minutos, podríamos haber seguido hasta las seis horas. (Nos hubiéramos dado cuenta, por una didascalia oral que la pieza incluye, pero de eso hablaré más abajo y es irrelevante en este punto).

Alguien pensará ahora "si no hay una narración lineal este principio no rige". ¡Ja! Es cuando más rige. En ningún caso es más evidente que el dominio de los tiempos es el alma del teatro (como de la música) que cuando falta la narración, que casi todo puede apoyarlo. Aquí no hay narración lineal, ya les he dicho que son sopocientos monólogos sucesivos. También tengo que decirles que ninguno (repito: ninguno) tiene el menor interés literario. Es una colección de banalidades sobre el amor, los conceptos de género, las diversas fases de una relación amorosa... 

Ya no tengo que decir que la construcción dramatúrgica brilla por su ausencia (y no me refiero sólo a la dramaturgia narrativa, sino a todos los elementos textuales, gestuales y de cualquier madre o padre que construyen un espectáculo), ya lo han deducido de todo lo anterior. Pero me gustaría señalar una torpeza mayúscula. Ya les decía más arriba que hay una didascalia oral. Los intérpretes van anunciando el título de cada una de las tres partes, subtituladas, respectivamente, "tesis", "antítesis" y "síntesis". Como consecuencia directa de las normas que rigen nuestra percepción, cuando un artefacto que se desarrolla en el tiempo tiene partes, la última es más corta. Esto lo sabe de forma racional todo el que se dedica profesionalmente al teatro y, de forma intuitiva, todos los espectadores. Cronometren, por ejemplo, los musicales. Lo habitual, seguramente a más del 90%, es que la tercera parte de cualquier cosa sea la más corta (y amontone la pirotecnia, es el "más difícil todavía" del circo). Pues bien, aquí, la tercera parte es mucho más larga. Con una penosa consecuencia directa: perdí la cuenta de las veces en que parece que se acabó lo que se daba. Y no. En teatro no hay reglas fijas, mañana llega alguien, hace lo mismo y le sale de miedo. Pero es MUCHO más difícil.

Combinen esto con otro elemento peligrosísimo siempre. Cualquier pista que la función da sobre sus propias duraciones es un arma mortal, porque se carga uno de los pilares de su atractivo: la imprevisibilidad. Recuerdo un espantoso monólogo en el que la actriz interactuaba, uno por uno, con un montón de objetos dispuestos en orden. Desde el segundo o el tercero, todo el público seguía el avance temporal de la obra como si hubiera un reloj en escena. Horroroso. Y tengo el contraejemplo: una función en la que había un reloj que daba la hora real. La cosa iba como un tiro, porque quien lo hizo era consciente del reto y tuvo la capacidad de integrarlo. Pero es MUCHO más difícil. Ah, que ya lo había dicho.

En Tres canciones de amor sucede no sé cuántas veces que los seis intérpretes hablan uno detrás de otro, en orden. El espectador ya se lo sabe. Entonces llega uno de esos momentos en los que parece que este cuento se ha acabado. Entonces uno empieza a hablar. Y el espectador sabe que, por lo menos, queda la intervención de los otros cinco. Es la definición perfecta del anticlímax.

Me siento incapaz de decir nada sobre los intérpretes. No se merecen ser juzgados por esto.
P.J.L. Domínguez
          

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