Sala: Teatro Valle-Inclán Autores: La Ribot, Juan Domínguez y Juan Loriente Intérpretes: Cuatro pantallas de leds Duración: 55'
(la función, es un decir, ya no está en cartel)
Primero, quiero aclararles que el título -El triunfo de la libertad- parece hacer referencia a la libertad del creador, no a la del público. En efecto, el creador tiene la total libertad de crear la tontería más grande jamás escenificada. Perdón, los creadores: han hecho falta tres cerebros para concebir esto, en una versión actualizada del famoso parto de los montes. El espectador tiene su libertad de irse un tanto cercenada por las normas de la buena educación: no molestar a los demás, no hacer este feo al anfitrión... Más abajo entenderán por qué empiezo por aquí.
A escenario rigurosamente vacío, con el muro de chácena a la vista, cuatro pantallas de leds cuelgan de unos trusses. Les pongo al lado una foto que da alguna idea. Un texto va corriendo por esas pantallas, como los anuncios de los establecimientos que compran oro o los precios de las consumiciones en los bares. En castellano en dos de ellas, en inglés en las otras dos. El texto se toma sus buenos cincuenta minutos para contarnos el chiste de Nelson, el escandinavo que rompe nueces con el pene. El chiste adquiere proporciones gigantescas en el recuerdo, porque es lo único que se narra con hilo argumental. Así que el archivo de nuestra memoria es -las leyes de la percepción humana y yo somos así, señora- el de un chiste constantemente interrumpido por otras cosas. Cosas tales como "delirio poético número dos: hoy me he comido tres hipopótamos", o la repetición de "nada pasa por casualidad" (o similar, no me pareció muy importante memorizar nada), o la repetición con fecha cambiante de "hoy es 28 de junio de 2215 temperatura exterior 80 grados". También nos hablan de una amiga que sostiene que no es lo mismo follar en Islandia que en las Canarias. Etcétera. Los textos podrían estar elegidos al azar, y nada cambiaría.
En el minuto treinta de esta tediosa procesión de textos banales entra música. Se queda un ratillo. En el minuto 45 entra otra vez (ahora es el Claro de luna de la Suite Bergamasca). El aire acondicionado y la música le hacen pensar a uno que quizá no va a morir de tedio si se esfuerza en conseguir un estado de ánimo de ligero atontamiento. Durante toda la... ¿función?, va cambiando la iluminación que proporcionan los tres enormes focos en escena y los colocados en la pared derecha de la sala. Creo que también el pasillo que se abre tras la puerta abierta a la izquierda de la chácena pasa de iluminado a oscuro, pero no podría asegurarlo. Cuando digo "va cambiando" quiero decir que este foco se extingue y el otro sube, y así alternativa y sucesivamente. Los cambios podrían estar programados al azar y nada cambiaría, pero para mi pasmo la iluminación está firmada en el programa de mano: Eric Wurtz. Me sorprende un poco que los tres autores tengan el arrojo de plantear un bodrio de estas dimensiones, pero que a la hora de apagar y encender los focos (me resisto a usar el verbo "iluminar") les asalte la modestia y busquen asesoramiento.
El público estaba compuesto en mi funcion casi exclusivamente por modernos convencidos, por la militancia más entregada a la vanguardia. Aun así, y junto a algunos tímidos aplausos y un bravo (!) que se quedó desoladoramente aislado, el final fue saludado por el pateo más sonoro que he oído en años.
Esto no es una función de teatro, es una instalación. Alguno de ustedes estará pensando, "hala, otro de esos críticos que cuando oían música atonal decían esto no es música o esto no es pintura cuando veían cuadros abstractos". Pues no. Ésas eran afirmaciones metafóricas, y la mía es literal. Esto no es música referido a Schoenberg quería decir Esta música es horrible. Lo que yo pretendo decir, por el contrario, es que lo que estos tres han puesto en el escenario tiene nombre en nuestra cultura: se llama instalación. Han hecho una instalación. Una mala instalación, por cierto. Pésima. Hacer esto sopocientos años después de -por ejemplo- Jenny Holzer es, simplemente, ridículo. Hacerlo en un escenario, casi una falta de consideración. Una pregunta sobre la consideración al público, que no se me ocurrió a mí, pero que oí a varias personas a la salida: ¿Por qué no salieron a saludar?
Volvamos a la libertad del espectador. Desde ese punto de vista, la diferencia entre una instalación y una función de teatro estriba en que en que, en el primer caso, uno llega y se marcha cuando le apetece, mientras que, en el segundo, lo encierran. Claro que puede irse -lo contrario sería secuestro- pero tiene que lidiar con numerosos sentimientos contrarios que su delicadeza opone a esa operación de huida. Tengo una propuesta: colóquense estas pantallas con textos en el vestíbulo de un teatro y cronométrese el tiempo medio de atención que le dedica el público libérrimo. ¿Creen que se acercaría a los 55 minutos de encierro? Apuesto a que no llegaría a los cinco. Eso sí sería dejar que la libertad de elección triunfara.
Como no hay mal que por bien no venga, El triunfo de la libertad ha servido para algo. Ha producido uno de los textos humorísticos más hilarantes de los últimos tiempos: el comentario a la pieza en la página de La Ribot. Les aconsejo que lo lean, arranca con el "fruto de una experimentación intensiva y un cuestionamiento riguroso". No se lo van a creer hasta que lo vean con sus ojos, pero cita como coartada a Eco y su concepto de obra abierta, que a estas alturas viene a ser como invocar el Pentateuco o declararse demócrata. Algo tan trillado, sobado y manido que hasta los niños del jardín de infancia deben de usarlo como justificación cuando a la seño no le gusta un dibujo. Sonrojante. Termina el comentario asegurando que la pieza lleva al público a "explorar y poner a prueba la libertad de su imaginación". Como en tantas tomaduras de pelo, el creador pretende invertir la carga de la prueba y endilgarnos el mochuelo de la responsabilidad si la propuesta nos parece un pestiño. Traducción: cuidadín, porque si no le gusta la culpa no será nuestra, es que es usted un viejo peluca y que su imaginación no es libre. Es usted un tipo casposo y polvoriento, capaz sólo de entender las formas caducas del teatro.
Pues no. Gracias por el buen rato que provoca la lectura del texto, pero el truco no cuela. El triunfo de la libertad aburre a las butacas, y eso es lo único que no puede ocurrir en un teatro. ¿Provoca reflexiones? ¿Incita a pensar? La respuesta a esas preguntas es irrelevante. A la reflexión se incita con un ensayo. El teatro ha divertido desde Esquilo hasta Rodrigo García (por citar un ejemplo reciente en el blog) y también ha propiciado la reflexión. Pasen por la sala pequeña del mismo teatro a ver Hard candy y díganme si no es compatible la diversión con la más inquietante y arriesgada de las reflexiones. Todo el resto no son más que palabras, palabras, palabras.
Primero, quiero aclararles que el título -El triunfo de la libertad- parece hacer referencia a la libertad del creador, no a la del público. En efecto, el creador tiene la total libertad de crear la tontería más grande jamás escenificada. Perdón, los creadores: han hecho falta tres cerebros para concebir esto, en una versión actualizada del famoso parto de los montes. El espectador tiene su libertad de irse un tanto cercenada por las normas de la buena educación: no molestar a los demás, no hacer este feo al anfitrión... Más abajo entenderán por qué empiezo por aquí.
No es el Valle-Inclán, pero se parece mucho al aspecto de lo visto en Madrid (exceptuadas las sillas). |
En el minuto treinta de esta tediosa procesión de textos banales entra música. Se queda un ratillo. En el minuto 45 entra otra vez (ahora es el Claro de luna de la Suite Bergamasca). El aire acondicionado y la música le hacen pensar a uno que quizá no va a morir de tedio si se esfuerza en conseguir un estado de ánimo de ligero atontamiento. Durante toda la... ¿función?, va cambiando la iluminación que proporcionan los tres enormes focos en escena y los colocados en la pared derecha de la sala. Creo que también el pasillo que se abre tras la puerta abierta a la izquierda de la chácena pasa de iluminado a oscuro, pero no podría asegurarlo. Cuando digo "va cambiando" quiero decir que este foco se extingue y el otro sube, y así alternativa y sucesivamente. Los cambios podrían estar programados al azar y nada cambiaría, pero para mi pasmo la iluminación está firmada en el programa de mano: Eric Wurtz. Me sorprende un poco que los tres autores tengan el arrojo de plantear un bodrio de estas dimensiones, pero que a la hora de apagar y encender los focos (me resisto a usar el verbo "iluminar") les asalte la modestia y busquen asesoramiento.
El público estaba compuesto en mi funcion casi exclusivamente por modernos convencidos, por la militancia más entregada a la vanguardia. Aun así, y junto a algunos tímidos aplausos y un bravo (!) que se quedó desoladoramente aislado, el final fue saludado por el pateo más sonoro que he oído en años.
Esto no es una función de teatro, es una instalación. Alguno de ustedes estará pensando, "hala, otro de esos críticos que cuando oían música atonal decían esto no es música o esto no es pintura cuando veían cuadros abstractos". Pues no. Ésas eran afirmaciones metafóricas, y la mía es literal. Esto no es música referido a Schoenberg quería decir Esta música es horrible. Lo que yo pretendo decir, por el contrario, es que lo que estos tres han puesto en el escenario tiene nombre en nuestra cultura: se llama instalación. Han hecho una instalación. Una mala instalación, por cierto. Pésima. Hacer esto sopocientos años después de -por ejemplo- Jenny Holzer es, simplemente, ridículo. Hacerlo en un escenario, casi una falta de consideración. Una pregunta sobre la consideración al público, que no se me ocurrió a mí, pero que oí a varias personas a la salida: ¿Por qué no salieron a saludar?
Volvamos a la libertad del espectador. Desde ese punto de vista, la diferencia entre una instalación y una función de teatro estriba en que en que, en el primer caso, uno llega y se marcha cuando le apetece, mientras que, en el segundo, lo encierran. Claro que puede irse -lo contrario sería secuestro- pero tiene que lidiar con numerosos sentimientos contrarios que su delicadeza opone a esa operación de huida. Tengo una propuesta: colóquense estas pantallas con textos en el vestíbulo de un teatro y cronométrese el tiempo medio de atención que le dedica el público libérrimo. ¿Creen que se acercaría a los 55 minutos de encierro? Apuesto a que no llegaría a los cinco. Eso sí sería dejar que la libertad de elección triunfara.
Como no hay mal que por bien no venga, El triunfo de la libertad ha servido para algo. Ha producido uno de los textos humorísticos más hilarantes de los últimos tiempos: el comentario a la pieza en la página de La Ribot. Les aconsejo que lo lean, arranca con el "fruto de una experimentación intensiva y un cuestionamiento riguroso". No se lo van a creer hasta que lo vean con sus ojos, pero cita como coartada a Eco y su concepto de obra abierta, que a estas alturas viene a ser como invocar el Pentateuco o declararse demócrata. Algo tan trillado, sobado y manido que hasta los niños del jardín de infancia deben de usarlo como justificación cuando a la seño no le gusta un dibujo. Sonrojante. Termina el comentario asegurando que la pieza lleva al público a "explorar y poner a prueba la libertad de su imaginación". Como en tantas tomaduras de pelo, el creador pretende invertir la carga de la prueba y endilgarnos el mochuelo de la responsabilidad si la propuesta nos parece un pestiño. Traducción: cuidadín, porque si no le gusta la culpa no será nuestra, es que es usted un viejo peluca y que su imaginación no es libre. Es usted un tipo casposo y polvoriento, capaz sólo de entender las formas caducas del teatro.
Pues no. Gracias por el buen rato que provoca la lectura del texto, pero el truco no cuela. El triunfo de la libertad aburre a las butacas, y eso es lo único que no puede ocurrir en un teatro. ¿Provoca reflexiones? ¿Incita a pensar? La respuesta a esas preguntas es irrelevante. A la reflexión se incita con un ensayo. El teatro ha divertido desde Esquilo hasta Rodrigo García (por citar un ejemplo reciente en el blog) y también ha propiciado la reflexión. Pasen por la sala pequeña del mismo teatro a ver Hard candy y díganme si no es compatible la diversión con la más inquietante y arriesgada de las reflexiones. Todo el resto no son más que palabras, palabras, palabras.
P.J.L. Domínguez
Me he puesto a buscar críticas por ahí y, miren ustedes por dónde, la más demoledora es una que se pretende positiva y que termina definiendo la pieza como "una pequeña curiosidad". Si la apreciación positiva es ésa, saquen cuentas. En esta otra, me encuentro un párrafo final que no me resisto a traducirles, porque me parece antológico: "Lo extraño de estos desarrollos, el carácter inédito de su modo de activación, hacen de El triunfo de la libertad un excitante momento de despertar del espíritu estrictamente contrario a la menor noción de aburrimiento. El cual parece, sin embargo, afectar severamente a una cantidad no despreciable de espectadores que prefieren irse, decepcionados en sus expectativas, o protestar alto y fuerte". Es "estrictamente contrario a la menor noción de aburrimiento" (vaya perla), pero el público toma las de Villadiego. Maravilloso.
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